No más dulces para mí
Tenía ocho años cuando uno de mis tíos se suicidó. Estaba con mi mamá haciendo una tarea y me dijo que debíamos ir a recoger a mi papá a la casa de mis abuelos. Salí con ella en el carro. Me gustaba mirar la ciudad de noche y leer las placas de los automóviles.
La casa de mis abuelos era una finca grande, con un jardín frondoso y verde, en plena avenida El Poblado. En las tardes, yo salía con mi abuela y una canasta a recoger anturios e icacos. También había árboles de granadas, pomas y varios naranjos. Podía pasar horas caminando por entre los árboles, me sentía como Caperucita Roja, aunque sin la amenaza del lobo. Después de recoger flores entraba a la casa, y Cándida, la empleada, me preparaba una avena y unas galletas de soda con mantequilla. Me sentaba al lado de mi abuela, quien siempre estaba en su silla mecedora, tejiendo, y nos contábamos historias. Ella oía muy atenta todas mis peripecias infantiles: le hablaba de mis amigas del colegio, María Mercedes y Carolina; le contaba que jugábamos a las muñecas en la casa de Mercedes, pues de las tres, era la que más juguetes tenía.
La entrada de la finca era una puerta verde que se abría con un control remoto. Esa noche, cuando llegamos, ya estaba abierta. Al fondo de los rieles que llevaban a la entrada de la casa se veían luces de una sirena. Mi mamá gritó: “¡Alguien se murió!”. Yo no entendí qué ocurría hasta que vi a mi papá venir corriendo hacia el carro, se acercó a la ventana y nos dijo: “Gustavito se mató”.
Mi tío era un hombre huraño y cascarrabias. Se mantenía encerrado en su habitación leyendo revistas, y conversando con una amiga. La única que tuvo. Eso decía mi papá. Siempre me regalaba dulces. Yo le tenía un poco de miedo, pues se mantenía con el ceño fruncido y era muy callado; pero se me hacía un juego divertidísimo cuando él me daba una bolsa con confites y me sobaba la cabeza. Entre ambos existía un pacto de silencio. Cada vez que yo llegaba, él salía de su habitación y me llamaba, yo con un poco de nervios y de ansiedad iba hasta la puerta de su cuarto y me reía. Me decía que escogiera los confites que quisiera. Estaban siempre en un mueble pequeño de madera que tenía al lado izquierdo de su cama. Al entrar allí me sentía como en la fábrica de Willy Wonka. Al terminar de seleccionar los dulces, pensaba: “No es tan bravo”, le daba las gracias y corría de nuevo al salón donde estaba el televisor y me pasaba horas allí, observando a mi abuelo, quien no se movía ni hablaba.
Días antes de la muerte de mi tío, yo estaba jugando en el comedor de la casa de mis abuelos. Subía y bajaba tres escalones que separaban el hall principal de la puerta de la cocina, como si estuviera saltando en una rayuela. Mi tío estaba comiendo en una mesa auxiliar del comedor y me gritó:
—¡Deje de hacer ruido, por favor!
Lo miré enfurecida, con los labios apretados y el ceño fruncido igual al de su rostro, y me senté en un escalón, con los brazos cruzados a esperar a que mis padres llegaran por mí. Sé que él se sintió mal. Terminó de comer y me dijo:
—¿Quiere dulces?
—¡No!
Él se encogió de hombros y se fue a su habitación. Yo lo observé hasta que se perdió en el pasillo y entró a su cueva. Me quedé pensando en los dulces y sentí pena por él. Cuando murió le pedí a mi papá que me llevara a su alcoba. Él me tomó de la mano y nos paramos en el marco de la puerta a mirar. Ya no había golosinas ni revistas. El clóset estaba vacío. Solo quedaba la cama con dos almohadas y un tendido de rayas amarillas.
—Papi, ¿por qué el tío no quiso vivir más? —le pregunté con la voz quebrada.
—No entendió la vida, hija. Afortunadamente se fue sin hacerle daño a nadie.
A mí se me salió una lágrima. Mi papá me dio un beso en la mejilla, me limpió la lágrima y me jaló de la muñeca para que regresáramos al salón principal. Pensé en los dulces que le rechacé, mientras caminaba con mi padre por ese mismo pasillo en el que días antes había visto por última vez a mi tío Gustavo.