Un parque atípico en Berna fue el escenario
de uno de los primeros experimentos
gubernamentales para
tratar el consumo de drogas con menos
furia y menos policía, menos
miedo y menos cárcel. Kocher Park queda muy
cerca del centro administrativo de la ciudad. Tenía
que ser un parque ejemplar: florecido, coronado
por alguna fecha memorable, dispuesto
para el mantel y la mascota. Pero los consumidores
de heroína lo tomaron como trinchera contra
la represión policial. Compraban la droga en
los alrededores y tenían miedo de ser perseguidos
por la policía hasta su “sala de consumo” en
algún cuarto alquilado, un refugio de inquilinato
suizo. El parque se llenó de tugurios y los consumidores
de heroína ya eran apenas un poco
menos que los funcionarios de las luminosas oficinas
estatales de Berna. Allí se instaló el “mercado
público” de heroína y otras drogas. Hepatitis,
VIH, jeringas, desatine puro en un parque central
en Suiza. La opinión pública comenzó a pedir acciones
contra ese “cartucho”. Era claro que la represión
no había funcionado. Al contrario había
creado un ecosistema desconocido. La sociedad
estaba dispuesta a ensayar estrategias distintas,
a buscar caminos imposibles, a aceptar daños
menores a cambio de algo de libertad, respeto y
atención a los consumidores.
Jakob Huber fue el primero en notarlo. Por su
cuenta, con algunos aliados, comenzó a atender
a la población de esa burbuja zombi que todos temían.
Un poco de té, jeringas nuevas, gaseosas,
condones. Alguien que se acercaba sin pelarles
el diente. La estrategia de Contact, la organización
que lideraba Huber, formuló nuevas preguntas
para el debate público: ¿era legal proteger a
los consumidores, se incitaba al consumo, se podía
ir en contra de los mandatos legales, se buscaba
escriturar el parque a los drogadictos? La
discusión duró meses. Huber tiene una teoría que
es necesario poner en práctica: “Había que hacer
algo. Los simposios y conferencias sobre drogas
son muy importantes, son hasta divertidos para
los expositores, pero es mejor tomar algunas decisión
y discutir sobre sus resultados”. En 1988
la administración local de Berna acogió la idea
y se crearon las primeras salas de consumo controlado.
Hace treinta años comenzó una política
pública que todavía hoy parece una osadía. Se recuperó
el parque, se disminuyó la tasa de enfermedades
contagiosas entre adictos, se disminuyó
el sufrimiento, algunos consumidores encontraron
salidas a la adicción.
El recelo y la polémica no terminaron. Huber
dice que para la policía todos eran adictos, una
misma etiqueta para consumidores y para quienes
los atendían. También los funcionarios de los
centros de consumo tenían sus prejuicios: “Cuando
dije que iba a hablar con la policía el noventa
por ciento de mis compañeros de trabajo quisieron
vetarme, pensaban que me estaba vendiendo”, relata
Jakob. Tres años más tarde policía y Contact
trabajaban en una estrategia común. Los políticos
en un primer momento se encendieron con posiciones
encontradas frente a esa idea que se acercaba
demasiado a los “parias”. Luego llegó el pragmatismo
y la discusión sobre los detalles, los datos, la
opinión de los médicos y los toxicólogos, la discusión
sobre la práctica que pedía Huber.
Durante la administración de Gustavo Petro
se implementaron en la capital colombiana 19
Centros de Atención Móviles a Drogodependientes
(Camad). Intentaban algo similar a lo que se
hizo en Berna a finales de los ochenta. Para muchos
era un escándalo: “Ahora la alcaldía traba a
los drogos”, decían los más intoxicados. En los foros
internacionales Juan Manuel Santos proponía
nuevos enfoques sobre la droga. La idea se quedó
en los documentos. Petro intentaba una idea vieja
con logros probados en varias ollas internacionales.
Llegó Enrique Peñalosa y fue todo. “Yo no conozco
que a una persona que consume sustancias
sicoactivas haya que darle marihuana en la calle
para que vaya dejando la marihuana. Al adicto
físico hay que tratarlo en un hospital y ahí se le
entregará lo que haya que entregarle”, dijo su secretario
de salud demostrando ignorancia o charlatanería,
un vicio al que seguro lo indujo su jefe.
Medellín tiene experiencia, recursos y estructura
para ensayar soluciones más ambiciosas. Cosas
buenas que mostrar con los Centro Día que
atienden habitantes de calle, con las granjas del
programa Somos Gente que dan opciones de tratamientos
para rehabilitación. La ciudad invierte
cerca de 40 000 millones de pesos cada año para
atender a los peor atendidos. Sin embargo, valdría
la pena ir un poco más allá de la motilada, el café,
la oferta de redención. Valdría la pena un paneo
bajando por la avenida De Greiff hasta la Minorista.
La legión de desarrapados es amplia. Valdría
la pena rasgar un poco esa estrategia. Un ejemplo
lo deja claro. Medellín es la ciudad con mayor
uso de heroína en Colombia. Un poco menos de
3 500 consumidores según un estudio publicado
hace cuatro años por el CES. Y al mismo tiempo,
la ciudad más hostil a los consumidores y más reacia
y conservadora respecto a las políticas de reducción
del daño. Una muestra perfecta de que las
políticas de matoneo por parte de “convivires”, al
estilo del presidente Duterte en Filipinas, y recelo
por parte de la administración, no solo no disminuyen
el consumo sino que alientan los problemas
de salud y violencia. Tenemos instituciones con
reconocimiento para trabajar en el tema como la
Fundación La Luz y el Hospital Carisma. Valdría
la pena sacar a la calle algunas ideas más allá de la
medicación en el centro cerrado.
La ciudad con el mayor número de consumidores
tiene la obligación de mover nuevas ideas,
de intentar estrategias, de ser menos prejuiciosa
y más innovadora y educada. La Minorista y sus
alrededores no tienen las obligaciones institucionales
de Kocher Park, pero pueden tener algunas
puertas distintas contra el bazuco, la heroína y
otras pócimas.