El apartamento de la tía Lucrecia
Luckas Perro. Ilustración: Manuel Celis Vivas
Ninguno de mis amigos tenía dónde caerse muerto y yo quería acompañarlos en su sencilla consigna: para tener novia no se necesita indefectiblemente plata. Sin embargo ellos se preocupaban un tanto más por los billetes, mientras yo me lanzaba en proyectos que de entrada parecían ir al fracaso, por lo menos monetariamente.
Bajo la premisa de “no te alarmes por dinero”, logré algo que ellos solo lograrían una década más tarde: independizarme, y con un sentido paternal que empezó a crecer en mí, pasados los veinticinco, pensé en voz alta frente a ellos: “No quiero que sufran lo que yo sufrí, quiero que sepan que en mi apartamento habrá un lugar para sus lides amorosas y…”. Sin dejarme terminar la frase se echaron a reír y me apodaron de inmediato tía Lucrecia, al mismo tiempo que cambiaban sus burlas por súplicas, pidiéndome cada uno que le dejara inaugurar el sitio y que les diera un poco más de dos horas el primer día.
Afuera de la habitación de huéspedes puse una alcancía tipo marranito, que soñé poder llenar para irme a Santa Marta al final del año. El cuaderno de citas estaba lleno. El acuerdo establecía que solo se admitirían tres encuentros por día y el fin de semana estaba vedado, salvo un caso especial de crisis de pareja, despedida o polvo de reconciliación; cuán eclesial resultaba esta última categoría.
El negocio era un éxito en convocatoria pero el pobre marrano era un solitario adorno de corredor. Del otro lado de esa habitación de deliciosas torturas, era yo también el porcino que chillaba sin una moneda ni, mucho menos, un billete adentro. La tía Lucrecia estaba enfadada y como buena tía no decía nada y se tragaba el problema completo.
Mis amigos en cambio mejoraron en todo. Unos se hicieron a mejores trabajos, otros se convirtieron en máquinas del conocimiento, las toxicomanías se equilibraron, el escritor de nuestra cofradía fluía como río en invierno llevándose a su paso diferentes concursos, y hasta el feo logró hacernos creer que el amor va más allá de las formas y se levantó una despampanante rubia que se pavoneaba por mi corredor… ¡Ahg! No sé cómo explicaban mis favores a sus familiares, pero sus madres, al verme, parecían tener en frente al santo de sus milagros y me mandaban de regreso a casa envuelto en esas chillonas fragancias que me sentenciaban a llevar la chapa de tía Lucrecia.
Mi rabia aumentaba, y justo en un pico de malparidez en que juraba en el patio no volver a prestar la casa a ningún hijueputa amigo, entró Juan Pablo, el más asiduo cliente de mi casa. De inmediato entré sigiloso a mi cuarto.
No lo reconocí por su voz melosa, sino por el tono grave de la garganta de su compañera, la Chavela Ospina. Su voz no era desagradable pero reía como cacatúa vieja, por lo que yo evitaba los chistes delante de ella, y en alguna ocasión llegué a insultarla sin justificación, pero sabiendo el objetivo social que cumplía este sacrificio para el bien de los oídos míos y los de mis contertulios.
No recordaba que había una cita acordada. Por lo general los encuentros se programaban para antes de las ocho de la noche, que era la hora en que yo regresaba de dictar una clase privada. Pero ese día me incumplieron la clase con una excusa pendeja y regresé mas temprano. Al entrar y ver vacía la cama doble que había comprado un par de años atrás, pensé que si bien mi filantropía no llegaba hasta el punto de compartir el lecho, mis amigos de algún modo me habían salado la casa. No hice ningún ruido. Seguía mascando mi rabia. Al parecer no hubo mucha obertura y la pareja entró enseguida en materia. La malparidez se hacía una costra sangrante en mi cabeza que quería invadirlo todo, pero de inmediato noté que mi verga endurecía, mis hombros se distendieron y me dejé llevar por la melodía. Los ruidos de la Chavela sonaban armoniosos sobre la respiración alterada de Juan Pablo. Hubo una pausa. Suspiré insatisfecho pero de inmediato la sinfonía vino en aumento. Eché mis pantalones a un lado y empecé a masturbarme. Mi espíritu se apoderó del cuerpo de Juan Pablo. Todo estallaba. Lo que en principio identifiqué como una jauría de lobos pasó a ser una expedición de niños que reían al escuchar que la fricción de sus cuerpos sonaba como un par de chancletas caminando por un corredor inundado, y luego un batir de carnes, un choque de naves, y de nuevo un aullido que reclamaba al mismo tiempo muerte y fertilidad. Todo dentro de mí fue sincronía y un despelote de esperma sobre el escritorio. Como nunca antes, añoré un abrazo que permitiera marcharse a la bestia que aún respiraba entrecortadamente y dejar al amante extasiado retomar el aliento.
Un tiempo después dejé de prestar el apartamento pues vino una ola de separaciones, rencillas y venganzas carnales, entre una que otra puta que metió Diego, el más desafortunado de mis clientes. Pero desde aquella noche, Juan Pablo y Chavela no volvieron más. Poco tiempo después supe que ella estaba en embarazo y mi intuición de tía me rumoraba que había sido entre estas paredes que la alquimia había dado sus frutos. En todos esos meses no recibí siquiera un agradecimiento por la autoría intelectual, pero vaya sorpresa la que me llevé cuando por fin, años después, conocí el resultado. El chico tenía unos intensos y lobatos ojos negros, era la forma física de aquella melodía que pude disfrutar esa noche, y, al verlo correr, supe que algo de mi pensamiento habitaba también en sus huesos.
Sigo viviendo en el mismo apartamento. La cama doble la vendí y hace poco desistí del noveno método alternativo-chamánico al que había asistido para equilibrar mi aura y mi energía sexual. De vez en cuando me llaman Diego o Mauro, dicen que andan cerca y preguntan si podría prestarles el apartamento. Cómo decirles que no si son de la casa, mijo.