Pasajeros de El Pasaje
Juan Fernando Hernández. Fotografías: Juan José Cuervo Calle
En el barrio Colón de la ciudad de Medellín, sobre la
carrera Niquitao, se encuentra una de las casas en
la cual habita parte de la memoria desventurada
de la ciudad.
El Pasaje fue una casa familiar hasta principios
de los setenta; ahora es un inquilinato con un pasado oscuro
del cual la nueva administradora intenta rescatarlo.
La fachada del inquilinato la componen una carcomida
puerta de madera pintada de azul, al igual que los marcos de
sus ventanas, y los zócalos café oscuro que contrastan con el
resto de la pared de un amarillo gastado. Una de las ventanas,
que en vez de vidrio tiene una tabla delgada a manera de
cortina, está protegida por una gran reja que deja leer el miedo
ambiente. Frente a la puerta de El Pasaje, dentro de un coche,
llora un bebé de aproximadamente un año.
Tras el portón se observa un corredor iluminado, con baldosas
verdes, blancas, rojas, amarillas, algunas con diseños
geométricos. Es una baldosa cuarteada, gastada por los incontables
pasos que han marcado los pasajeros de la casa. Al
final del corredor se observa la figura de Nubia sollozando;
lleva un cuadro rojo bajo el brazo izquierdo y en la mano derecha
sostiene una bolsa con ropa.
La primera alcoba después de la puerta de entrada es la
de Mercedes, la administradora del inquilinato, una mujer
joven que dejó su casa en un municipio del sur del Valle de
Aburrá, huyendo de amenazas contra su vida. Ella dejó su
pequeña hija al cuidado de su madre, y solo puede verla algunas
veces al mes.
Mercedes es una mujer de carácter. Sin embargo, se conmueve
fácilmente ante las necesidades primarias y apremiantes
de sus inquilinos. Para evitarse problemas Mercedes ha
decidido que en su administración solo alquilará piezas a parejas
con un niño, aunque en El Pasaje hay familias de hasta
cuatro pequeños que vivían allí antes de las nuevas políticas
que no están escritas en ninguna parte. Algunos llevan años, han hecho su familia en esos cuartos, llegaron con un solo
hijo y ahora comparten colchones y cobijas con otros tres.
Uno de los temores más frecuentes de Mercedes son los
fantasmas que habitan la casa; los hay de todas las formas:
infantiles, adultos, masculinos, femeninos, en forma de sombras
sin rostro, o como recuerdos cargados de muerte y gritos.
“Una noche fui a lavar unos platos a la poceta de atrás,
de repente, sentí un frío extraño, como si algo muy grave estuviera
a punto de suceder, y al mismo tiempo me sentí observada.
Solté inmediatamente los platos y salí corriendo a la
pieza”, dice Mercedes con algo de terror.
A diferencia de otras habitaciones, la de Mercedes, donde
vive con su joven compañero Fabián, no está sobrecargada
de objetos; un rincón hace las veces de armario y nueve cachuchas,
tres tarjetas con motivos adolescentes y tres angelitos
adornan las paredes. El televisor a color grande ocupa el
mejor lugar en la habitación, al lado de la cama, con parlantes
conectados a un miniestéreo.
Mercedes nunca había vivido en un inquilinato; el día que
su madre y hermanos fueron a visitarla con su pequeña niña,
sintió un poco de vergüenza, pero su familia se tranquilizó al
ver que ella y Fabián ocupan la mejor pieza. Además, quién lo
creyera, resultó siendo la administradora y con algo de orgullo
recuerda y hace cumplir las normas.
Aunque solo lleva nueve meses en el cargo, la administración
de Mercedes ha dado algunos frutos; se observa el orden
en las áreas comunes y ya no entran y salen extraños como si
el pasaje fuera peatonal. “Aquí las cosas no son como antes
—dice Mercedes—. Antes asesinaban mucho en los corredores,
en las piezas. Por eso es que aquí espantan. En el solar y
el primer piso debe haber personas enterradas”. El solar es un
lote vacío detrás de la casa, separado de esta por un muro, y el
primer piso es un sótano con patio central.
Con una amable sonrisa, que muestra cierta candidez
adolescente, Mercedes seca con una toalla su larga cabellera castaña mientras comenta los daños
más frecuentes en la vieja casa de El Pasaje:
“Las llaves de las pocetas, la obstrucción
de los inodoros. También se
pierden los objetos de uso personal, pero
en esos casos no es un fantasma sino algún
inquilino sin jabón o pasta dental”.
En la alcoba número dos vive una mujer
morena que dice que no puede atender
a nadie en el momento porque está
muy trabada; está con su compañero, un
hombre trigueño con cara de pocos amigos.
Un velo transparente en el marco de
la puerta abierta desdibuja las figuras
dentro del cuarto, salvaguardando un
poco la intimidad y permitiendo el paso
de la luz durante el día.
En la tercera alcoba viven Bernardo
y Dalia, de veintiuno y diecisiete años
respectivamente, tienen una niña de siete
meses. Bernardo trabaja como mesero
en un bar de estriptis, pero lo que gana
es poco para pagar los diez mil pesos del
alquiler y la comida para los tres. Dice
que pronto viajará a Pereira, ya que su
mujer quiere estar con su familia y dejar
de vivir en piezas: “Si yo encontrara
quién me sirviera de fiador, me iría mejor
a pagar arriendo a un apartamentico,
pero nadie me hace ese favor”, dice pensando
en el respaldo inexistente.
A Bernardo le gusta cocinar. En la
cocina que comparte con otras cuatro
familias inquilinas, prepara su almuerzo.
Sobre la estufa encendida Bernardo
destapa una olla que deja ver unas presas
de pollo que al lado de papas, zanahorias,
yucas y plátanos dan vueltas y
vueltas, sumergiéndose y saliendo de
nuevo a la superficie en medio de un caldo
en ebullición aromatizado con cominos,
cilantro y ajo. Bernardo muestra
orgulloso su preparado, feliz con su buena
sazón y con la suerte de tener un banquete
cocinándose que puede mostrar.
Tras esa tercera pieza, el piso del corredor
es de madera, alguna reparada,
otra en mal estado, con huecos de tamaño
considerable, obstáculos para los niños y los borrachos. El corredor se hace más
claro por la luz que irradia el patio inferior
del sótano, donde juegan tres niños
con una bomba mientras una esquelética
mujer fuma su cigarro y los observa.
Nubia, que lloraba hace un rato en
ese mismo corredor, ahora carga una
canasta de bebé con prendas de vestir y
juguetes. Está desocupando su pieza, la
ayudan en su tarea dos niños y Bernardo,
que por un momento abandona la
preparación de su almuerzo para subir
las pertenencias de la mujer por las escalas
del sótano hacia el primer piso. La
noche anterior Nubia tuvo problemas
con su pareja y se irá a vivir a la pieza
de su madre en otro inquilinato. Dalia
observa y comenta: “Esta escena de los
trasteos es algo común. Ayer sentí que
Nubia lloraba toda la noche: si ella me
hubiera pedido ayuda para algo, yo se
la habría dado”.
Nubia recoge un televisor a blanco y
negro, y mientras los niños y Bernardo
le arriman el hombro para sacar las cosas
hasta la puerta del inquilinato, ella le
pide ayuda a un hombre para subir hasta
su nueva pieza al niño en el coche que
está en la puerta y desde hace un rato
dejó de llorar. Se ha entretenido viendo el
desfile de objetos que componen su mundo
ambulante y todavía incomprensible.
De alguna de las piezas del sótano
sale un olor a marihuana, que es como
el incienso continuo de la vetusta casa
de El Pasaje. En la pieza número trece
de allí abajo viven dos adolescentes gemelas
de unos trece o catorce años; una
de ellas con un embarazo que ya es casi
un parto. Salen juntas a lavar una renegrida
olla chocolatera, se acompañan
hasta para ir al baño, según dice una de
ellas: “No se sabe cuándo alguien se la
quiera parrandear a una”.
Una de las últimas piezas en el sótano
de El Pasaje es la numero diecisiete,
donde vive un hombre con cuatro
mujeres jóvenes tan esqueléticas como
la mujer que observa jugar a los niños con el globo. Una de ellas le cuenta a
las otras los sucesos de la noche anterior:
un taxista le pagó por sexo oral y
ella se le goleó unos billetes mientras el
cliente cerraba los ojos, concentrado en
la mamada; todos se ríen de su hazaña,
incluso el hombre que ahora sale sin camisa
a la puerta y comienza a armar un
cigarrillo de marihuana.
Nubia, que acababa de salir, regresa
a la carrera por un desvencijado fogón
de petróleo y echa una mirada a lo que ha
quedado en la pieza: un catre, una colchoneta,
unas cobijas, dos pequeñas mesas,
un armario de mimbre sin puertas. Al lado
de ese armario, tirados en el piso, dos ganchos
de ropa, una correa vieja y la figurita
de un superhéroe que perdió uno de sus
brazos en alguna batalla en El Pasaje.
Nubia recoge las cobijas, luego el fogón
y con un suspiro exclama: “¡Bueno,
ya me bajé de este bus, hasta aquí llegó
mi pasaje!”.
Es probable que algún día regrese.
Como nómada de inquilinato sabe que
su vida está signada a habitar ese tipo
de casas. Nubia nació en una casa de inquilinato,
en varias de ellas vivió su niñez
y precisamente en El Pasaje llegó su
primer hijo al mundo. Toda su vida ha
cargado sus pertenencias de un inquilinato
a otro, secándose las lágrimas dice:
“Esto aquí es suave, ya no matan como
antes cuando tiraban los muertos al solar.
Yo he vivido en inquilinatos más
ollas como Los Andes, La Casa Azul, y
hasta en La Macabra en Lovaina”.
Mercedes se despide de Nubia con
un hasta luego, convencida de su regreso;
Nubia se despide con un breve gesto
de las esqueléticas y del hombre sin camisa
que ahora fuma su bareto; suerte,
le dicen sin más afanes.
Nubia sube las escalas. Dalia y Bernardo
que ahora disfrutan de su almuerzo,
la ven perderse entre el humo
de cannabis del pasillo, con las cobijas
bajo el brazo y el viejo fogón de petróleo
en una mano.