Número 87, junio 2017

Cruces a cuestas
José Libardo Porras. Fotografías: Juan Fernando Ospina

LECTOR
Avenida Oriental con calle Caracas

Fotografías: Juan Fernando Ospina

Llega por la Oriental arrastrando una canasta plástica de las usadas para trajinar productos en fábricas y supermercados. De allí saca una escoba sin palo, barre el espacio colonizado en la acera, donde nunca da el sol ni cae la lluvia, y recoge la basura en una bolsa que arroja al basurero pegado al poste del semáforo. Saca una banqueta y la arrima a la pared. Saca la caja plástica de cerveza con los aguacates que venderá, la vacía cuidadosamente, la coloca boca abajo en su puesto original y encima distribuye la mercancía. De un termo sirve un vaso de café y bebe a sorbitos antes de dejarlo a medio consumir a sus pies. En esa canasta roja cabe lo que el hombre requiere para vivir. Saca una piedra de amolar en un soporte como una plantilla de zapatero. Saca dos cuchillos de matarife, se sienta en la banqueta con la piedra amoladera entre las piernas y comienza el trabajo: apoya la hoja en la piedra, la presiona ayudándose con el peso de su cuerpo, la desliza hacia adelante, vuelve a la posición inicial y repite el movimiento, que es un balanceo. Cada cierto número de balanceos comprueba el filo con dedos expertos, cambia de lado a la hoja y continúa. Cuando los cuchillos están a su gusto los acomoda entre la canasta, al alcance de la mano. Si se le preguntara por qué afila tanto los cuchillos, contestaría que lo hace porque le gusta vender los aguacates partidos a la mitad de modo que el cliente no vaya a llevarse uno podrido, y para eso no le sirven cuchillos mellados. Aun así, semejante minuciosidad en el afilado de esas herramientas le cuadraría más a un jifero. Los delincuentes, que a diario extorsionan a los comerciantes del sector, a él no se acercan si no es para comprar. Enseguida bebe el resto del café, ya frío, saca de la canasta un libro y se dedica a leer. Sabe que a esa hora es improbable que alguien pase por el lugar pensando en aguacates: los aguacates tienen su hora antes del almuerzo y, de pronto, antes del anochecer. Aunque lee con un solo ojo mientras con el otro registra cuanto sucede de una a otra calle, le basta para sumergirse en los mundos de su lectura. Verlo amolar sus cuchillos puede hacerle subir a uno cierto temblor por el espinazo, y ese temblor se multiplica si luego se le ve leer. ¿Cómo se entrelazan los actos de afilar un cuchillo y leer un libro? ¿Qué le sugieren esos libros? ¿Qué pensamientos desolla y descuartiza en tanto lee? ¿Cómo actúan en su cerebro y en su corazón cuando ha dejado de leerlos? ¿Comparte sus lecturas con alguien? ¿Cómo las goza y padece? Preguntas cuyas respuestas tal vez nadie conozca jamás, pues el hombre apenas se permite algo de conversación con uno que otro cliente, siempre respecto al negocio; preguntas que a nadie suscitaría si solo se le viera leer periódicos y revistas de farándula o deportes. Barrer, afilar, leer... Tal es su rutina antes de que empiecen a caer los consumidores de aguacates. Pero una o dos veces a la semana introduce una variación. Saca una tijera. Saca un espejito de bolsillo con marco azul de pasta dura y una estampa del Sagrado Corazón de Jesús al respaldo. Con el espejo en la mano izquierda, frente a su cara, y la tijera en la derecha, durante cinco o diez minutos da tijeretazos calculados supervisándolos con miradas en el espejo no exentas de vanidad. Cinco o diez minutos escamoteados a la lectura de un manoseado ejemplar de Los miserables.

Evocar el cuadro del vendedor de aguacates con el espejo en una mano y la tijera en la otra, me provoca una mezcla de emociones que, al final, se resuelve en una sonrisa de compasión: si por él o por mí, lo ignoro.

ESTUDIAR
Córdoba con calle Colombia

Fotografías: Juan Fernando Ospina

Le atrae de su esquina que por ahí pasen cientos de jóvenes rumbo a las universidades y los institutos técnicos y tecnológicos, y decenas de ellos se detengan ante el exhibidor a echar un vistazo a los titulares de los periódicos.

Futuros abogados, economistas, pedagogos, administradores... Ella a todos los admira. A todos los anima. Su lema: no renegar, no quejarse. ¿Acaso su mayor felicidad en el liceo no la halló en los trasnochos, durante las temporadas de exámenes? Estudiar. Estudiar. He ahí su mejor música. Si las ventas mejoraran, podría comprar el formulario e inscribirse para presentar el examen de admisión en alguna universidad. Si tantos lo aprueban, ella también podría. Si tantos se hacen profesionales, ella también podría.

Si las ventas mejoraran y ella disminuyera esto y suprimiera aquello… Disminuir, suprimir, abstenerse.

Si entrara a estudiar tendría que seguir en la venta de periódicos hasta que la llamaran para trabajar a medio tiempo en alguna dependencia del gobierno, en una compañía líder, en una multinacional o algo así.

Mas, para atender, a la vez, la venta de periódicos y sus estudios universitarios, su hijo tendría que ayudarle, y para ayudarle tendría que crecer saludable y, para crecer saludable, ella no podría disminuir, ni suprimir ni abstenerse.

Estudiar. Estudiar. He ahí su mejor música.

MARITZA
Avenida León de Greiff con carrera Cundinamarca

Fotografías: Juan Fernando Ospina

Fabiola deja su vivienda a las siete de la mañana y antes de las ocho ya es Maritza.

Antes de las ocho, a la entrada de la pensión El Ensueño, Maritza luce una trusa blanca de malla con encajes que le va del cuello a media pierna y que, sin ser de aire ni de cristal, deja traslucir sus pechos, aún firmes, de areolas rosadas y pezones cárdenos; deja traslucir el sombrío bulto de su sexo y deja traslucir los rollos de grasa en la cintura y las caderas.

Recostada al marco de la puerta, Maritza convida a los caballeros a ser felices en su compañía durante un rato. A hora tan temprana no faltan clientes: llegan los que vienen de cumplir su turno en la fábrica y desean diversión antes de volver a lo mismo de todos los días que es el hogar; llegan los insaciables que no han conseguido rematar la fiesta iniciada la noche anterior; llegan los madrugadores. Años atrás, Fabiola consideraba que un cuadro como el de Maritza a la entrada de la pensión El Ensueño antes de las ocho de la mañana, vestida con una trusa transparente que la desnudaba, era posible en Amsterdam y otras ciudades principales, no en su Medellín del alma, a una calle de la Plaza Fernando Botero, adonde acuden los visitantes ilustres a fotografiarse junto a las esculturas del maestro. Sus colegas enumeran las desventajas de ejercer en ese horario: los clientes no están borrachos, que es cuando son más confiados y generosos; los clientes no las invitan al paraíso de las drogas y el alcohol; los clientes quieren sexo y no se dejan meter gato por liebre. Por razones idénticas, Maritza no cambia este turno por ninguno otro. Además le permite despachar a su hija para el liceo, como una madre cabal, y estar en casa para recibirla a su regreso, pues a la una de la tarde sube las escalas de la pensión El Ensueño por última vez solo para ponerse la ropa con que volverá al barrio, donde no es Maritza sino Fabiola, la mamá de Carolina, la niña que da ejemplo a las chicas del vecindario. Carolina cree que ver el cuadro de Maritza a la entrada de la pensión El Ensueño antes de las ocho de la mañana, vestida con una trusa transparente que la desnuda, es posible en Amsterdam y otras ciudades principales, no en su Medellín del alma.

RITOS
Calle Bolivia con Venezuela

Fotografías: Juan Fernando Ospina

Me alertó la lluvia de aplausos, mas, al llegar al sitio ya se iban los espectadores.

El hombre recogió el lienzo como de aire que usara de escenario, lo dobló hasta reducirlo a la apariencia de una billetera, se sentó muy filosóficamente sobre los adoquines, puso el paquetito del lienzo en el zurrón de cuero que le cruzaba el pecho, buscó allí con manos que veían y extrajo un huevo. Por sus movimientos y gestos levíticos creí que sacaría un cáliz, un incensario, una lámpara con gemas y piedras preciosas. Pero no. Sacó un huevo de gallina cocido. Lo giró ante sus ojos como para medirlo con la mirada y ver el cosmos al trasluz, lo peló, echó las cáscaras en el zurrón y comenzó a comerlo ante los desocupados que recién llegábamos a buscar entretenimiento de gorra.

Su piel de celofán, sus rasgos y su figura longilínea prometían un espectáculo consistente en ver a Confucio en el atrio de la catedral comiendo un huevo duro.

Intercambiábamos miradas, sin entender. Ahí tenemos en persona al artista del hambre, dijo alguien deseoso de protagonismos. Él mordisqueaba menuzcos de huevo y los diluía en la boca con movimientos pausados. Jesús de Nazaret multiplicando panes y peces para todos. Era como si la solemnidad hiciera más nutritivo el alimento, incluso como si lo nutritivo no fuese el alimento sino la ceremonia. Al cabo se reincorporó, hizo una reverencia al vacío y partió caminando como por la superficie de un lago ilusorio, o levitando. Todos nos dispersamos, quizá sin saber adónde dirigirnos. Yo retorné a casa prefigurándome la comida que iba a preparar y el vino que iba a servir esa noche en consagración de lo que constituiría otro comienzo en mi vida.UC

blog comments powered by Disqus