Casi todos los nadaístas tuvimos
que irnos de Medellín,
cansados de hostilidades,
y obligados por la inopia y
la falta de sentido que es la
peor de todas las enfermedades del espíritu.
La ciudad nos quedaba como un
vestido estrecho. Unos pocos se quedaron.
Y acabaron ricos y gordos, rindiendo
culto al aguacate litúrgico de cada
día, y fieles a su lectura meridiana de El
Colombiano, en medio de las estridencias
de Montecristo que infestaba el medio
ambiente desde todos los radios de
la parroquia a la hora de la siesta. O alcoholizados,
durmiendo en los portales
de las casas de la gente bien, como Dariolemos.
Yo tenía diecisiete años cuando
tomé la decisión de partir. Me llevé
un trío de camisas en una bolsa de papel,
dos mudas, mudas, de ropa interior,
y una caja de libros que a veces vomitaba
toda su erudición en las estaciones de
buses en un derroche de carátulas. También
cargaba, en la billetera famélica, la
fotografía de una muchacha con su teléfono
al respaldo —jamás la llamé— y
la de mi bisabuelo Aquilino Ochoa, uno
que tenía fincas por el Cauca, y vivió por
los lados del Camellón de Guanteros antes
de irse a vivir a Envigado con Rafaela
su mujer, que llevaba el nombre del famoso
hoyo frente al cual habrían de levantar
la cárcel de La Ladera, versión
comprimida del infierno católico. Y cuyos
callejones habitamos los nadaístas
por distintas clases de injusticias.
Suena hondo y significativo. Y también
sabía a mierda. Sobre todo cuando
el aire de exilado, los huesos a la vista
y los zapatos rotos, me hacía digno
del interés de la policía. Todas las ciudades
tienen los calabozos que se merecen.
En Colombia todos son similares.
Húmedos y grises, huelen a lo que huele
en todas partes el cisco del orden, sobre
todo en las naciones pobres, acostumbradas
a revolcarse en las heces. Una
tarde, un viejo anarquista español me
dijo en Cartagena: Yo he recibido garrotazos
de la policía socialista y de la
capitalista, y duele igual. Y a mí me fue
lo mismo bajo los gobiernos conservadores
y los liberales en mi errancia. Yo
soy el que siempre soporta. El que paga
el pato y los platos rotos. Mientras resista
el asedio, todo está justificado, la
politiquería, las corruptelas y las grandes
palabras que nos engolosinan. Desde
los quince años hasta hoy tuve que
trabajar para vivir, reducido al perverso
mandato del dios judío de ganar
el pan con el sudor de la frente, cuando
no se puede con el sudor del de enfrente.
Y a pagar ivas y peajes. Todos
nacemos iguales ante los peajes dice la
nueva carta de los derechos del hombre
y del ciudadano. Y que solo hay dos cosas
ineluctables. Los impuestos y la muerte.
Cualquiera sea el rumbo que tomes
la mano menesterosa de una muchacha
de mínimo y caseta se extenderá hacia
ti, sonriendo. No sé por qué me simpatizan
tanto las muchachas de los peajes.
Ni por qué me dan tantas ganas de que
haya un incendio serio en la gerencia.
Traté de olvidarme de Medellín, rodando
como un muerto por los suburbios
de Mocoa con un viejo exnazi que
se interesaba en el nadaísmo desde que
su hija, habida con una india, le habló
del asunto. Y rodé por los barrios de pobres
de Popayán llenos de piojos y por
los de Barranquilla llenos de cucarachas
del tamaño de castañuelas en los
marcos de las puertas de los servicios.
Viví en los tugurios de los jipis de Taganga,
con collares de colmillos de tiburones,
y en las guaridas de los artistas
izquierdosos, más que izquierdizantes
de Bogotá, titiriteros que mimaban la
revolución bolchevique con muñecos de
paño prensado, dramaturgos lectores
de Mao que montaban historias del grotesco
con arzobispos priápicos hechos
con cajas de pollos pegadas con cola de
carpintero o con la famosa pez griega
que hiede a clásico.
Pero la lejanía siempre me pareció
amarga. Desde el principio supe, o intuí,
que detrás del rencor por la ciudad
guardaba reprimido un amor narcisista
porque la ciudad y yo éramos la misma
cosa. Un amigo mío dijo que los hombres
hacen las ciudades. Pero las ciudades
también crean a los hombres.
Marcial es Roma y Baudelaire es París
y Henry Miller, Manhattan. Gonzalo
Arango escribió un texto dedicado a
Medellín, que es la descripción del parto
de un juglar por una ciudad inclemente
de carácter fenicio.
Desde el principio albergué la corazonada
de que me iba a ser imposible olvidar
del todo a Medellín, por lejos que
me fuera, por profundamente dormido
que me quedara, y nunca dejé de añorarla
un día, desde cuando me fui, prometiéndome
no volver. Pero siempre
volvemos, supongo. Y en efecto, un día
inesperado, cuando pensaba que por
fin estaba libre de mis recuerdos de esa
ciudad entre ancones, me vi volviendo,
menos pobre de lo que me fui, aunque
más viejo, pero no vencido, incitado
por una amiga interesada en conocer los
escenarios de los años de mi crecimiento,
de mis primeros poemas escritos en
las cantinas, de mi romance frustrado
con la muchacha de la fotografía de
la billetera que jamás llamé. Nos alojamos
en un Hotel Nutibara ya decadente,
simbólico de un pasado aplastado, y mi
amiga no quiso creerme que en mi adolescencia
había sido el símbolo del lujo
internacional en la ciudad de eterna primavera
como era llamada la aldea en la
folletería turística. Cómo me dolió ver
las grietas del granito del piso. Cómo
me parecieron de cómicos, por anacrónicos,
los lavamanos monópodos, los
mismos de las películas de Gary Cooper.
Y las cortinas pasadas de moda. Y
las pantallas art déco de los bombillos tísicos.
Entonces no habían sembrado los
fantasmas de Botero en la plazuela, nubes
embutidas en cascarones de bronce,
entre las palmas del desierto africano
Desamores urbanos
según los historiadores con ínfulas botánicas.
Ni había metro. Por las calles
rodaban los mismos buses de siempre,
chirriantes, resignados, a punto del retiro.
Recuerdo que estuve mirando por la
ventana la ciudad atareada del atardecer.
Y que el Centro me pareció invadido
por una pobreza nueva, por los horrores
de la democracia industrial. Lleno
de miedo dudé si a mi amiga iban a parecerle
anodinos esos lugares de los que
tanto le había hablado con ira y amoroso
entusiasmo, en donde nació el nadaísmo.
Y el cielo era más azul, o los ojos
estaban más limpios, y el olor de las orquídeas
de las ceibas de los parques y las
avenidas se imponía por sobre los tufos
de la gasolina quemada. Le dije. Mientras
ella me miraba con ojos incrédulos
encrespados por el batir de sus pestañas
postizas. Fue, le dije, cuando me convertí
con Dariolemos en un cazador de colegialas.
Empeñados en arrebatarles las
mejores presas del naciente conurbano
a los diablos insulsos importados por las
monjas europeas de los colegios de señoritas.
Dariolemos era entonces para mí
más que un hermano. Aunque después
nos separamos porque debíamos cultivar
cada uno su propio fracaso. Él había
identificado el éxito del suyo con el sacrificio.
Yo elegí, quién sabe, el cinismo
del escritor. Y el matrimonio burgués repetitivo.
Y las rastrojeras donde vivo.
Aquí estuvo un hombre que fue mi
tío. Hablaba en sánscrito solo, porque
con quién más. Y lo mató un rayo. Allá
había una escuela de ciegos donde sonaba
una dulzaina a todas horas. Allí hubo
un parque donde por las noches rondaba
un búho blanco. Ese muñón es lo que
sobrevive de la casa de Dora Echavarría
de patios celestes, una que pintaba incesantes
retratos de Carlos Gardel. Eso fue
un teatro de películas italianas a donde
nos escapábamos los colegiales del colegio
de Nicolás Gaviria, situado en la
plazuela de San Ignacio, cuando capábamos
clase. Ese ventorrillo de sombreros
folclóricos fue el lugar de encuentro de
la bohemia literaria de los años sesenta.
Y allí, en las afueras de El Poblado, vendían
una oreja de cerdo sudada con yuca
que era una gloria que se perdieron los
judíos y los mahometanos. Pero no los
intelectuales de la ciudad que asistían
a los rituales de la fritanguería de madrugada,
hablando de Freud y de marxismos
hasta por los codos chorreando
homéricas mantecas. Y aquella fue mi
casa, donde está ese edificio. Y allí fue
donde mataron al Ñato Montoya, el detective
estrella de la municipalidad que
cojeaba de su pierna de platino…
Todo un día gastamos mi amiga y
yo en la fantasía de recuperar un pasado
a partir de unos vestigios y de las palabras
desprestigiadas de la nostalgia.
Y yo temí que mi amiga me tuviera por
un miserable embustero. Mientras yo
hablaba mi paja sobre unos puñados de
polvo. Mi historia personal de Medellín
está definida por el desastre de la avenida
Oriental que rompió el Centro de
mis amores sin compasión, por arriba,
las viejas calles de Tomás Carrasquilla,
donde vivieron Beatriz González, y Rocío
Guzmán, y Cecilia Gutiérrez, de cejas
esponjosas, la hija del más brillante
de nuestros burócratas internacionales
de entonces; y que completó por abajo el
tren urbano corriendo por donde no debía.
Es un rancio reproche: hubiera debido
ir paralelo al río de siempre, adonde
cuando yo estaba aprendiendo las primeras
letras acudían bandadas de patos
canadienses con las primeras alas
de las ganas de irse. En vez de irrumpir
por las plazas, imponiendo sus elefantiásicas
patas de concreto por entre las
tiendas de abarrotes y las ferreterías de
Bolívar y Carabobo. Pero es también una
vieja ley que la usura casi siempre triunfa
sobre la poesía. Y que una cosa es el
mercado de la tierra y otra la fatuidad de
los sueños perdidos que ocupan los ocios
flemáticos de algunos maricones geniales
como Marcel Proust.
Medellín es hoy, en el canon de las
imágenes de la película de mi interioridad,
una cicatriz de concreto y una fábula
convenida para no matarme en la
bancarrota de los sueños y los empeños.
Quise mostrarle a mi amiga los fondos
nocturnos de la aldea de mi invención
entrañable, el Guayaquil de mis primeros
tragos atroces y mi primer polvo con
una prostituta negra de Puerto Berrío
que tenía mis mismos dieciocho años.
Pero habían convertido el sector en
guaridas de burócratas y el pedazo aún
insistente de las cantinas de tangos había
perdido la gracia. Ya no eran las de
mis atracadores artesanales de puñaleta
española, mis marihuaneros de antes
en las nubes, y mis coperas de popas llenas
de majestad y meneos que nos trataban
con el cariño de una madre. Ahora
pienso que en aquellas disoluciones hicimos
más una vida de ascesis que una
pecaminosa. El cuerpo es para gastarlo,
decíamos. Y en el exceso nos empleamos.
En el insomnio y el hambre
voluntarios. Por fortuna aún existía la
plazuela de San Ignacio y el paraninfo
donde los nadaístas, como mi amiga
sabía, hicimos nuestro primer acto público
quemando los libros del colegio,
y saboteamos un congreso de intelectuales
católicos con chorros de asafétida,
y don Gonzalo Arango pronunció
esa conferencia memorable que estuvo
a punto de reventar el paraninfo y que
llamó, El Che Guevara se cagó en Bolivia.
Esto evitó que perdiera la fe en mí.
Y existía Versalles, aunque me pareció
estrecho, distinto del que yo recordaba
y le había contado, ahora olía a churrasco
y sebo y los clientes que yo esperaba
ver y presentarle, se habían trasteado
con sus hipocondrías al cementerio y
los viejos meseros se habían jubilado y
el patrón, Leonardo, estaba por cumplir
ochenta años. El Metropol, en cambio,
al frente, estaba convertido en un
amontonamiento de restaurantes populares.
Y me fue imposible escuchar esa
carambola a las dos de la madrugada
que Gonzaloarango convirtió en la metáfora
del nadaísta de corazón de voltio
en el parabrisas de un Volkswagen.
Cómo no amar una ciudad a la que
uno le besó las bocas de las alcantarillas.
Donde uno descubrió al mismo
tiempo el envilecimiento y la gloria de
vivir. A la que exploró morbosamente
los recovecos de los prostíbulos de la calle
Amador abajo, perfumados de aguas
baratas, y las guaridas de los primeros
transexuales de tetas de algodón quirúrgico
a falta de silicona, que vivían
entre espejos con festones rosados, y
exornados con las fotografías de las ratas
de las ventosas recortadas de un
periódico, y de los policías que las golpeaban
en las batidas del amanecer.
Amílcar Osorio escribió unos hermosos
relatos sobre el Medellín que yo trataba
de hacerle creíble a mi amiga. Los
leímos. Relatos de la vacuidad de la vida
urbana encarnada en los adolescentes
de la clase media, jazz y bombones, mocasines
y medias de rombos y cabellera
engominada. Y los diálogos hueros del
aburrimiento, llenos del laconismo del
cansancio prematuro. La literatura que
el nadaísmo fracasó en imponer. Porque
por alguna razón las cosas de la literatura
nacional derivaron hacia el
nuevo regionalismo garciamarcezco, carrasquillismo
con un toque de Francia
y joycismos destroncados de los relatos
de Faulkner y las extrañezas de Kafka. Y
las crónicas de la miseria que siguieron,
pornografía de la autocompasión. Fútbol,
narcotraficantes, y la vida del barrio
proletario. Y lo que algún chistoso llamó
con ligereza nuestra sicaresca.
Conocí a Jaime Espinel, llamado
Barquillo, en los salones de billares de
Junín antes del nadaísmo y nos quisimos
mal siempre pero siempre con una
lealtad que nos permitió tratarnos con
cariño hasta hoy. No importa si él está
muerto comparado conmigo. Y me demoré
en apreciar el trabajo literario de
ese campeón de las mentiras, que acaballado
en la soledad de los huérfanos
tempranos inventó una ciudad arrebatándoles
a sus amigos sus recuerdos
para vestirlos desvergonzadamente
como propios, incluidas las tías violinistas
que cantaban como arrendajos y los
primos que retaron a Manolete, pues todos
tuvimos uno. Tal vez, me digo ahora,
su Medellín es irrefutable. Y dudo si
esos recuerdos que me robó le pertenecen
con tanto derecho como a mí. Aunque
los haya traspuesto en una prosa
desbocada que tiene el sabor del primer
Cabrera Infante de los tristes tigres.
Una vez de niño, mirando una de
esas cajas de fotografías de muertos
que guardaba mamá, encontramos la
del puente que hubo en La Playa con El
Palo, y le hablé de mi recuerdo de la pequeña
obra y sus balaustres y de las flores
de una matera y de una ceiba. Y ella
me dijo que no podía acordarme porque
cuando nací ya habían tumbado el
puente. Pero no es imposible que uno
nazca con muchos recuerdos puestos
por los ojos de la madre en el cerebro incipiente.
Es sabido que las mujeres nacen
con el paquete de los hijos futuros
bien implantado en los órganos frescos,
óvulo por óvulo. Y tampoco es imposible
que mi amiga, ahora muerta, haya
tenido que responder ante el tribunal
del supremo juez del último balance,
por esos recuerdos míos, incluso los que
creyó falsos, espurios, fabricados con la
secreta intención de enamorarla. O de
decepcionarla. Para que olvidara la idea
peregrina de que debíamos casarnos.
Otro día me gustaría hablar del padre
Núñez, que vivía en la plazuela de
San Ignacio. Y que hacía de censor de
mis libros, que vigilaba mi padre. Y que
de libro en libro que me quitó por inadecuado
debió conformar una biblioteca
más que modesta. Muchos años después
volví a encontrarme con Eduardo Núñez
en la autobiografía de García Márquez.
Y era un Núñez mucho más joven. Por
raro que parezca. O porque el tiempo de
los recuerdos es multimensional como
la vida misma.