Número 96, mayo 2018

EDITORIAL
Atender la plaza

 

Un parque atípico en Berna fue el escenario de uno de los primeros experimentos gubernamentales para tratar el consumo de drogas con menos furia y menos policía, menos miedo y menos cárcel. Kocher Park queda muy cerca del centro administrativo de la ciudad. Tenía que ser un parque ejemplar: florecido, coronado por alguna fecha memorable, dispuesto para el mantel y la mascota. Pero los consumidores de heroína lo tomaron como trinchera contra la represión policial. Compraban la droga en los alrededores y tenían miedo de ser perseguidos por la policía hasta su “sala de consumo” en algún cuarto alquilado, un refugio de inquilinato suizo. El parque se llenó de tugurios y los consumidores de heroína ya eran apenas un poco menos que los funcionarios de las luminosas oficinas estatales de Berna. Allí se instaló el “mercado público” de heroína y otras drogas. Hepatitis, VIH, jeringas, desatine puro en un parque central en Suiza. La opinión pública comenzó a pedir acciones contra ese “cartucho”. Era claro que la represión no había funcionado. Al contrario había creado un ecosistema desconocido. La sociedad estaba dispuesta a ensayar estrategias distintas, a buscar caminos imposibles, a aceptar daños menores a cambio de algo de libertad, respeto y atención a los consumidores.

Jakob Huber fue el primero en notarlo. Por su cuenta, con algunos aliados, comenzó a atender a la población de esa burbuja zombi que todos temían. Un poco de té, jeringas nuevas, gaseosas, condones. Alguien que se acercaba sin pelarles el diente. La estrategia de Contact, la organización que lideraba Huber, formuló nuevas preguntas para el debate público: ¿era legal proteger a los consumidores, se incitaba al consumo, se podía ir en contra de los mandatos legales, se buscaba escriturar el parque a los drogadictos? La discusión duró meses. Huber tiene una teoría que es necesario poner en práctica: “Había que hacer algo. Los simposios y conferencias sobre drogas son muy importantes, son hasta divertidos para los expositores, pero es mejor tomar algunas decisión y discutir sobre sus resultados”. En 1988 la administración local de Berna acogió la idea y se crearon las primeras salas de consumo controlado. Hace treinta años comenzó una política pública que todavía hoy parece una osadía. Se recuperó el parque, se disminuyó la tasa de enfermedades contagiosas entre adictos, se disminuyó el sufrimiento, algunos consumidores encontraron salidas a la adicción.

El recelo y la polémica no terminaron. Huber dice que para la policía todos eran adictos, una misma etiqueta para consumidores y para quienes los atendían. También los funcionarios de los centros de consumo tenían sus prejuicios: “Cuando dije que iba a hablar con la policía el noventa por ciento de mis compañeros de trabajo quisieron vetarme, pensaban que me estaba vendiendo”, relata Jakob. Tres años más tarde policía y Contact trabajaban en una estrategia común. Los políticos en un primer momento se encendieron con posiciones encontradas frente a esa idea que se acercaba demasiado a los “parias”. Luego llegó el pragmatismo y la discusión sobre los detalles, los datos, la opinión de los médicos y los toxicólogos, la discusión sobre la práctica que pedía Huber.

Durante la administración de Gustavo Petro se implementaron en la capital colombiana 19 Centros de Atención Móviles a Drogodependientes (Camad). Intentaban algo similar a lo que se hizo en Berna a finales de los ochenta. Para muchos era un escándalo: “Ahora la alcaldía traba a los drogos”, decían los más intoxicados. En los foros internacionales Juan Manuel Santos proponía nuevos enfoques sobre la droga. La idea se quedó en los documentos. Petro intentaba una idea vieja con logros probados en varias ollas internacionales. Llegó Enrique Peñalosa y fue todo. “Yo no conozco que a una persona que consume sustancias sicoactivas haya que darle marihuana en la calle para que vaya dejando la marihuana. Al adicto físico hay que tratarlo en un hospital y ahí se le entregará lo que haya que entregarle”, dijo su secretario de salud demostrando ignorancia o charlatanería, un vicio al que seguro lo indujo su jefe.

Medellín tiene experiencia, recursos y estructura para ensayar soluciones más ambiciosas. Cosas buenas que mostrar con los Centro Día que atienden habitantes de calle, con las granjas del programa Somos Gente que dan opciones de tratamientos para rehabilitación. La ciudad invierte cerca de 40 000 millones de pesos cada año para atender a los peor atendidos. Sin embargo, valdría la pena ir un poco más allá de la motilada, el café, la oferta de redención. Valdría la pena un paneo bajando por la avenida De Greiff hasta la Minorista. La legión de desarrapados es amplia. Valdría la pena rasgar un poco esa estrategia. Un ejemplo lo deja claro. Medellín es la ciudad con mayor uso de heroína en Colombia. Un poco menos de 3 500 consumidores según un estudio publicado hace cuatro años por el CES. Y al mismo tiempo, la ciudad más hostil a los consumidores y más reacia y conservadora respecto a las políticas de reducción del daño. Una muestra perfecta de que las políticas de matoneo por parte de “convivires”, al estilo del presidente Duterte en Filipinas, y recelo por parte de la administración, no solo no disminuyen el consumo sino que alientan los problemas de salud y violencia. Tenemos instituciones con reconocimiento para trabajar en el tema como la Fundación La Luz y el Hospital Carisma. Valdría la pena sacar a la calle algunas ideas más allá de la medicación en el centro cerrado.

La ciudad con el mayor número de consumidores tiene la obligación de mover nuevas ideas, de intentar estrategias, de ser menos prejuiciosa y más innovadora y educada. La Minorista y sus alrededores no tienen las obligaciones institucionales de Kocher Park, pero pueden tener algunas puertas distintas contra el bazuco, la heroína y otras pócimas.UC

 

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