Número 96, mayo 2018

Dos cuentos de Amalia Uribe
Ilustración: Mónica Betancourt

Ilustración:Mónica Betancourt

Banda sonora

A mi madre le gustaba tomar. Todos los días al final de la tarde, mientras yo estaba en el escritorio de mi habitación haciendo una tarea, se servía su vaso de hielo y lo adornaba con algo de whisky o vodka. No me gustaba el sonido de la nevera cuando le sacaban hielo. Lo escuchaba todos los días a la misma hora. Un ruido horrible que me producía un dolor en el estómago y más arriba, que me hacía sentir enferma sin saber por qué. Hoy todavía lo siento. Creo que los dolores se vuelven parte de uno. Con el tiempo aprendemos a reconocerlos e incluso los invitamos a pasar y les ofrecemos algo de tomar. Como a esas visitas que no queremos recibir, pero nos toca, por educación y prudencia. Y así se hacen más llevaderos o, al menos, ya no nos sorprenden. Son algo que no se lleva con orgullo, que no nos define, pero que entendemos. Me demoré mucho tiempo en aprender a conocerlo, a saludar este dolor de estómago que me quema. No era el hielo, no era la nevera. Se me hacía injusto soportar todos los días el mismo ritual. Tener que cerrar la puerta y poner música a todo volumen para no escuchar el vaso reposar en la mesa luego de haberlo levantado. No asumía la idea de que esa era mi vida. Esos, mis padres. A quienes no podía acudir después de ciertas horas de la noche, porque no los encontraba. Su sueño era profundo y pesado. Sus sentidos disminuían y, por supuesto, su capacidad de reacción. Muchas tardes busqué en ellos un consejo, una palabra de aliento, y lo único que encontré fueron sonrisas torpes, palabras mal pronunciadas, ojos cerrados como queriendo dejar este mundo y sus problemas. Sentía que no les importaba. Por eso mi lucha estaba en mi habitación, intentando comprender por qué había nacido si yo ni siquiera lo había pedido. Día tras día, hielo tras hielo. En esa casa todos vivíamos embriagados.

Sin embargo, mi madre disfrutaba la bebida, pues la consolaba. Tenía una aliada. Yo, en cambio, estaba sola, y cada que vez que escuchaba el hielo crujir al hacer contacto con el líquido, sentía rabia. Me tomaba un veneno. Cada día, a la misma hora, yo odiaba: a la vida, a mis padres, a mis abuelos. A todo lo que alguna vez hubiera tenido que alinearse en el universo para que yo naciera. Y aunque mi papá también bebía, sus tragos no hacían ruido. Para sentir su ebriedad tenía que verlo, y yo lo evadía. Bastaba con cerrar la puerta y esperar a que amaneciera. Pero las noches, las noches son muy largas.

No más dulces para mí

Tenía ocho años cuando uno de mis tíos se suicidó. Estaba con mi mamá haciendo una tarea y me dijo que debíamos ir a recoger a mi papá a la casa de mis abuelos. Salí con ella en el carro. Me gustaba mirar la ciudad de noche y leer las placas de los automóviles.

La casa de mis abuelos era una finca grande, con un jardín frondoso y verde, en plena avenida El Poblado. En las tardes, yo salía con mi abuela y una canasta a recoger anturios e icacos. También había árboles de granadas, pomas y varios naranjos. Podía pasar horas caminando por entre los árboles, me sentía como Caperucita Roja, aunque sin la amenaza del lobo. Después de recoger flores entraba a la casa, y Cándida, la empleada, me preparaba una avena y unas galletas de soda con mantequilla. Me sentaba al lado de mi abuela, quien siempre estaba en su silla mecedora, tejiendo, y nos contábamos historias. Ella oía muy atenta todas mis peripecias infantiles: le hablaba de mis amigas del colegio, María Mercedes y Carolina; le contaba que jugábamos a las muñecas en la casa de Mercedes, pues de las tres, era la que más juguetes tenía.

La entrada de la finca era una puerta verde que se abría con un control remoto. Esa noche, cuando llegamos, ya estaba abierta. Al fondo de los rieles que llevaban a la entrada de la casa se veían luces de una sirena. Mi mamá gritó: “¡Alguien se murió!”. Yo no entendí qué ocurría hasta que vi a mi papá venir corriendo hacia el carro, se acercó a la ventana y nos dijo: “Gustavito se mató”.

Mi tío era un hombre huraño y cascarrabias. Se mantenía encerrado en su habitación leyendo revistas, y conversando con una amiga. La única que tuvo. Eso decía mi papá. Siempre me regalaba dulces. Yo le tenía un poco de miedo, pues se mantenía con el ceño fruncido y era muy callado; pero se me hacía un juego divertidísimo cuando él me daba una bolsa con confites y me sobaba la cabeza. Entre ambos existía un pacto de silencio. Cada vez que yo llegaba, él salía de su habitación y me llamaba, yo con un poco de nervios y de ansiedad iba hasta la puerta de su cuarto y me reía. Me decía que escogiera los confites que quisiera. Estaban siempre en un mueble pequeño de madera que tenía al lado izquierdo de su cama. Al entrar allí me sentía como en la fábrica de Willy Wonka. Al terminar de seleccionar los dulces, pensaba: “No es tan bravo”, le daba las gracias y corría de nuevo al salón donde estaba el televisor y me pasaba horas allí, observando a mi abuelo, quien no se movía ni hablaba.

Días antes de la muerte de mi tío, yo estaba jugando en el comedor de la casa de mis abuelos. Subía y bajaba tres escalones que separaban el hall principal de la puerta de la cocina, como si estuviera saltando en una rayuela. Mi tío estaba comiendo en una mesa auxiliar del comedor y me gritó:
—¡Deje de hacer ruido, por favor!
Lo miré enfurecida, con los labios apretados y el ceño fruncido igual al de su rostro, y me senté en un escalón, con los brazos cruzados a esperar a que mis padres llegaran por mí. Sé que él se sintió mal. Terminó de comer y me dijo:
—¿Quiere dulces?
—¡No!
Él se encogió de hombros y se fue a su habitación. Yo lo observé hasta que se perdió en el pasillo y entró a su cueva. Me quedé pensando en los dulces y sentí pena por él. Cuando murió le pedí a mi papá que me llevara a su alcoba. Él me tomó de la mano y nos paramos en el marco de la puerta a mirar. Ya no había golosinas ni revistas. El clóset estaba vacío. Solo quedaba la cama con dos almohadas y un tendido de rayas amarillas.

—Papi, ¿por qué el tío no quiso vivir más? —le pregunté con la voz quebrada.
—No entendió la vida, hija. Afortunadamente se fue sin hacerle daño a nadie.

A mí se me salió una lágrima. Mi papá me dio un beso en la mejilla, me limpió la lágrima y me jaló de la muñeca para que regresáramos al salón principal. Pensé en los dulces que le rechacé, mientras caminaba con mi padre por ese mismo pasillo en el que días antes había visto por última vez a mi tío Gustavo. UC

blog comments powered by Disqus