Número 90, septiembre 2017

Hace diez años. Dos holandeses recorren Medellín acompañados de un temor deslumbrante. Adelante va uno de ellos, sociólogo, como traductor y lazarillo, atrás va un poeta que intenta descifrar la maraña de realidad que se interpone entre sus mitos y prejuicios. Su relato tiene la gracia, unas veces torpe y otras certera, de quien ve por primera vez. Alguna vez dijo Ósip Mendelstam que el verdadero logro del poeta consiste en su atención. Aquí vemos que no siempre es suficiente. Pero siempre será revelador mirar por los ojos de nuestros visitantes.

Gran Hotel
Bas Kwakman. Fotografía: Juan Fernando Ospina

Fotografía: Juan Fernando Ospina

Cuando aterrizo en el aeropuerto de Medellín me espera Fernando, el director del festival de poesía. Agita un ejemplar del diario El Mundo.
—¡Mira! —me dice señalando un artículo en el que se menciona que los poetas invitados al “corrupto Festival Internacional de Poesía” de Medellín, entre ellos el señor Kwakman, de Holanda, han sido visitados en sus habitaciones de hotel por una milicia de las Farc y que ahora dichos invitados son simpatizantes del movimiento terrorista.

Lo miro conmocionado. ¿Significa que en adelante llevo marcada en la frente una cruz roja? ¿Tengo que regresarme ipso facto a mi país? Fernando se ríe mientras me empuja dentro del auto que nos llevará al Gran Hotel.
—No te preocupes, chico. El autor del artículo es Tenorio. Está enojado porque no lo invité al festival como poeta.

En el lobby del Gran Hotel me encuentro con Gerard, un holandés alto y jovial con una voz gorgoteante. Es sociólogo político. Por encargo de la Universidad de Georgetown, de Washington, está investigando cómo en un par de años Medellín logró dejar de ser la ciudad más peligrosa del mundo para convertirse en el lugar relativamente seguro que es ahora. Me cuenta de su profusa red de contactos colombianos, que se encargan de concederle vía libre durante sus incomparables misiones por la ciudad: los comisarios de policía, el alcalde, los escritores, artistas, concejales, dueños de bares de salsa, taxistas, traficantes de coca, gerentes de prostíbulos, funcionarios públicos, policías, exmilicianos y antiguos escobaristas. Al cabo de la charla nos quedamos tomando cerveza con limón en el lobby del hotel hasta mucho después de la hora de cierre y al despedirse me dice:
—Esta semana pasaré todos los días por el hotel a las diez de la mañana para preguntarte si a lo largo de la jornada tienes ganas y tiempo de compartir conmigo mis vivencias.
—Está bien —le contesto—. Mañana al final de la tarde.

Esa noche, con grandes zancadas y tres diarios colombianos bajo el brazo, Gerard hace su aparición en el lobby del Nutibara, donde acaba de iniciarse una conferencia de prensa sobre el festival. El director del evento interrumpe su discurso cuando vislumbra a Gerard y se eleva un griterío de júbilo. Los poetas, los traductores, los colaboradores del festival, la prensa, los camareros, todos saludan a Gerard como a un amigo íntimo. Él atraviesa el recinto, bordea el podio y se dirige en línea recta al encargado en funciones para agradecerle con gran alharaca por haberle servido cerveza con limón hasta mucho después de la hora de cierre la noche anterior. Luego se da vuelta y me dice en voz alta:
—¿Vamos?
—¿Adónde?
—A la charla del general Dagoberto García Cáceres para los vecinos de Santo Domingo Savio, el barrio más pobre de la ciudad.

Dejamos atrás el Centro y nos internamos por los cerros. Medellín es una ciudad estrecha y alargada, donde tres millones de personas viven atenazadas por una escarpada cordillera. Una bañera donde la mugre se deposita bien arriba en los bordes; cuanto más arriba, más miserable, sucia y peligrosa se vuelve la ciudad. Primero atravesamos Prado, que con algo de fantasía todavía puede pasar por una especie de Montmartre. Luego seguimos hacia Manrique, donde comienza el desastre. Un laberinto de construcciones de piedra, casuchas de madera apiladas de forma provisional, barracones con techos de chapa y plástico que hacen las veces de bares, carros viejos hechos chatarra formando las paredes de una sala de billar al aire libre o una arena para peleas de gallos. Un anciano desnudo instalado delante de un balde de agua se echa agua en la cabeza con la mano. Dos adolescentes embarazadas cruzan una plaza en moto a gran velocidad, seguidas de una decena de niños gritando medio en cueros. Cae la tarde. El estrecho camino ya no está empedrado más que hasta la mitad y empieza a hacerse empinado de una manera irresponsable. En cada curva cerrada evitamos chocarnos a duras penas con buses urbanos, con furgonetas atestadas o con chicos que se lanzan cuesta abajo en motocicleta despreciando la muerte. Vía Manrique continuamos hasta Santo Domingo Savio pasando por Granizal.

Medellín consta de dieciséis comunas y cada comuna se compone de hasta una veintena de barrios. El Poblado, al otro lado de la bañera, es la comuna más elegante. Santo Domingo Savio y Granizal son la antítesis. Los vecinos de estas dos últimas se han reunido esta noche en una sala comunal para asistir a la charla del general. Un búnker gris construido con bastos bloques de cemento. En la entrada hay un grupo de unos diez militares en trajes de camuflaje fuertemente armados. Alrededor del edificio, con dos metros de espacio entre ellos, hay apostados varios miembros de la policía militar con las piernas separadas y sosteniendo con ambas manos sendas ametralladoras con los cañones inclinados hacia abajo. Enfrente de los soldados, al otro lado de la calle, veo detrás de unas barricadas de hormigón, en la arena y el barro, un grupito de chicos inmóviles. Calculo que tendrán entre quince y veinte años, los torsos desnudos, pantalones de tiro bajo que dejan al descubierto parte de los calzoncillos y bandanas rojas en la cabeza. Tienen fijadas sus miradas en nosotros.

Gerard saluda primero a los chicos agitando el brazo y, haciendo lo propio con algunos militares a diestra y siniestra, sube la escalinata y entra. Yo lo sigo, temeroso de que cada metro que se abra entre nosotros lo ocupe un soldado con una ametralladora o un adolescente con una navaja.

Una mujer menuda de edad avanzada busca unas sillas plegables y nos las instala en el fondo de la sala. Todos giran la cabeza. Gringos. Demasiado altos, demasiado ruidosos y demasiado tarde.

La sala es pequeña. Hay unas ochenta personas mirando un podio poco profundo y más bien ancho con una mesa larga encima. Detrás de la mesa han colgado unas telas multicolores de gran tamaño con textos sobre la policía, escudos de armas de la seguridad y coloridas pancartas de las comisiones comunales implicadas. A un costado del podio, detrás de un tablero de madera con el escudo de la comuna y profusas tallas en madera se ha instalado una mujer de expresión severa, fuertemente armada y vistiendo un uniforme del ejército. Lleva el cabello estirado hacia atrás, su boca es rojo carmín y anota todo lo que se dice. Sentadas a la mesa en el podio hay trece personas. La Última Cena de Santo Domingo Savio. A la izquierda, seis soldados con pleno equipo de camuflaje. A la derecha, seis miembros de la policía militar en trajes de combate azul oscuro. En el centro una hermosa joven con una minifalda roja. Una cara de rasgos indígenas con grandes ojos marrones negruzcos, cejas que a la mitad están dibujadas con un enérgico desvío hacia las sienes y una boca roja coral fuertemente resaltada. Cabello brilloso negro azabache que fluye como terciopelo sobre el vestido rojo profundo. Se me corta la respiración.

Gerard se inclina hacia mí y me dice en voz baja:
—La vocera del municipio. A su derecha el general; los dos primeros de la izquierda, capos del ejército. El resto, policía militar.

El general toma la palabra. Da la bienvenida a los dos gringos y pasa revista a los antecedentes de los miembros del público congregado en la sala. Son los presidentes de los distintos comités barriales. Paramilitares desmovilizados, arrepentidos de las milicias de la droga e integrantes licenciados de las distintas agrupaciones guerrilleras de izquierda que, con excepción de las Farc, hace unos años entregaron las armas. Un moreno gigante a mi lado, a cuya amplia sonrisa he correspondido con devoción al entrar, se levanta. Como todos los que toman la palabra, comienza diciendo quién es y cuál fue su papel en la situación de guerra de hace unos años. Habla largo y tendido, con muchos aspavientos y una mímica impetuosa. Gerard me susurra la traducción al oído:
—Paramilitar, milicia derecha, factótum. Asesinó sobre todo a guerrilleros de izquierda en la selva del norte. Algunos miembros de esas guerrillas están sentados allí adelante en la sala.
—¿Qué quiere?
—Empleo.
—¿Eso es todo? Lleva más de quince minutos hablando.
—Sip —dice Gerard.

El general responde a los vecinos y la vocera le susurra todas sus conclusiones al oído, volviendo de vez en cuando la cara hacia la sala. Una anciana menuda se levanta y pide una reducción de la dosis mínima de drogas que puede tener en su poder un individuo. Dos de sus hijos han sido víctimas de la violencia de la droga hace unos años y su último hijo ahora es drogadicto.

El general ofrece una descripción detallada de los nuevos pequeños tribunales que se crearán en cada barrio, lo que permitirá que cada cual pueda contactar con la Justicia de forma inmediata y accesible en su propia comuna. Sigue hablando sobre el traslado de una de las minicomisarías en el barrio y sobre el hecho de que los campos de deporte durante el día son para las escuelas, pero que por las noches pueden ser utilizadas por la gente del barrio.

Las principales preguntas de los vecinos se refieren al número de agentes de policía en la comuna, la cantidad de puestos de policía y los lugares donde serán construidos. Surgen discrepancias entre Santo Domingo Savio y Granizal sobre la ubicación de una nueva comisaría. Resulta que el pequeño edificio se erigirá justo en el límite entre ambos.

—En cualquier caso, dentro de poco este barrio pasará de dos a seis guardias vecinales sin armas —dice el general, lo que lo hace merecedor de su primer aplauso. La sala atestada de asesinos que durante años se mataron entre ellos aplaude fraternalmente por un policía extra en la comuna.

Después de unas dos horas la sesión se termina. La gente se levanta, pliega sus sillas y se las lleva a los colaboradores del centro barrial apostados en la entrada. Un joven se me acerca y me besa en la mejilla. Se da una palmada en el pecho y dice en voz alta:
—¡Jorge!
El resto no alcanzo a entenderlo.
—Te quiere —dice Gerard.
—¿Por qué?
—Por estar aquí.

El general salta con destreza del podio y se dirige directamente hacia mí, con la roja María Magdalena y los doce apóstoles uniformados a la zaga. Me abraza. Siento el rígido material de su traje de soldado, el cuero del cinturón y su pistola rozándome la entrepierna.
—Es amigo mío —le dice Jorge al general.
Me presento al general y Gerard traduce.
—Dice que no precisa traducción porque ya sabe que eres su amigo.

Quise decirle algo a la hermosa vocera, pero esta se precipita escaleras abajo detrás del general y se sube a su carro. Dos ancianas vistiendo severos vestidos floridos se plantan frente a mí; una me agarra del brazo y me arrastra hacia el costado del edificio. La otra camina detrás de mí y apoyando ambas manos en mi espalda me empuja hacia arriba por una calle vacía, desagradablemente empinada. Oigo cómo parten el carro del general y los camiones con los soldados. Está oscuro, la calle no cuenta con alumbrado. Oigo detrás de mí a Gerard, que me habla sobre el papel de esta comuna durante el régimen de Escobar. Los vecinos habían contratado mercenarios para sacudirse a las milicias de la droga, la guerrilla de izquierda y los escuadrones de la muerte de derecha, pero al final los mercenarios resultaron ser peores.

A la vera del camino hay un desastre. Entre montañas de escombros, restos de carros oxidados y material de construcción desechado hay casitas precarias con paredes de cartón yeso, bloques de cemento y plástico. Los techos se componen de trozos sueltos de cinc, plástico negro y chapa. Delante de las casas hay mujeres jóvenes en bikini con niños en brazos. Nos llaman.
—Que entremos. Quieren darte algo —dice Gerard.
—¿Y qué es lo que quieren darme?
—Todo lo que tienen.UC

HOTELKAMER

Hotelkamerverhalen
Bas Kwakman
De Arbeiderspers
2017

*Traducción para Universo Centro

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