CAÍDO DEL ZARZO
VASOS COMUNICANTES
Elkin Obregón S.
Para el periódico guarceño Monteadentro (que llevan al hombro, entre otros y otras, Gloria Bermúdez —primera dama de El Retiro— y Alejandra Estrada, escribí una crónica, “Cuentos peregrinos”, muy inferior a su temática. Mencionaba allí En la diestra de Dios Padre, el cuento de Tomás Carrasquilla, y su obvio paralelismo con un episodio narrado en Don Segundo Sombra, la célebre novela gauchesca de Ricardo Güiraldes. En fin, este y otros casos daban pie al cronista para hablar de un fructífero peregrinaje narrativo que, a lo largo de los siglos, une culturas y hermana idiosincrasias.
Unos días después, leyendo el teatro de Miguel de Cervantes, me topé con uno de sus entremeses, El retablo de las maravillas, prodigio de ironía condensado en diez páginas; y, aunque el tejido de la historia es muy otro, y en nada se parecen las circunstancias, se me puso frente a los ojos el célebre cuento de Hans Christian Andersen El traje nuevo del emperador, pues la intención es la misma, y similar el efecto logrado.
No consta en mis escasas lecturas el hecho de que algún estudioso haya registrado el paralelismo entre el entremés cervantino y el relato de Andersen. Sin embargo, alguien debe haberlo hecho, pues ambos autores gozan de exégetas tan fieles como minuciosos. Pero lo que supe luego me dejó fuera de base.
Muy torpe hubiera sido dar aquí el asunto por terminado, porque después de escrito lo anterior, leo que, según afirma Pedro Laín Entralgo, la mojiganga de Cervantes se inspira en “el cuento del traje invisible del rey, en el ‘enxiemplo XVII’ del Conde Lucanor, del infante don Juan Manuel, en el siglo XIV”. Es decir, tras un salto de cinco siglos, nuestra fábula se muerde la cola, y vuelve a ser el famoso traje imperial; casi no cabría duda de que el gran cuentista danés tomó de allí su historia; a no ser que conociera una fuente aún más antigua, porque este carrusel de vasos comunicantes se parece mucho al juego del eterno retorno.
Eran felices épocas en que no se hablaba de plagios. Gracias a esa sana costumbre se salvaron de demandas William Shakespeare (buena parte de sus obras son geniales remakes), los sucesivos fabulistas que bebieron en Esopo, los dramaturgos del siglo XX que hicieron lo propio con sus colegas griegos. Para no mencionar (aquí apenas se especula) las muchas historias que debieron surgir de la Biblia, de Las mil y una noches, del Calila y Dimna, del Popol Vuh, del Mester de Juglaría. Tantas copas servidas para una orgía perpetua.