1/10
El profesor de Investigación nos abandonó en la mitad del semestre porque ningún proyecto tenía pies ni cabeza, según dijo. Era un larguirucho de dos metros, cuarenta años, hombros estrechos y una panza sacerdotal recubierta por la camisa polo. Tenía ese ego herido tan común en el graduado de universidad pública que no se resigna a la mala suerte de trabajar en una universidad privada de provincia. Pero incluso alguien así tiene derecho a una chispa de agudeza ocasional. Cuando comenzó el curso, su presentación puso anticipadamente los puntos sobre las íes:
—Dejemos algo claro —dijo, mientras se acomodaba las gafas metálicas con el dedo índice—. Entre nosotros no hay ningún genio, y si lo hubiera, créanme, no estaría aquí.
Esa frase resume, con brutalidad, la realidad de la vida universitaria.
2/10
Estamos en el curso de Literatura del siglo XVII. A uno de esos compañeros poco aventajados le corresponde exponer el argumento general de Hamlet antes de pasar a comentar el texto. Con su voz nasal y los dientes delanteros apoyados sobre el labio inferior, nos aclara que fue una obra escrita por Shakespeare (un autor inglés, el mismo que escribió Romeo y Julieta), y a continuación nos hace ver que quizás pasamos por alto un asunto fundamental en nuestra lectura desatenta del drama:
—Hamlet es una obra de misterio, porque uno todo el tiempo se está preguntando: ¡¿Quién es ese fantasma?! ¡¿Quién es?!
3/10
Hace poco me encontré en la calle a un viejo profesor de Séneca, ya próximo a la jubilación. Cuando le pregunté qué planes tenía para su futuro inmediato, me respondió que se dedicaría a la escritura (aclarando, enfáticamente, que aquella era su “gran pasión”). Dado que su hija terminaría pronto la universidad y se reducirían considerablemente los gastos domésticos —que solo incluían, como lujo, el sueldo exiguo del mayordomo de su finca campestre y el salario mínimo de la empleada del servicio—, el profesor podría consagrar todo su tiempo a la literatura: esa llama que muchos años de mala docencia y peores estudiantes no habían logrado extinguir.
Dice Fran Lebowitz que un escritor solo puede escribir sobre lo que sabe y que ello implica, necesariamente, tener experiencias (de allí que haya genios precoces de la música, como Mozart, pero ningún escritor inmortal de cinco años). Un buen título para la ópera prima de este exprofesor sexagenario es el mismo de un poema de Octavio Daza, interpretado por Rafael Orozco: De rodillas. ¿De qué otra cosa podrías hablarle al mundo, profesor, aparte de cómo es posible vivir durante toda la vida agazapado a la sombra del jefe de turno, por más ignorante y tiránico que este sea?
4/10
Por alguna razón, las personas mayores y adineradas encuentran en la carrera de Filosofía y Letras ese remanso para disfrutar de su pensión. Nadie como ellas tiene tan enquistado en el alma ese afán intempestivo de educación que censuraron risueñamente Teofrasto y Horacio (“¡Ay de las vocaciones tardías!”). Allí está, enfrente de nosotros, Maria Victoria, llena de anécdotas y paseos familiares. En esta ocasión, llevó desde casa su proyector de filminas para hacer una exposición sobre el Antiguo Egipto.
Click:
—Esta soy yo… en las pirámides de Egipto.
Antes de seguir, le da dos palmaditas a su cabello, que describe una parábola perfecta entre la coronilla y el cuello.
Click:
—Aquí aparecemos Maria Eugenia y yo… en las calles de El Cairo.
Click:
—Aquí Maria Eugenia estaba que se desmayaba del calor… entonces salgo yo sola abrazando al muchacho que nos estaba transportando. Queridísimo. (Esa figura grande que se ve atrás es la Esfinge).
5/10
El profesor Arturo era como la encarnación de Herman Melville. Los ojos diminutos apenas brillaban al lado de la barba espesa y blanca, justo debajo del sombrero de marino. Su timidez indómita no le cabía en ese cuerpo que era como un mástil; pero su voz, tenue en el pasillo, retumbaba en el salón cuando imitaba las arengas de Aquiles, o se amaneraba y entrecortaba cuando Arturo, encogiéndose en un rincón y metiéndose un dedo en la boca, imitaba a una niñita hablando con su mamá.
En la presentación del curso, era claro y enfático sobre el método evaluativo que le permitiría sobrevivir a las penurias del semestre:
—Señores: como saben, en mis cursos todos los estudiantes sacan cinco, la máxima nota. Como la universidad está molesta con este proceder, en este curso todos tienen cuatro con siete. No voy a hacer ningún examen. Eso es todo por hoy.
6/10
Una tradición de vieja data entre los estudiantes de Filosofía y Letras exige que entre ellos siempre aparezca la figura del “irreverente”.
Es martes y tenemos clase de Hegel a las seis de la mañana. Pasados cuarenta minutos de la sesión, aquel conocido muchacho que siempre usa boina verde entra al salón. Lo vemos desfilar, tranquilamente, hasta la última fila. Se quita la camisa y comienza a abanicarse con ella. El famoso Superbobo, sentado a su lado, interpela al profesor con un discurso en que menciona repetidamente el ejemplo de la piedra de Sísifo. Cada cierto número de palabras, el Superbobo aspira con fuerza por la comisura derecha de la boca, intentando contener la saliva que principia a escaparse por allí. El de boina, descamisado, mira al techo y suspira. El otro, en apariencia concentrado, naufraga en sus propias palabras. Todos observamos la escena, anonadados y ridículos. El profesor de Hegel le dice al Superbobo, ignorando, como aquellos filósofos de Swift, todo lo que está ocurriendo a su alrededor:
—¿Podrías reformular la pregunta?