Hijueputazos en cartelera
Oscar Iván Montoya L.
El primer gran hijueputazo del cine colombiano no se escuchó sino que se vio, y fue proferido por Carlos ‘el Gordo’ Benjumea en El taxista millonario (1979). Vale la pena aclarar que antes de ese madrazo ya otros habían utilizado la palabrota, como uno de los soldados de Maromas (1978), un corto de Erwin Goggel, que al darse cuenta de que su compañero mató por equivocación al carnicero del pueblo le dice: “Hijueputa, la cagó, este es Jerónimo Zapata”; o el director ficticio que encarna Carlos Mayolo en Agarrando pueblo (1977), quien en un raro momento de autocrítica dice: “Vamos a quedar como unos hijueputas vampiros”. La diferencia con las palabrotas del soldado y de Mayolo es que El taxista millonario fue visto por cerca de un millón quinientos mil espectadores, que celebraron a mandíbula batiente la forma en que el Gordo Benjumea, después de abrazar a su despampanante novia, se voltea para que ella no se dé cuenta y les modula clarito a un par de casanovas de piscina que la han estado piropeando: “Hijueputas”.
A partir de ese momento, las maldiciones de grueso calibre entraron a formar parte del arsenal de los guionistas colombianos, pero para llegar a ese punto, por lo menos en lo que tiene que ver el uso del lenguaje de una forma más desparpajada y realista, el cine nacional tuvo que sortear la férrea censura que no tenía contemplaciones con desnudos, palabras obscenas o besos muy largos.
Entre la tradición y la vanguardia
Hasta comienzos de los años sesenta, el cine colombiano estaba enfocado en celebrar un pasado idílico de montañas y cañadas; era tan pobre técnicamente que su repertorio estaba limitado al registro de bailes y números musicales; estaba tan ajeno a lo que sucedía en el mundo que no se había dado por enterado de las nuevas temáticas introducidas por el neorrealismo italiano o las novedosas formas de rodar de la Nueva Ola francesa.
Fue de la mano de José María Arzuaga y su película Raíces de piedra (1962) que el cine colombiano fue incorporando personajes, situaciones y parlamentos con expresiones como pendejo, imbécil, desgraciado, que enriquecieron unos diálogos correctos y desabridos. Pero no es hasta El zorrero, de Luis Alberto Mejía, una de las historias de Tres cuentos colombianos (1963), que podemos escuchar insultos de mayor calibre en las gangosidades propias del sonido de la época y la voz enmarañada de Fernando González Pacheco, cuando les grita a unos borrachos que han estado a punto de atropellarlo: “Engominados, oligarcas, mantecos”.
La segunda película de Arzuaga en Colombia, Pasado el meridiano (1966) es la que instaura una especie de realismo sucio e introduce personajes urbanos como Augusto, el ascensorista, o Edgar, el encargado del departamento de artes de la empresa de publicidad, tal vez el primer marica del cine colombiano, y deja oír algunas frases como la de un esposo enojado cuando su mujer le pregunta con insistencia por el paradero del tetero del niño: “Vaya búsquelo en el carro, vieja güevona”.
Junto con la propuesta del Arzuaga estaba la de Julio Luzardo, que en 1965 estrena El río de las tumbas, considerada la fundadora de una forma de hacer cine a la colombiana, porque supo representar en un pueblo perdido en el Huila, la esencia del país que éramos entonces. La película contiene algunas frases bastante arriesgadas para el momento histórico que estaba viviendo Colombia: “El alcalde era malo, como todos los alcaldes”, o “Abajo los politiqueros”, pero gracias a un humor aparentemente inocente logró burlar la censura, cosa que no sucedió con las películas de Arzuaga que solo se pudieron ver años después.
En 1967 se realizó Bajo tierra pero no se pudo estrenar. La película, dirigida por Santiago García, cuenta la historia de Don Múnera, un campesino que se ve envuelto en un triángulo amoroso que se dirime cuando el protagonista le propina una puñalada a su adversario, mientras al fondo se repite como un mantra: “Esta puerca vida, perra vida”.
Se cagó la toma
En 1973 se pudieron ver las primeras películas pornográficas en Medellín, y las butacas de los teatros Sinfonía y Guadalupe no daban abasto para tanto espectador ávido de imágenes nunca vistas y diálogos jamás escuchados. Sin embargo, la producción colombiana seguía siendo puritana, explotadora de la miseria local, o en el mejor de los casos, cautiva de un lenguaje incendiario y moralista, como el de Carlos Álvarez y sus películas ¿Qué es la democracia? (1971) y Los hijos del subdesarrollo (1975).
Paralelo al cine politizado o comercial, estaba la propuesta de Carlos Mayolo y Luis Ospina, en especial Agarrando pueblo, una película anárquica y desenmascaradora, en donde no escasean las malas palabras y un humor salido de madre cuya mayor expresión es la secuencia en la que el equipo de realizadores invade la casa de un individuo andrajoso, y ante la insistencia del productor por comprarlo con un fajo de billetes, el hombre se baja los pantalones, le pela un culo sucio y renegrido a la cámara y exclama, “Sabe qué puede hacer con este dinero, esto, vea, esto”, y se pasa los billetes por el trasero una y otra vez, para terminar persiguiéndolos machete en mano.
Cerrando la década llegó Gustavo Nieto Roa con películas como Esposos en vacaciones (1978), El emigrante latino (1980) y El taxista millonario (1979), la más exitosa de todas. El gancho de estas producciones era la aparición de las estrellas de la televisión, pantalla por entonces muy pacata y muy cuidadosa de no mostrar o decir cosas que la Iglesia, las juntas de censura o los padres de familia consideraran inconvenientes. De esta manera, el cine se convirtió en un escenario para que las figuras del jet set criollo pudieran echar un madrazo, mostrar una teta o aparecer arrunchados en una cama matrimonial.
Qué chimba, hijueputa
A partir de los años ochenta el cine colombiano sortea de mejor manera la relación con la censura y se sumerge en la búsqueda de una identidad todavía esquiva, primero a través de historias cotidianas como en El escarabajo (1981) de Lisandro Duque, o vía la cinefilia exacerbada, en el caso de Pura sangre (1982) de Luis Ospina, película enfeudada en los referentes extranjeros pero con un sabor bien local, con Carlos Mayolo y Humberto Arango en el papel de un par de cacorros malhablados y periqueros que no escatiman groserías bien castizas: “Ojalá se muriera ese viejo hijueputa”, dice uno de ellos refiriéndose a su jefe.
Una tercera vía fue la de la adaptación cinematográfica, de la cual Cóndores no entierran todos los días (1984) es el ejemplo más sobresaliente. Dirigida por Francisco Norden, es el arquetipo de una buena adaptación, con agregados tan importantes como la frase de León María Lozano, “Es una cuestión de principios”, que no está en el libro de Álvarez Gardeázabal, o el desplante que le lanza el Indio Arango al sicario que trata de asesinarlo en su finca: “Pelié si es macho. Partida de hijueputas”.
Técnicas de duelo (1989) fue el debut de Sergio Cabrera, una historia donde su director irá perfilando los personajes, las situaciones y los parlamentos que luego pondrá con fuerza redoblada en La estrategia del caracol (1993), la película que contiene el hijueputazo más famoso del cine colombiano, el celebérrimo “Ahí tienen su hijueputa casa pintada” que dejan escrito en una pared los habitantes de la Casa Uribe en el centro de Bogotá. Es un final perfecto que muchos de los directores han tratado en vano de replicar, entre ellos el mismo Sergio Cabrera, y que llevó a Ciro Durán a comentar: “Prefiero realizar una película con el final de La estrategia del caracol que ganarme la Palma de Oro de Cannes”.
Pedazo de gonorrea
En 1990 se estrena Rodrigo D., dirigida por Víctor Gaviria, película que refleja de manera brutal y poética la convulsa realidad de Medellín, con las claves de un lenguaje feroz y pegadizo, en el que no faltan los malparidos, pirobos y gonorreas. Muchas de sus expresiones y líneas de diálogo pasaron al lenguaje popular, algo inalcanzable para otro tipo de película: “Qué loca”, “Los punk son unos aparecidos”, “Chatarrera hijueputa”.
Es particularmente memorable el diálogo que sostienen Ramón y el Alacrán antes de robarse un carro: “Ah loco y por qué no, no le ganamos el tubo a Adolfo y le montamos la rara”, propone Ramón, a lo que el Alacrán responde, “Vos a la final sos tremenda gonorrea ome. A ese loco yo lo llevo más bien que un hijueputa”. Al final Ramón riposta haciéndose el inocente: “Ah, dejá de ser piquiña, ¿vos creés que le vamos a montar la rara a ese loco?”, y el Alacrán lo remata: “Vos sos una gonorrea, en vos no se puede confiar”.
Felipe Aljure fue asistente de dirección de Víctor Gaviria, y algo o mucho del director antioqueño hay La gente de la Universal (1993), especialmente en el retrato descarnado de la ciudad y en la fiereza del lenguaje. En una secuencia en que le dan una paliza a uno de los presos de la cárcel en la que está encerrado Gastón, el magnate de las películas porno, pasa cada uno de los esbirros metiéndole su coscorrón o su patada: “Tienes suerte de que salgo el sábado o si no te partiría el cuello, hijo de puta”, le dice Gastón; “Pa que afine, hijueputa”, le escupe un segundo; “Como soltás la lengua soltás el culo, pirobo”, le atina un tercero; “Gorronea”, sentencia un cuarto.
Pasado el estreno de La estrategia del caracol y La gente de la Universal, el cine colombiano entra en un periodo de declive, estancado “entre la confusión y la duda”, como diría un personaje de Sergio Cabrera, con pocos espectadores frente a las pocas películas en cartelera.
Sacalo pues, hijueputa
Veinte años después del estreno de El taxista millonario arriba al cine colombiano Dago García, quien se estrena como productor con La mujer del piso alto (1997), pero es en La pena máxima (2001) donde va a encontrar las claves de su universo, pese a ser una película dirigida por Jorge Echeverri. Personajes de clase media, temáticas populares, finales con moraleja, lenguaje en el que no escasean los madrazos son los componentes de casi todas sus películas. “Hijueputa, hijueputa, hijueputa”, le gritan los enardecidos fanáticos a la Fiera Sanabria, el futbolista que bota el penalti con el que la selección Colombia habría clasificado al mundial.
Sin embargo, los madrazos en las películas de Dago García no tienen la fuerza ni la eficacia de los pronunciados en producciones como Sumas y restas (2004) de Víctor Gaviria, donde se aborda el mundo traqueto desde la perspectiva de las clases acomodadas, aquellas que también se dejaron seducir por el dinero fácil. Es muy recordada la actuación de Fabio Restrepo como Gerardo, quien le propina una puteada memorable a su hermano cuando lo sorprende después de una noche de basuco: “Así es que sabés qué hijueputa, es la última oportunidad que te doy, la próxima vez te vas para la gran puta mierda, y te vas para debajo del hijueputa puente de donde te saqué, marica hijueputa”.
En 2007 Javier Mejía estrena Apocalípsur, una película en la que los mejores parlamentos corren por cuenta del Gurre y Chócolo, que se insultan entre ellos con unos alegatos como balas surcando el aire: “Meté esa puta cabeza, gonorrea, quién te dijo que hablaras hijueputa”, le dice el Gurre a uno de los secuestrados, y cuando Chócolo replica pidiéndole que los deje salir a caminar un ratico, el Gurre le rebate con toda: “Ni puta mierda maricón, ¿vos pensás que vinieron a pasiar?”. Y Chócolo cierra la edificante conversación: “Vos si sos un hijueputa muy asao, y fuera de eso sos bruto, yo al menos veo televisión”.
La primera década del 2000 se cierra con el debut de Rubén Mendoza y su trabajo La sociedad del semáforo, la única película colombiana que tiene un madrazo en su primer parlamento, cuando Raúl Téllez, el protagonista, después de fumarse un basuco organiza unos cartones que le servirán de cama y dice como si fuera un político en campaña: “En mi gobierno todos los colombianos tendrán caja propia, hijueputa”.
Mucha perra
En 2016 Víctor Gaviria regresó con La mujer del animal, en la que aparece Libardo, el Animal, un personaje que encarna nuestros demonios más oscuros: ladrón, violador, cuatrero, y como si fuera poco, el personaje más malhablado de la historia del cine colombiano. Cuando se entera de que su primer hijo es una niña, y no un varón como él quería, así reacciona: “Hijueputa ome, estas hijueputas de las hijas mías primero me las como yo, hijueputa, menos que cualquier malparido, y después a putiar pa que me mantengan esas perras”.
Pero más impresionante que Libardo es su mamá, quien es el verdadero espejo del protagonista, una madre cómplice de su adorado hijo calavera, que celosa por la mujer de Libardo la encara y le pregunta: “¿Qué le estás dando? ¿Es que te está mamando la chocha? Solapada hijueputa”. O la manera cómo la describe uno de los policías que buscan a su hijo: “Pa la cárcel vas vos también maricona, por alcahueta, hijueputa, malparida, vas pal Buen Pastor por haber parido a ese violador, depravado, hijueputa”.
La mujer del animal es la quintaesencia de la vulgaridad, pero a la vez el retrato más fidedigno de nuestro país, que permite y calla el atropello contra las mujeres, muchas veces con la complicidad de las mismas mujeres, incluidas las madres. Al final de la película dan ganas de exclamar con respecto a Colombia, lo mismo que Olga, la hermana del Animal, cuando se refiere a su progenitora: “Esa es mi mamá. Es una vieja hijueputa”.