Lucha de clases
Nerön Navarrete. Ilustración: Verónica Velásquez
El poder no se posee, se ejerce: afirmación que ha dado tela para infinidad de debates en la sastrería de la universidad. Y nada representa mejor su alcance que el rasero bondadoso o tiránico de la nota en clase. Del cero al cinco los profesores tienen en sus manos la regla que mide parciales, exposiciones, talleres y finales; o ponen a ganar al estudiante o lo ponen a perder, ya sea con sabiduría y mesura o con hiel rencorosa y lascivia. Pero es una autoridad que no dura para siempre: lo que pasa en el salón tiempo después se vuelve anécdota, recuerdo maluco, chistes para el reencuentro de egresados o amistades de tinto entre el alumno agradecido y el maestro orgulloso.
Jairo Montaño es un profesor de planta que conoce el juego y lo domina con pericia. Desde el primer día de clase hace un recorrido atento y cauteloso para identificar a la inocente que en unos cuantos meses va a estar rogándole para que la pase. Los hombres, qué carajo, ojalá peguen bien un par de frases con alguna cita sacada a empellones de los documentos que les pone a leer, y listo. Su materia se llama Teoría sociológica I, algo así como un curso de iniciación para encender el motor de la carrera.
Esa mañana Mario, Paulina y yo estábamos en la cafetería, a solo dos mesas del drama: una muchacha que no llegaba a los veinte años le suplicaba al borde de las lágrimas, unía sus manos, luego miraba de nuevo las notas del semestre y la evaluación del final llena de tachones de lapicero rojo. Montaño era una estatua de indiferencia. Calvita arriba y cola menuda atrás, mentón amplio, ojos pequeños y nariz afilada, tenía la atención perdida en las mangas de la universidad, y solo movía la cabeza en una negación mecánica. La espesura de un bozo gris ocultaba la sonrisa de victoria: ya había reducido a la víctima.
Nosotros tres intentamos escuchar por curiosidad, pero más tarde, en un bar cerca a la universidad, comentamos el tema con calma y lenguaje de pola. Mario y yo vimos ese curso hace ya mucho tiempo, y ahora andábamos en la práctica. A Paulina le tocó verlo cuando llegaba a los treinta años, otro hombre a los ojos de Montaño. Pero ella, como adulta en pregrado, sirvió de paño de lágrimas para varias jovencitas que al final, entre la frustración y el asco por las insinuaciones del profesor, repitieron la materia en otra universidad gracias a un programa de pasantía. La tabla de salvación no redimía la mancha en la hoja de vida académica, pero les evitaba llegar a extremos para pasar raspadas. “Cuándo será que echan a ese hijueputa”, comentó Mario. “Qué pesar de esas peladas, les digo pues. Y en esa facultad no hacen nada”, respondió Paulina. A ella la indignación se le escuchaba más sincera. Por esos días yo trabajaba en un proyecto con la alcaldía y tenía cierta cercanía con muchachos no muy reputados de un barrio popular que me guardaban estima y respeto por dos razones: estar en la universidad y dirigir unos talleres de pintura que dábamos los sábados en la sede comunal. Con uno de ellos, especialmente, había tejido una suerte de camaradería y confianza. Saqué un cigarrillo, lo prendí, fruncí el entrecejo para darle seriedad a mi próxima frase, y luego de inclinarme un poco como quien va a soltar un secreto peligroso, les dije: “Lo mejor es pegarle un susto a ese man”.
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Pepino nunca fue pillo, pero se reunía después del mediodía con los muchachos en la esquina a fumarse un porrito y a esperar la noche para volver a la casa. Veinticinco años. Cuando terminábamos el taller casi siempre le pedía que nos quedáramos otro rato en una tienda tomando gaseosa. Sin caer en nada ilegal más allá de la traba, odiaba a los “tombos por sapos”, compartía la pinta y las palabras de su combo, y de vez en cuando se ponía reflexivo. Con corte de pelo estilo militar, su cabeza alargada casi hasta la caricatura permitía entender el apodo; los dos ojos enormes y saltones estaban separados por una nariz fina. De su oreja izquierda colgaba siempre una pequeña candonga de plata. Propuestas de manejar plaza o cuidar cuadras le llegaban cada semana, pero Pepino siempre estuvo al margen, no por cobardía sino por el deseo no resuelto de estudiar. Conversábamos sobre las ideas revolucionarias de Camilo Torres y su entrada al ELN a mediados de los sesenta, la diferencia entre liberales y conservadores o el nacimiento de la Constitución del 91, y Pepino mostraba inquietud, un joven entendiendo poco a poco el funcionamiento mezquino de la nación, la cabeza que movía la falange de su barrio. “Tengo que meterle un susto a alguien”, le solté casi sonriendo, sin asomo de inseguridad. Ese sábado ya lo tenía inspirado con cuentos sobre la lucha obrera y el voto femenino. “¿Y qué fue lo que hizo pues?”, preguntó; ahí me llegó cierto aire de tranquilidad. Venía preparado para una negativa inmediata. “Es un profesor de la universidad que maneja las calificaciones para caerles a las peladas”. Luego de escuchar el asunto completo le quedó claro que Montaño era un simple depravado. Y aceptó. El plan en esencia era muy simple: yo tenía la dirección de Montaño; él salía los viernes de clase de seis de la tarde y siempre se tomaba los aguardientes en una taberna de salsa cerca de la universidad. Luego caminaba hasta la casa, un trayecto de cuatro cuadras. Desde mi moto, al lado de una cabina de teléfono, yo iba a estar de campana en una esquina hasta que llegara. Pepino en una tienda esperaba la señal, una llamada perdida. Y ahí salía en su moto, lo abordaba, fingía portar un arma, se mandaba la mano a la billetera bajo la camisa, y en cuestión de segundos lo dejaba congelado luego de una amenaza simple, más o menos algo como “si te volvés a meter con alguna pelada de la universidad te morís, maricón. Quedás advertido”. Todo muy rápido, sin violencia pero con determinación. Íbamos bien, hasta que Pepino lanzó la amenaza. A buena distancia observé atento, preso de ansiedad ante la escena soñada que disfrutarían las víctimas de los deseos carnales de Montaño: la manchita de orín bajándole por el pantalón hasta las rodillas y el video de la humillación para la posteridad en las redes sociales.
Pero en nuestro plan no consideramos que Montaño, con los guaritos encima, no copiaba de miedo. Más que susto, despertamos su valor de maestro borrachín. Un derechazo preciso a la mandíbula y el pobre Pepino cayó al pavimento. La moto lo atrapó contra el suelo entre quejidos y alboroto. De la otra esquina apareció una moto enorme, rugiendo como perro guardián, verde e imponente: los policías, los tombos. “Este hijueputa me iba a atracar”, gritó Montaño. Ni siquiera le quedó claro el mandado. Pepino no lograba liberarse y se retorcía en el piso. Un policía calmaba al inocente profesor de universidad mientras el otro llamaba por radioteléfono a la patrulla para levantar al ladrón y llevarlo a la estación. Desde un rincón asistí a mi propio asombro, y a mi miedo. Me refugié en la cabina telefónica y pasé desapercibido hasta que todo concluyó. Fue una hora tan larga como la noche entera.
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Escribo esto desde una mesa en la cafetería de la facultad. Han pasado dos meses. De Pepino puedo decir que sufrió el tratamiento reglamentario: diez horas de calabozo por intento de robo a mano desarmada. Y Montaño relata en cada clase la historia heroica en la que se salvó, por su arrojo y precisión al conectar golpes, de un robo inevitable. “Si la ciudad está muy insegura”, predica, “es necesario que ustedes venzan el miedo”. Da detalles, se sienta sobre el escritorio, se recoge las mangas de la camisa como conferencista diestro y describe a Pepino como un Goliat vencido por el arma de la determinación.
Ahora mismo el profesor está conversando alegremente con dos muchachas que lo invitaron a tinto con tal de que les vuelva a contar el milagro. Los veo desde mi mesa, y finjo no prestar atención a la comedia.