Número 96, mayo 2018

 

Eduardo Escobar es nuestro primer escritor invitado a las Conversaciones desde
San Ignacio, un proyecto de Comfama y Universo Centro para contar viejas y nuevas historias de la plazuela y sus alrededores. Lo acompaña la tinta de Daniel Gómez.

 

 

 

Desamores urbanos
Eduardo Escobar.
Ilustración: Daniel Gómez

Desamores Urbanos, Eduardo Escobar
 

Casi todos los nadaístas tuvimos que irnos de Medellín, cansados de hostilidades, y obligados por la inopia y la falta de sentido que es la peor de todas las enfermedades del espíritu. La ciudad nos quedaba como un vestido estrecho. Unos pocos se quedaron. Y acabaron ricos y gordos, rindiendo culto al aguacate litúrgico de cada día, y fieles a su lectura meridiana de El Colombiano, en medio de las estridencias de Montecristo que infestaba el medio ambiente desde todos los radios de la parroquia a la hora de la siesta. O alcoholizados, durmiendo en los portales de las casas de la gente bien, como Dariolemos. Yo tenía diecisiete años cuando tomé la decisión de partir. Me llevé un trío de camisas en una bolsa de papel, dos mudas, mudas, de ropa interior, y una caja de libros que a veces vomitaba toda su erudición en las estaciones de buses en un derroche de carátulas. También cargaba, en la billetera famélica, la fotografía de una muchacha con su teléfono al respaldo —jamás la llamé— y la de mi bisabuelo Aquilino Ochoa, uno que tenía fincas por el Cauca, y vivió por los lados del Camellón de Guanteros antes de irse a vivir a Envigado con Rafaela su mujer, que llevaba el nombre del famoso hoyo frente al cual habrían de levantar la cárcel de La Ladera, versión comprimida del infierno católico. Y cuyos callejones habitamos los nadaístas por distintas clases de injusticias.

Suena hondo y significativo. Y también sabía a mierda. Sobre todo cuando el aire de exilado, los huesos a la vista y los zapatos rotos, me hacía digno del interés de la policía. Todas las ciudades tienen los calabozos que se merecen. En Colombia todos son similares. Húmedos y grises, huelen a lo que huele en todas partes el cisco del orden, sobre todo en las naciones pobres, acostumbradas a revolcarse en las heces. Una tarde, un viejo anarquista español me dijo en Cartagena: Yo he recibido garrotazos de la policía socialista y de la capitalista, y duele igual. Y a mí me fue lo mismo bajo los gobiernos conservadores y los liberales en mi errancia. Yo soy el que siempre soporta. El que paga el pato y los platos rotos. Mientras resista el asedio, todo está justificado, la politiquería, las corruptelas y las grandes palabras que nos engolosinan. Desde los quince años hasta hoy tuve que trabajar para vivir, reducido al perverso mandato del dios judío de ganar el pan con el sudor de la frente, cuando no se puede con el sudor del de enfrente. Y a pagar ivas y peajes. Todos nacemos iguales ante los peajes dice la nueva carta de los derechos del hombre y del ciudadano. Y que solo hay dos cosas ineluctables. Los impuestos y la muerte. Cualquiera sea el rumbo que tomes la mano menesterosa de una muchacha de mínimo y caseta se extenderá hacia ti, sonriendo. No sé por qué me simpatizan tanto las muchachas de los peajes. Ni por qué me dan tantas ganas de que haya un incendio serio en la gerencia.

Traté de olvidarme de Medellín, rodando como un muerto por los suburbios de Mocoa con un viejo exnazi que se interesaba en el nadaísmo desde que su hija, habida con una india, le habló del asunto. Y rodé por los barrios de pobres de Popayán llenos de piojos y por los de Barranquilla llenos de cucarachas del tamaño de castañuelas en los marcos de las puertas de los servicios. Viví en los tugurios de los jipis de Taganga, con collares de colmillos de tiburones, y en las guaridas de los artistas izquierdosos, más que izquierdizantes de Bogotá, titiriteros que mimaban la revolución bolchevique con muñecos de paño prensado, dramaturgos lectores de Mao que montaban historias del grotesco con arzobispos priápicos hechos con cajas de pollos pegadas con cola de carpintero o con la famosa pez griega que hiede a clásico.

Pero la lejanía siempre me pareció amarga. Desde el principio supe, o intuí, que detrás del rencor por la ciudad guardaba reprimido un amor narcisista porque la ciudad y yo éramos la misma cosa. Un amigo mío dijo que los hombres hacen las ciudades. Pero las ciudades también crean a los hombres. Marcial es Roma y Baudelaire es París y Henry Miller, Manhattan. Gonzalo Arango escribió un texto dedicado a Medellín, que es la descripción del parto de un juglar por una ciudad inclemente de carácter fenicio.

Desde el principio albergué la corazonada de que me iba a ser imposible olvidar del todo a Medellín, por lejos que me fuera, por profundamente dormido que me quedara, y nunca dejé de añorarla un día, desde cuando me fui, prometiéndome no volver. Pero siempre volvemos, supongo. Y en efecto, un día inesperado, cuando pensaba que por fin estaba libre de mis recuerdos de esa ciudad entre ancones, me vi volviendo, menos pobre de lo que me fui, aunque más viejo, pero no vencido, incitado por una amiga interesada en conocer los escenarios de los años de mi crecimiento, de mis primeros poemas escritos en las cantinas, de mi romance frustrado con la muchacha de la fotografía de la billetera que jamás llamé. Nos alojamos en un Hotel Nutibara ya decadente, simbólico de un pasado aplastado, y mi amiga no quiso creerme que en mi adolescencia había sido el símbolo del lujo internacional en la ciudad de eterna primavera como era llamada la aldea en la folletería turística. Cómo me dolió ver las grietas del granito del piso. Cómo me parecieron de cómicos, por anacrónicos, los lavamanos monópodos, los mismos de las películas de Gary Cooper. Y las cortinas pasadas de moda. Y las pantallas art déco de los bombillos tísicos. Entonces no habían sembrado los fantasmas de Botero en la plazuela, nubes embutidas en cascarones de bronce, entre las palmas del desierto africano Desamores urbanos según los historiadores con ínfulas botánicas. Ni había metro. Por las calles rodaban los mismos buses de siempre, chirriantes, resignados, a punto del retiro. Recuerdo que estuve mirando por la ventana la ciudad atareada del atardecer. Y que el Centro me pareció invadido por una pobreza nueva, por los horrores de la democracia industrial. Lleno de miedo dudé si a mi amiga iban a parecerle anodinos esos lugares de los que tanto le había hablado con ira y amoroso entusiasmo, en donde nació el nadaísmo. Y el cielo era más azul, o los ojos estaban más limpios, y el olor de las orquídeas de las ceibas de los parques y las avenidas se imponía por sobre los tufos de la gasolina quemada. Le dije. Mientras ella me miraba con ojos incrédulos encrespados por el batir de sus pestañas postizas. Fue, le dije, cuando me convertí con Dariolemos en un cazador de colegialas. Empeñados en arrebatarles las mejores presas del naciente conurbano a los diablos insulsos importados por las monjas europeas de los colegios de señoritas. Dariolemos era entonces para mí más que un hermano. Aunque después nos separamos porque debíamos cultivar cada uno su propio fracaso. Él había identificado el éxito del suyo con el sacrificio. Yo elegí, quién sabe, el cinismo del escritor. Y el matrimonio burgués repetitivo. Y las rastrojeras donde vivo.

Aquí estuvo un hombre que fue mi tío. Hablaba en sánscrito solo, porque con quién más. Y lo mató un rayo. Allá había una escuela de ciegos donde sonaba una dulzaina a todas horas. Allí hubo un parque donde por las noches rondaba un búho blanco. Ese muñón es lo que sobrevive de la casa de Dora Echavarría de patios celestes, una que pintaba incesantes retratos de Carlos Gardel. Eso fue un teatro de películas italianas a donde nos escapábamos los colegiales del colegio de Nicolás Gaviria, situado en la plazuela de San Ignacio, cuando capábamos clase. Ese ventorrillo de sombreros folclóricos fue el lugar de encuentro de la bohemia literaria de los años sesenta. Y allí, en las afueras de El Poblado, vendían una oreja de cerdo sudada con yuca que era una gloria que se perdieron los judíos y los mahometanos. Pero no los intelectuales de la ciudad que asistían a los rituales de la fritanguería de madrugada, hablando de Freud y de marxismos hasta por los codos chorreando homéricas mantecas. Y aquella fue mi casa, donde está ese edificio. Y allí fue donde mataron al Ñato Montoya, el detective estrella de la municipalidad que cojeaba de su pierna de platino…

Desamores Urbanos 

Todo un día gastamos mi amiga y yo en la fantasía de recuperar un pasado a partir de unos vestigios y de las palabras desprestigiadas de la nostalgia. Y yo temí que mi amiga me tuviera por un miserable embustero. Mientras yo hablaba mi paja sobre unos puñados de polvo. Mi historia personal de Medellín está definida por el desastre de la avenida Oriental que rompió el Centro de mis amores sin compasión, por arriba, las viejas calles de Tomás Carrasquilla, donde vivieron Beatriz González, y Rocío Guzmán, y Cecilia Gutiérrez, de cejas esponjosas, la hija del más brillante de nuestros burócratas internacionales de entonces; y que completó por abajo el tren urbano corriendo por donde no debía. Es un rancio reproche: hubiera debido ir paralelo al río de siempre, adonde cuando yo estaba aprendiendo las primeras letras acudían bandadas de patos canadienses con las primeras alas de las ganas de irse. En vez de irrumpir por las plazas, imponiendo sus elefantiásicas patas de concreto por entre las tiendas de abarrotes y las ferreterías de Bolívar y Carabobo. Pero es también una vieja ley que la usura casi siempre triunfa sobre la poesía. Y que una cosa es el mercado de la tierra y otra la fatuidad de los sueños perdidos que ocupan los ocios flemáticos de algunos maricones geniales como Marcel Proust.

Medellín es hoy, en el canon de las imágenes de la película de mi interioridad, una cicatriz de concreto y una fábula convenida para no matarme en la bancarrota de los sueños y los empeños. Quise mostrarle a mi amiga los fondos nocturnos de la aldea de mi invención entrañable, el Guayaquil de mis primeros tragos atroces y mi primer polvo con una prostituta negra de Puerto Berrío que tenía mis mismos dieciocho años. Pero habían convertido el sector en guaridas de burócratas y el pedazo aún insistente de las cantinas de tangos había perdido la gracia. Ya no eran las de mis atracadores artesanales de puñaleta española, mis marihuaneros de antes en las nubes, y mis coperas de popas llenas de majestad y meneos que nos trataban con el cariño de una madre. Ahora pienso que en aquellas disoluciones hicimos más una vida de ascesis que una pecaminosa. El cuerpo es para gastarlo, decíamos. Y en el exceso nos empleamos. En el insomnio y el hambre voluntarios. Por fortuna aún existía la plazuela de San Ignacio y el paraninfo donde los nadaístas, como mi amiga sabía, hicimos nuestro primer acto público quemando los libros del colegio, y saboteamos un congreso de intelectuales católicos con chorros de asafétida, y don Gonzalo Arango pronunció esa conferencia memorable que estuvo a punto de reventar el paraninfo y que llamó, El Che Guevara se cagó en Bolivia. Esto evitó que perdiera la fe en mí. Y existía Versalles, aunque me pareció estrecho, distinto del que yo recordaba y le había contado, ahora olía a churrasco y sebo y los clientes que yo esperaba ver y presentarle, se habían trasteado con sus hipocondrías al cementerio y los viejos meseros se habían jubilado y el patrón, Leonardo, estaba por cumplir ochenta años. El Metropol, en cambio, al frente, estaba convertido en un amontonamiento de restaurantes populares. Y me fue imposible escuchar esa carambola a las dos de la madrugada que Gonzaloarango convirtió en la metáfora del nadaísta de corazón de voltio en el parabrisas de un Volkswagen.

Cómo no amar una ciudad a la que uno le besó las bocas de las alcantarillas. Donde uno descubrió al mismo tiempo el envilecimiento y la gloria de vivir. A la que exploró morbosamente los recovecos de los prostíbulos de la calle Amador abajo, perfumados de aguas baratas, y las guaridas de los primeros transexuales de tetas de algodón quirúrgico a falta de silicona, que vivían entre espejos con festones rosados, y exornados con las fotografías de las ratas de las ventosas recortadas de un periódico, y de los policías que las golpeaban en las batidas del amanecer.

Amílcar Osorio escribió unos hermosos relatos sobre el Medellín que yo trataba de hacerle creíble a mi amiga. Los leímos. Relatos de la vacuidad de la vida urbana encarnada en los adolescentes de la clase media, jazz y bombones, mocasines y medias de rombos y cabellera engominada. Y los diálogos hueros del aburrimiento, llenos del laconismo del cansancio prematuro. La literatura que el nadaísmo fracasó en imponer. Porque por alguna razón las cosas de la literatura nacional derivaron hacia el nuevo regionalismo garciamarcezco, carrasquillismo con un toque de Francia y joycismos destroncados de los relatos de Faulkner y las extrañezas de Kafka. Y las crónicas de la miseria que siguieron, pornografía de la autocompasión. Fútbol, narcotraficantes, y la vida del barrio proletario. Y lo que algún chistoso llamó con ligereza nuestra sicaresca.

Conocí a Jaime Espinel, llamado Barquillo, en los salones de billares de Junín antes del nadaísmo y nos quisimos mal siempre pero siempre con una lealtad que nos permitió tratarnos con cariño hasta hoy. No importa si él está muerto comparado conmigo. Y me demoré en apreciar el trabajo literario de ese campeón de las mentiras, que acaballado en la soledad de los huérfanos tempranos inventó una ciudad arrebatándoles a sus amigos sus recuerdos para vestirlos desvergonzadamente como propios, incluidas las tías violinistas que cantaban como arrendajos y los primos que retaron a Manolete, pues todos tuvimos uno. Tal vez, me digo ahora, su Medellín es irrefutable. Y dudo si esos recuerdos que me robó le pertenecen con tanto derecho como a mí. Aunque los haya traspuesto en una prosa desbocada que tiene el sabor del primer Cabrera Infante de los tristes tigres.

Una vez de niño, mirando una de esas cajas de fotografías de muertos que guardaba mamá, encontramos la del puente que hubo en La Playa con El Palo, y le hablé de mi recuerdo de la pequeña obra y sus balaustres y de las flores de una matera y de una ceiba. Y ella me dijo que no podía acordarme porque cuando nací ya habían tumbado el puente. Pero no es imposible que uno nazca con muchos recuerdos puestos por los ojos de la madre en el cerebro incipiente. Es sabido que las mujeres nacen con el paquete de los hijos futuros bien implantado en los órganos frescos, óvulo por óvulo. Y tampoco es imposible que mi amiga, ahora muerta, haya tenido que responder ante el tribunal del supremo juez del último balance, por esos recuerdos míos, incluso los que creyó falsos, espurios, fabricados con la secreta intención de enamorarla. O de decepcionarla. Para que olvidara la idea peregrina de que debíamos casarnos.

Otro día me gustaría hablar del padre Núñez, que vivía en la plazuela de San Ignacio. Y que hacía de censor de mis libros, que vigilaba mi padre. Y que de libro en libro que me quitó por inadecuado debió conformar una biblioteca más que modesta. Muchos años después volví a encontrarme con Eduardo Núñez en la autobiografía de García Márquez. Y era un Núñez mucho más joven. Por raro que parezca. O porque el tiempo de los recuerdos es multimensional como la vida misma.UC

 
 
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