Disfrazar el burro
Camilo Gallego. Fotografías por el autor
El mar fue una epifanía. El papa aún no repartía bendiciones ni se preocupaba por el recorrido que haría en las calles del pueblo. Lo único que le interesaba era limpiar su voz para poder bendecir a los lugareños, reunidos en el estadio de fútbol, con una entonación clara, casi mágica.
Agarró el teléfono, buscó un seguidor y llamó. Al otro lado un hombre obedeció: fue a la bahía en su moto con una botella de plástico, la sumergió en el mar y regresó con ella. El papa recibió el encargo y fue adentro de su casa, llevó un trago a la boca y luego hizo gárgaras. Grrr grrr grrr. Al terminar sonrió. Estaba listo. Sabía de memoria sus palabras.
—Mi agenda estaba programada para septiembre, pero Festival del Burro es Festival. ¡Gracias Colombia por haberme invitado desde la Roma!.
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En San Antero hay un burro amarrado de un poste de energía; hay un burro que transporta un campesino; hay un burro que empuja una carreta; hay un burro que carga el ñame; hay un burro que se excita bajo la sombra de un mango. Hay burros por todos lados, pero dicen que ya no son tantos, que los están matando, que hay mataderos clandestinos para vender su carne, que los despellejan y los dejan tirados en las carreteras para camuflar cocaína en su piel. Dicen que son menos, pero en este pueblo de casi treinta mil habitantes, a 867 kilómetros de Bogotá, no se preocupan por su suerte, al fin y al cabo es Semana Santa, días de fiesta, cerveza y vallenato.
San Antero parece no diferenciarse de los demás pueblos de la costa Atlántica: el calor derrite, el polvo seca los labios, la cerveza refresca, hay muchos pobres dedicados a la pesca o a la agricultura, y pocos ricos con grandes pastos para su ganado. Es igual a todos, salvo dos detalles: la bahía y sus manglares que están a pocos kilómetros y un montón de burros que, dicen, ya no son tantos porque están desapareciendo. En 1925 no era así. Una vez llegó al pueblo el corregidor Remigio Maza Saavedra decidió hacer una cabalgata de burros porque no había caballos. El acto central era pasear sobre un macho un muñeco disfrazado de Judas Iscariote, como burla al traidor de Jesús. Al final del paseo leía en público un testamento sarcástico: a uno lo abochornaba por tener dos mujeres, a aquel por repartir niños en barrios distintos, a este por amanecer borracho en la calle y al otro por burrearse todas las tardes una hembra. En esta zona del país son ingeniosos hasta en crear nuevas palabras. Burrear: tener relaciones sexuales con burras o burros.
El escritor local Eustorgio Díaz preferiría hablar del aporte del burro a la economía del pueblo y no de la zoofilia, de la que se burlan en el interior del país.
—Si uno hace un recorrido por las culturas universales, la zoofilia es general, no está sujeta a una región. Porque el que no lo ha hecho con un burro lo ha hecho con una vaca, una yegua, una puerca o una perra —sentencia disgustado.
En 1987 se hizo la primera edición del Festival con un reinado de burros y burras disfrazados de personajes de la farándula y la política, perfecto para la sátira y el humor. Descartaron fiestas del mar o del cangrejo. Si el burro es el que nos acompaña en el campo, nos lleva a la escuela y nos transporta el agua, que la fiesta sea en su honor. En Colombia hay para todo: en el año hacen 3794 reinados, es decir que cada día hay más de diez en distintos pueblos, desde el Amazonas hasta La Guajira, y los más exóticos no son de mujeres bonitas, sino de hombres feos, de niñas sin tetas ni culo, de gallinas y de burros.
En la segunda edición San Antero fue noticia nacional, gracias a ello Eustorgio dice que el burro sacó del anonimato a su pueblo. A una hembra de dos años le pintaron los cascos y los labios, le pusieron sombra en los ojos y le colgaron argollas. Se llamaba Leonela, como la protagonista de la telenovela venezolana que causaba furor en la época. Una vez Mariano Correa fue coronado ganador del concurso, los perdedores demandaron porque la burra no era virgen, señorita. Para resolver el problema trajeron un veterinario de Montería que confirmó la sospecha: era señora.
—Es inconcebible —me dice Eustorgio— que a las reinas de belleza no se les pidiera ser vírgenes y a una burra sí, expuestas en el monte no solo a los machos sino a sus dueños.
—Los otros decían ardidos que era señora, que la habían visto con el burro de Pedro Juan y el burro de seño Daniel —dirá entre risas Esperanza, hija de Mariano—.
Vengan y la ven que el jopito está bien sequecito, les decían. Le metían el dedo y ella salía corriendo. Pero otras personas dirán lo contrario: que Leonela era traviesa o que traviesos eran dos niños amigos de la familia que se disputaron durante años el honor de haberse burreado primero la hembra más famosa de San Antero.
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—Esas costumbres se han perdido, hay que rescatarlas nuevamente —dice Nelson Villalobos, animado, sonriente. No se postula para volver a burrear pero está seguro de que esos “valores y principios” cada vez se ven menos—. Ya no hay de esos mamadores de burra original —agrega pícaro.
A pesar de que su nombre es Nelson, todos lo llaman Nino, igual que los muñecos negros de plástico que se vendían de contrabando en el pueblo, provenientes de Panamá. Se lo debe a una tía que exclamó el día de su bautizo: ¡Ay, pero si este es un Nino, mi muñequito panameño!
No hay mejor época del año que la Semana Santa: mientras en los demás días aspira a hacer perifoneo o a vender mariscos, Nino sueña que este sábado será el trigésimo rey del Festival del Burro. Se toma una chicha acostado en una hamaca y dice que está tranquilo porque Vera, su mujer, ya le diseñó el traje que vestirá cuando imite al papa Francisco. Lo curioso, le digo, es que siempre se ha disfrazado de sacerdote: en el 2012 de Alberto Linero y en el 2015 de Darío Jaramillo, dos de los más famosos del país. En ese año un amigo le prestó el burro y se lo llevó cerca de su casa para ganar su confianza. Me dice que le daba la comida en la mano y lo bañaba, le servía agua, lo acariciaba y jugaba con él. No explica cómo eran los juegos, pero no lo interrumpo porque lo hace con ternura.
—¿Y te lo burreaste?
—Era burro —dice, y sonríe, incómodo.
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Le pregunto por la zoofilia a Cristóbal Correa, creador del Festival.
—No solo es de aquí —responde seco—. ¡Otros se hacen la paja porque no tienen animal!
En este momento recuerdo a Raúl Gómez Jattin y su poema Donde duerme el doble sexo, pero mejor no se lo nombro porque el tema le molesta. Dice que con el inicio de la actividad sexual a corta edad las burras han dejado de ser el primer amor.
Mientras me alejo de su casa bajo un sol inclemente, recuerdo al poeta: “Claro que la burra es lo máximo del sexo / femenino pero la mula lo chupa. Y la yegua / es de lo mejor… Pero […] El que se ha comido un burro joven sabe / que per angostam viam hay más contacto y placer / de entrar con ternura por donde la naturaleza / aparentemente no lo espera. Pero que recibe / en un júbilo que no le conozco a la hembra”.
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Roger Campo es un bufón y no soporta estar serio. Tiene 42 años, es moreno y flaco y se ríe de sí mismo y de su mujer, una jovencita de 18 años a la que a veces llama Satanás porque es irascible cuando la molesta.
Lo sorprendo pintando con una brocha delgada las persianas de un radiador en un armatoste apoyado en dos ruedas de bicicleta, hecho con varillas y cubierto con cartón e icopor, que simulan ser la latonería de un papamóvil que el sábado arrastrará el burro de Víctor Morelo, un viejo de ochenta años al que le van a pagar cincuenta mil pesos.
Prevenido me pregunta si soy de la alcaldía porque no quiere que le pase la misma de 2016: representó a los colombianos expulsados de Venezuela, pero no quedó entre los diez primeros por haber apoyado en elecciones a Denys Chica, la oponente del alcalde.
En esta ocasión se juntó con Nino y con Raldis Núñez, profesor de educación física, para representar al papa, que anunció su visita a Colombia para el mes de septiembre de 2017. Roger haría de soldador y armaría la carroza, Raldis le ayudaría a pintar y Nino compraría el cartón y prepararía el personaje.
Si bien ahora hará un papel secundario como guardaespaldas del papa, antes fue el protagonista: disfrazó dos burras de prepago, hizo de damnificado por el invierno y también de general Alzate, un militar que se hizo famoso por haber sido secuestrado por la guerrilla de las Farc. Pero hay que ver cómo refulge su cara cuando habla del segundo lugar de 2013 con la parodia “El Violador”.
En este momento deja de pintar y cuenta con sorna que a la burra le montó en sus ancas un macho que hizo con hierro. Le diseñó un pene descomunal que la incomodaba con cada paso y unos testículos gigantes con bolsas llenas de agua.
—En la tarima gritaba ¡justicia! y la gente repetía ¡justicia, justicia!
Mañana Raldis lo volverá a criticar, como cada año. No entiende cómo su amigo estaba poseído, casi excitado con la interpretación de su personaje.
—Joda, Roger —le dirá—, ¡cómo se le ocurre masturbar el burro en la tarima con ese montón de niños mirando!
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En el barrio Los Placeres hay cientos de jinetes que van al trote sobre una calle tapizada de estiércol. Mientras espero el inicio del Paseo de Judas noto las muestras de cariño: hombres que simulan besos, otros que acarician sus orejas grandes.
Hace pocas noches, preparando el viaje, me sumergí con humor en el libro Señor, aguánteme la burra, del monteriano Luis Enrique Movilla Bello. Y pensar que en América no había, “porque el burro fue traído por los españoles mucho después de diezmar a los indios […] que si alguien enseñó al aborigen del continente a practicar el sexo con las burras, ese fue el español invasor”. Y luego Movilla insiste: “que al no traer mujeres, [el español] violó a las indias y a las burras por igual, solo que la violación a las burras no se registró en las páginas de la historia”.
De manera que los primeros burreros fueron los españoles, y los costeños que ahora veo sobre sus animales son unos aprendices de los invasores. Que la historia y los colombianos comprendan, digo, porque estos no son los pioneros sino los herederos de la burreada. ¡Ni más faltaba!
De fondo se escucha una canción de Diomedes Díaz y me sorprende el desorden entre una multitud de animales. Funcionarios de la alcaldía marcan con espray morado los burros y pagan diez mil pesos a sus dueños por participar. A unos pasos, tres tipos borran las manchas con un trapo rojo bañado en gasolina y buscan reclamar más plata.
Con la espera se exaltan los ánimos: los hombres están borrachos y los burros estresados entre el barullo. Los rebuznos se repiten monocordes. Unos machos muestran los dientes excitados con el olor de las hembras y de inmediato se descuelgan sus vergas negras con pecas rosadas. La burralgata esconde una verdad: el burro está en desuso, ya no transporta como antes el agua ni los niños para la escuela ni el ñame hasta el pueblo. El colmo del declive es que hasta los muchachos dejaron de perder la virginidad con las hembras.
A las cuatro de la tarde el pueblo está en la calle, se dirige a la cancha de fútbol para ver el reinado, encantado por el porro Fandango viejo que toca una banda y el Judas vestido de blanco y negro que lleva un burro directo a la hoguera.
Hay más de un travesti en el recorrido. Es difícil saber si los animales disfrazados de Shakira son hembras. En alguna ocasión, los jurados se dieron cuenta de que en la categoría burra presentaron un macho disfrazado de mariposa. Al enterarse del embuste le cambiaron el nombre por Mariposón.
Los primeros burros disfrazados que me encuentro están vestidos de carabinero, Donald Trump y Martín Elías, en honor al cantante vallenato muerto hace poco en un accidente en carretera.
Cuando me acerco a la iglesia veo el burromóvil a lo lejos. Las puertas están cerradas. Aquí la procesión no es con imágenes de Pedro, Juan o Jesús. Los burros no van al calvario sino al reinado. Eso explica que el obispo de Montería, Darío Molina Jaramillo, se haya cansado de calificar de sacrílego el Festival, porque en San Antero alteran el orden: la Semana Santa para el burro y el resto del año para la fiesta.
Me apuro y el papa Francisco no deja de ser la sensación. En su cabeza posa una mitra blanca, estampada con un burro gris que se carcajea. La casulla es inmaculada y el alba es de un verde oscuro que resalta. No hay ningún luto por la muerte de Jesús, ¡qué va!, a rey muerto, rey puesto. Sí, señor.
Cuatro hombres vestidos de traje negro son los guardaespaldas de Su Santidad. A un lado, como si no fuera suficiente, uno más se encarga de recoger las ofrendas. ¡Válgame dios!
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Esta noche el cielo está en la tierra, a solo dos metros de altura en una cancha de fútbol polvorienta en donde el público bebe ron y aguardiente. En un camino de honor, delimitado con vallas de publicidad, desfilan disfrazados animales, albañiles, vendedores, campesinos y pescadores, gente del pueblo.
Solo por una semana el burro deja de ser el trabajador en el campo; es el anfitrión, el dueño de la fiesta. No hay un veterinario municipal para atenderlos y solo se sabe que son menos, unos ochocientos, porque están desapareciendo.
—Buenas tardes gente linda de San Antero —dice la presentadora luego de una larga espera. El sol ya se esconde y a su paso deja una estela de nubes grises.
El papa levanta su cabeza y mira debajo de la tarima. El público aguarda en silencio el inicio del desfile de los dieciocho candidatos. Un burro carga una olla podrida que representa el escándalo Odebrecht, un macho hace de Donald Trump, una pareja parodia la canción La bicicleta de Shakira y Carlos Vives. Nada como la historia de Burrálora. En el 2016 el defensor del pueblo José Armando Otálora fue demandado por acoso sexual a una funcionaria. Entre las pruebas se ve desnudo en unas fotografías. En el concurso su representante fue declarado inocente porque el pene del político era tan mínimo que no se comparaba con la verga del macho, parecida a una boa constrictora.
—Demos la bienvenida al papa, que nos acompaña esta tarde —exclama la presentadora.
Por un costado de la cancha un burro irrumpe con un paso lento, cansino. Si el público tuviera afán no habría soportado su paciencia. Sobre la carroza Francisco levanta los brazos y bendice, solemne. Sus manos son júbilo y dibujan monocordes una cruz que nadie ve, que nadie recibe.
—Bienvenidos a Colombia —dice, impostando el acento argentino, con una voz clara, con sabor a mar. El público suelta la carcajada y lo graba en sus celulares—. Mi agenda programática estaba pactada para septiembre pero Festival del Burro es Festival, gracias Colombia por haberme invitado desde la Roma.
En la arena estallan vivas y aplausos al final de cada frase. Habla de la gastronomía, del delicioso langostino al ajillo, los ricos arroces de camarones, colitas de langosta, chipichipi, pargo frito y el auténtico Festival del Burro.
—Los bendigo en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santi, amén.
Entre el público una mujer negra de vestido claro es la única que responde dibujando la cruz en su cuerpo. ¡Quién lo creyera! No van a procesiones pero sí llenan la cancha de fútbol para recibir bendiciones.
Luego se baja de su vehículo y parece caminar sobre las aguas, seduciendo un público que se ríe y se sorprende, poseído por un influjo poderoso. No para de responder saludos y sonreír en las fotos. Los guardaespaldas lo siguen trémulos. Los niños no se abalanzan, tampoco las mujeres, el efecto es la petrificación, un estado superior. Acaba la gloria de sus cinco minutos, la presentadora lo apura y sale del escenario. Termina su cielo, regresa a la tierra. Media hora después, destinado a la ascensión, escucha rodeado entre sus hombres:
—El ganador es… —anuncian. Su Santidad no reza ni se aferra a un crucifijo, lleva sus ojos a lo alto de la tarima, en donde está el mismo cielo. ¿Y ahora?— es... ¡el burromóvil paaapaaal!
Al escucharlo, el papa se ilumina, bendecido, sublime, rey entre los hombres, se abraza con sus guardas y vuelve a ser el todopoderoso, el mismo dios que en sí confía, el infalible. Va de vuelta al cielo y reclama el premio, un cheque gigante en el que se lee seis millones de pesos.
Cuando baja a la tierra, la mujer disfrazada de Shakira le grita furiosa.
—¿Cuándo ha visto un papa negro? ¡El papa Francisco no es negro!
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Es tanta la felicidad de Nino que camina directo a su casa para contarle a su mujer que acaba de ganar el primer lugar del concurso. Cruza junto a la iglesia pero no se inmuta, las puertas siguen cerradas. Este papa no va a misa, confesó a varias personas en su recorrido de la tarde, echó la bendición con la mano izquierda y ya se cree argentino.
Este papa Francisco sonríe y sonríe, le dan la mano y le toman fotos, se atraviesa en mitad de la calle para que lo abracen y detiene el tráfico anárquico de motos y carros. Esta noche se supone que resucita Jesús, pero a él no le importa, porque él es el Mesías, él es el héroe, es el dueño de esta semana, es el rey del Festival.