La abogada del diablo
Carolina Calle. Ilustraciones: Elizabeth Builes y Mónica Betancourt
Los ojos del uniformado tenían la luz intermitente de una advertencia. Con esa mirada le anunciaba a esa mujer flaca y rubia lo que tenía al frente: “Peligro a la vista”. La abogada no captó la señal de alerta e insistió: “Por favor, quítele las esposas, necesito hablar con el detenido”. El guardia le liberó las manos a ese recluso que venía desde la prisión bajo extremas medidas de seguridad. Antes de apartarse y dejarlos a solas, el carcelero volvió a mirarla, esta vez para decirle también con un gesto:
“Tenga cuidado”.
—¿Usted es Jaime Iván? —le preguntó ella al acusado y él asintió con su cabeza—. Mi nombre es Natalia Zuluaga, a partir de ahora seré su defensora —le extendió la mano derecha y lo invitó a tomar asiento frente al estrado mientras el juez daba la orden de comenzar la audiencia.
—Lo acusan de varios delitos, ¿usted los cometió? —indagó en voz baja mientras ojeaba el expediente. La primera página decía que el imputado nació en 1971, que medía 1.73 metros de estatura y que su captura había sido el 13 de junio de 2016.
—Sí doctora, yo los estrangulé —respondió sin titubeos.
En ese momento Natalia comprendió lo que el guardián trató de sugerirle con un guiño. Ese tipo de cabeza afeitada y sin barba, de pestañas largas y piel blanca, no era cualquiera.
El acusado sacó de su bolsillo un recorte de prensa y se lo entregó a la abogada como si fuera un documento de identidad. Ella lo desdobló, reconoció su rostro y leyó un titular que lo presentaba como “el monstruo de Guarne”. Natalia no estaba al tanto de la fama de su defendido ni sabía que sus crímenes habían sido noticia de primera plana.
El periódico El Colombiano comenzó el cubrimiento el 18 de junio: “Hombre confesó asesinato de su esposa, hijos y 20 personas más”. Dos días después los medios internacionales ya estaban tocando el tema y El País de España también lo mencionaba en sus páginas: “Un hombre confiesa haber matado a 25 personas”.
Mientras los forenses hacían labores de exhumación, las emisoras revelaron que el delincuente coleccionaba prendas y accesorios de sus víctimas. Algunos psiquiatras consultados definieron al autor como un psicópata. La revista Semana lo incluyó en el ranquin de asesinos en serie colombianos y su nombre apareció junto al de Luis Alfredo Garavito y “el monstruo de Monserrate”.
En vista del despliegue mediático, el alcalde de Guarne aseguró que este acontecimiento era un “hecho aislado”, que no empañaran el buen nombre de un municipio “pujante y tranquilo”. El secretario de Gobierno también habló preocupado frente a las cámaras: “Hay que aclarar que este señor no es nativo de Guarne, simplemente vino hace tres años, se radicó aquí y se ubicó en una finca como mayordomo”.
La Fiscalía lo presentó en sociedad como un trofeo. Su captura era el resultado de cinco meses de atar cabos sueltos. A partir de una denuncia, detectives del Gaula de Oriente rastrearon la señal del celular de una de las víctimas y obtuvieron las coordenadas en la vereda Hojas Anchas de Guarne. A diferencia de otros criminales que agachan la cabeza o dan la espalda cuando los fotógrafos disparan sus flashes, Jaime Iván Martínez Betancur prefirió dar la cara y pedir la palabra. Quedó registrado cuando los uniformados lo cogieron de gancho y lo escoltaron a lo largo de una vía sin asfalto. Caminaba erguido, mascaba chicle y lucía la camiseta del Atlético Nacional mientras una decena de reporteros trataba de seguirle el paso.
—¿Jaime Iván usted reconoce que asesinó a su familia?
—Si ustedes quieren escuchar la verdad, yo les digo la verdad.
—¿Cuál es la verdad?
—Yo maté a mi compañera, a mis dos hijastros y a la amiga de mi compañera porque le hacía los cuartos con otro hombre. Me llené de ira y los maté.
—¿Y las otras personas?
—¿Cuáles otras? No tengo otro crimen encima. Son solo esos cuatro.
—¿Por qué dijo inicialmente que eran veinte?
—Eso se lo dije a un sapo infiltrado que tenía aquí (en el calabozo). Él se estaba endiosando diciendo que había hecho cincuenta mil crímenes y yo por generarle el mismo temor que él me estaba generando a mí, le dije que yo también he hecho cincuenta mil cosas.
—¿Por qué mató a los niños?
—Realmente estaba ciego de la ira.
—¿Estaba drogado?
—¡Nunca! ¡No me he drogado jamás! —respondió tajante como si esa pregunta hubiera sido una ofensa.
—¿Qué sintió después de matar a los niños?
—No sé qué se siente en el medio de la ira.
—¿Se arrepiente? —le preguntó el periodista que había hecho la primera pregunta.
—¿Se arrepiente? —repitió por si acaso no había escuchado.
—¿Se arrepiente? —insistieron en coro. Por tercera vez, Jaime Iván guardó silencio.
Tres meses después, Natalia tenía a ese individuo hablándole al oído, contándole cómo conoció a su primera víctima. A María Natalia García Gil se la presentó un sendero y su bicicleta. Andaban los mismos caminos y después de varios meses, la invitó a compartir su ruta y la vida entera. La presentó como su mujer a los patrones de la finca donde era el mayordomo. Trabajaron la tierra a cuatro manos, hicieron equipo y cuando ella extrañó a sus dos hijos porque estaban lejos, Jaime Iván le propuso traerlos para que fueran familia.
***
El lunes 19 de septiembre de 2016, a las 3:02 p.m. el juez miró su reloj y comenzó la audiencia de formulación de acusación. Natalia tomó el micrófono cuando el juez le otorgó la palabra para que cada una de las partes se presentara: “Gracias su señoría, por la defensa actúa Natalia Zuluaga Rivera, abogada adscrita al Sistema Nacional de Defensoría Pública”.
Natalia es contratista de la Defensoría del Pueblo, la entidad del Estado que le brinda un abogado a quienes no tienen dinero para pagar uno. En términos formales es defensora pública, mal llamada “abogada de oficio”, su misión es representar los derechos del procesado, si es inocente demostrarlo, si es culpable amortiguar el peso de la ley que viene a caerles encima.
Se la pasa en los pisos más altos del edificio de los juzgados en La Alpujarra, visitando reos en los penales o estudiando expedientes en su oficina. Puede desayunar con un caso de inasistencia alimentaria, almorzar con uno de secuestro extorsivo, tomar el algo con varios de hurto calificado y cenar con alguno de acceso carnal violento.
En su tiempo libre cambia los artículos de la Constitución por las notas del pentagrama, los tacones por zapatillas de ballet, los alegatos por clases de canto. No pierde el tiempo en redes sociales porque no tiene. Cerró el Facebook cuando empezaron a llegarle solicitudes de amistad desde la cárcel, las únicas notificaciones que recibe le llegan al correo electrónico y provienen de los juzgados.
“Buenas tardes”, saludó el procesado con acento paisa en esa primera audiencia en Medellín. Habló con fuerza y pronunció sus nombres como si fueran uno solo. “Mi nombre es Jaimeiván”. El juez informó que la fiscal no pudo asistir porque estaba en otra diligencia judicial. “Por esa razón el despacho se ve en la obligación de reprogramarla. Siendo las 3:07 p.m. se suspende esta audiencia, a ustedes gracias por la asistencia”.
El acusado retomó el hilo del relato en voz baja junto a su abogada. El 3 de noviembre de 2015 a las 7:30 a.m. su pareja le confesó que tenía otro hombre.
—Me ardía la sangre. “¿Decime qué te da él que no te dé yo?”. “Tranquilidad”, me respondió y yo le dije: “Entonces yo te voy a dar tranquilidad para siempre”. Nos fuimos a cuidar los animales, tomé una cuerda y la cogí por el cuello. No se lleva un minuto para morir. Cuando ya estaba muerta, la empaqué en un costal de fibra, me la eché al hombro, la llevé hasta una zanja de la finca y la arrojé.
—¿Por qué mató a los hijos? —indagó la doctora.
—¿Para qué se iban a quedar en este mundo sin mamá?
—le objetó Jaime Iván. Luego le contó que dos meses y medio después hizo lo mismo con la vecina “porque fue la que le presentó al tipo”.
—Este caso no me parece normal, esto no lo comete una persona en sano juicio —opinó Natalia—. ¿A usted qué le pasó?
Jaime Iván la miró y antes de responder el guardia interrumpió porque ya era hora de llevarlo de vuelta a su celda. Natalia le anunció visita en días venideros para conversar sin afanes. Él aceptó y, antes de ser esposado de nuevo, se despidió de un apretón de mano.
***
Natalia se echó antisolar en la cara y un poquito de rubor en las mejillas. Cogió carretera y por la vía al mar llegó a ese puerto de naufragios. En el kilómetro seis hacia el occidente está Pedregal, Complejo Penitenciario y Carcelario de Medellín, donde vive Jaime Iván. En las afueras del corregimiento de San Cristóbal emerge esa mole gris, un edificio soberbio que le prohíbe la entrada al sol. Desde afuera se siente la penumbra y se presiente el olor a clausura. Se escuchan las voces engullidas por las rejas y se ven las manos de los presos a través de las ranuras.
Natalia mostró la cédula, una guardiana le esculcó la espalda, la cintura y los bolsillos, cruzó descalza el detector de metales, puso la huella del dedo índice sobre la hoja de un libro y coronó con una libreta y un lapicero entre manos. En su brasier traía un amuleto escondido. Una medallita de San Benito y otra del Milagroso de Buga. Tiene la costumbre de llevarlas consigo para que la cuiden cada vez que cruza la frontera hacia ese infierno.
Jaime Iván tiene diez minutos de sol al día, está encerrado en la Unidad de Tratamiento Especial, duerme en una celda de aislamiento, separado del resto, no por castigo sino por seguridad. A quien se mete con niños le va muy mal adentro. En un patio común es candidato a linchamiento y su vida está en riesgo.
Jaime Iván llegó escoltado al locutorio, lo dejaron a solas con la doctora y ambos fueron al grano. Ella escuchó y tomó nota hasta antes del mediodía. El relato de Jaime Iván le tumbó el poco rubor que llevaba. Quedó con un vacío en las entrañas y una sensación parecida al hambre que duele o amilana.
Sintió una necesidad apremiante de encontrar refugio, en vez de ir a la oficina buscó un lugar dónde escamparse. Le urgía conversar con alguien sobre los pormenores de la vida de ese hombre. Necesitaba un interlocutor que no le dijera lo mismo que todo el mundo: “Que se pudra en la cárcel”.
Eligió a una mujer ad portas de los ochenta años, la persona que le enseñó a ver la vida de otra forma. Socióloga de profesión, pianista por afición, su amiga por suerte y su madre por accidente. Natalia es la hija menor de una docena que Piedad Rivera trajo a la Tierra. Como ninguna, les enseñó a sus hijos a respetar a los murciélagos y a querer a las brujas. Después de Jesucristo, Don Quijote fue un modelo a seguir en esa casa. Doña Piedad nació en los años treinta con el corazón en el lado derecho y con el resto de los órganos en el lugar opuesto. Natalia no le heredó esa malformación genética pero sí la facultad de ver siempre las cosas desde otro lado, en otras palabras, la facilidad —para muchos insoportable— de llevar siempre la contraria.
La señora Piedad la recibió con sopa y seco. Antes de meter la cucharada a una sopa de guineo, Natalia empezó a narrar esta historia. Jaime Iván nació el 16 de julio en Samaná, Caldas. Llegó enfermo al mundo, lo mandaron para la casa de la abuela mientras cogía aliento. Dos años después fue solicitado por sus padres y trasladado a una vereda.
Fueron siete hijos: cuatro hombres, tres mujeres; él llegó de quinto. La mayor tiene más de cincuenta años, el menor se acerca a los cuarenta y él ajustó 45. No tiene memoria de juegos en el campo. Recuerda su hogar como un lugar de trabajo, a sus hermanos y a su madre como compañeros de faena y a su padre como el patrón. Un jefe rudo, usuario del grito, subordinado del licor, proveedor de castigos.
Jaime Iván tenía que estar despierto desde las 6:00 a.m., ir a la escuela y regresar a jornalear. Tiene recuerdos perforados por el hambre. Se la pasaba en las tardes cogiendo café, cargando caña, arriando bestias, consiguiendo el revuelto y tomando aguapanela para pasar el cansancio. En las noches trataba de hacer tareas pero lo vencía el sueño. Como su rendimiento en clase no era bueno, llegaron las quejas de los maestros y con ellas las pelas en casa.
El ambiente empeoraba cuando amanecía la cama mojada, sin darse cuenta, en la madrugada se orinaba. Ante el correazo, el estrujón o la trompada, Jaime Iván contenía el llanto. Ese gesto desajustaba a su padre porque lo asumía como un desafío. Entonces lo cogía de los brazos, le clavaba un alfiler bajo la uña, dedo por dedo, mano por mano, hasta que por fin soltara la primera lágrima.
Aunque a todos los maltrató, tuvo una fijación con Jaime Iván porque no manifestaba el dolor. Mientras más resistente se hacía, más lo lastimaba. Con el tiempo cambió la modalidad de tortura. Un día de feria le exigió acompañarlo al pueblo. Lo obligó a quitarse los calzoncillos y a ponerse el vestido de una hermana. Después de caminar por trocha llegaron al parque principal y allá, a la vista de damas y caballeros, niños y niñas, improvisó un espectáculo.
Con un bastoncito comenzó a alzarle la tela del vestido, por delante y por detrás. Nadie entendía la intención de ese acto, para qué vestir a un niño de cinco años con atuendo femenino para luego mostrar sus genitales en público. Unos insultaron al padre, le gritaron loco, otros se burlaron del hijo, lo miraban como si fuera un animal de circo. Jaime Iván sentía vergüenza y ahogo, pero todo lo guardó. No podía darle el gusto a ese señor de verlo llorar.
Otra vez la golpiza le tocó a su madre. Jaime Iván no sabía qué hacer con tanta impotencia mientras ese hombre la cascaba. Corrió y aplastó los cultivos de la finca y despescuezó a los pollos del galpón. “Despídase de sus hermanos y de su mamá que usted no va a volver acá”, le advirtió al niño de seis años con una escopeta en el brazo. Caminaron hasta llegar a una cumbre y escuchar el sonido estrepitoso de un río. Jaime Iván miró hacia abajo con cautela, si daba un paso en falso podría rodar por el abismo y caer a la corriente.
—Papá, por qué no me mata de un disparo, así usted descansa de mí y yo descanso de usted —le pidió Jaime Iván en tono de súplica buscando una salida a esa intranquilidad.
—Es que no es lo que usted quiera, es lo que yo quiera —le replicó mientras levantaba una roca del tamaño de un ladrillo. Sacó una cuerda, le hizo un par de nudos, agarró a Jaime Iván a la brava, le ató la soga al cuello, le colgó la piedra y lo empujó al río.
***
—Esta defensora tuvo conocimiento de unos antecedentes de Jaime Iván Martínez Betancur que dieron lugar a que emitiera una orden de trabajo para que los médicos legistas de la Defensoría del Pueblo hagan una evaluación acerca de las condiciones mentales que pueden dar lugar a alegar una inimputabilidad —informó Natalia en la sala de audiencias el 22 de noviembre de 2016—. También se solicitará al Grupo de Clínica de Psiquiatría y Psicología Forense del Instituto de Medicina Legal designar un profesional para evaluar y emitir un dictamen acerca de una posible enfermedad mental. Considero que se debe aplazar esta audiencia con el fin de tener un dictamen preliminar para determinar si es o no pertinente incluir o descartar esta posibilidad.
Si le hubieran preguntado al imputado sobre la idea de su abogada no hubiera respondido. Sabía que en los juicios declaraban inocentes o culpables, pero jamás había escuchado la palabra inimputable.
—Después de haber hablado con su hermana sobre su infancia, yo creo que usted podría estar afectado psicológicamente. Quizás lo que cometió no lo hizo en sus cinco sentidos —le insinuó la defensora.
—Yo no estoy loco —le interrumpió convencido.
—¿Alguna vez fue a donde el psicólogo?
—indagó Natalia.
—Nunca en mi vida he ido donde un médico —le contestó con orgullo.
—Permita que lo vea un experto para establecer cómo está su salud mental. De pronto la cárcel no es el lugar en el que usted deba estar recluido
—le insistió.
—Yo hago lo que usted me diga, doctora —respondió con un dejo de resignación.
Aunque todas las partes aprobaron el aplazamiento de la audiencia para explorar si el procesado estaba cuerdo o no, afuera de la sala una de las funcionarias interpeló a la abogada.
—¿Cómo se le ocurre? ¿Si lo que hizo este tipo fue horrible?
—Yo sé… pero de pronto tiene un trastorno mental y pudo haber actuado en un estado transitorio de demencia.
—¿Cómo va a ser inimputable?
—Puede que me digan que no y voy a quedar tranquila porque lo intenté.
Este es mi rol, yo soy defensora.
—¿Qué es esto?
—Si estoy pidiendo una evaluación mental es porque algo surgió en la investigación. Yo no dije: “Voy a dilatar esta audiencia porque sí, injustificadamente”. Si a mí la ley me da una herramienta yo la utilizo.
—¡Está loca!
***
El 18 de enero de 2017 volvieron a encontrarse en el Palacio de Justicia. El sindicado se puso tenso cuando reconoció a su mamá entre el público.
—Señor Jaime Iván, el despacho le va a preguntar si acepta la responsabilidad de los delitos de homicidio agravado y desaparición forzada agravada.
—Sí su señoría.
—¿Usted lo hace de manera libre, consciente, voluntaria?.
—Sí.
—Usted está consciente de que el despacho deberá emitir una sentencia condenatoria en su contra. Esto es una pena de 42 años de prisión, una multa de 10.664 salarios mínimos legales vigentes y que usted no puede retractarse de esto más adelante.
—Sí.
—¿Hay alguien que lo esté obligando o presionando para que acepte los cargos?
—No su señoría.
Natalia salió cabizbaja ese miércoles de enero. No se pudo quitar a Jaime Iván de la cabeza, ni las cifras de esa condena. Pensó en lo que hizo bien, en lo que hizo mal, en lo que pudo haber hecho. Quedó con la conciencia tranquila.
Desde noviembre todo se opuso. La estrategia no era hacerle una gambeta a la justicia, ni ahorrarle años de cárcel a su defendido. Se lo imaginaba encerrado por décadas en una celda matando tiempo. ¿Qué hacer con el trauma, el duelo mal elaborado, el vacío, la verdadera causa de su comportamiento desviado? No solo necesita un tratamiento de resocialización, también uno psicológico, psiquiátrico, espiritual. Alguno que lo corrija pero que además lo alivie, que si acaso sale libre a los 87 años no salga igual ni peor.
A pocos días de reunirse con miembros de la Unidad de Investigadores de la Defensoría del Pueblo para analizar el caso, recibió una llamada que parecía de larga distancia.
—Doctora, con Jaime Iván —la saludó desde el penal y con cierta premura continuó—, estuve pensando y yo quiero aceptar los cargos de una vez.
—De pronto hiciste eso sin estar en tus cabales, esperemos que salga el resultado.
—Bueno, yo hago lo que usted diga entonces.
Los expertos de la Defensoría del Pueblo fueron directos: “Qué hizo y cómo lo hizo”. Luego de escucharla, descartaron cualquier posibilidad de alegar una inimputabilidad. Primero, quien asesina y luego desaparece el cuerpo es tan consciente de su culpa que por eso mismo lo oculta. Segundo, dos meses y medio después, repitió el crimen del mismo modo. De eso se infiere que hubo premeditación. En vez de encontrar atenuantes en este caso, sobraban los agravantes. Para acabar de ajustar, Jaime Iván no tenía historia clínica en la cual respaldar un supuesto trastorno mental de vieja data.
Aún así buscó la cita con peritos del Instituto de Medicina Legal y solo había turno en siete meses. Cuando Natalia comenzaba a descartar la idea, su celular volvió a timbrar.
—Doctora, con Jaime Iván —cruzaron saludos y él prosiguió con la voz perturbada—. Yo no estoy loco... yo quiero salir de esto ya.
—Bueno Jaime Iván, aceptemos.
Natalia informó a la fiscal sobre la voluntad de su defendido de aceptar los cargos para finalizar el asunto de manera breve y sin ir a juicio. Así renunciaba además a la posibilidad de ser declarado inimputable y pasar su condena durante veinte años en un hospital psiquiátrico.
Después de un tire y afloje, pactaron 42 años de prisión y una multa de más de siete mil millones de pesos. Cuando Natalia le preguntó a Jaime Iván si estaba de acuerdo con esa negociación, aceptó sin pensarlo. Atrás entre el público donde estaban los familiares de las víctimas tampoco hubo reparos. En una esquina una anciana, de baja estatura, con la piel ajada, contextura frágil y apariencia campesina no dejó de mirar al condenado. Cuando un guardián lo cogió del brazo y se lo llevó esposado con las manos en el coxis, la señora se acercó y le dio un abrazo.
***
En marzo de 2017 Natalia recibió una llamada del canal Caracol. La productora del programa El Rastro —de los mismos creadores de Séptimo día— le manifestó el interés de incluir su testimonio en el próximo capítulo.
—¿Cierto que usted defendió al monstruo de Guarne?
—¿Cuál monstruo? Yo defendí a una persona
—le dijo molesta, cansada del tema y se abstuvo de dar una declaración frente a las cámaras. Ya se imaginaba recibiendo insultos en la calle por cuenta del enfoque del programa. A Jaime Iván también lo contactaron los realizadores y aceptó.
—¿Usted sí quiere dar esa entrevista? —lo confrontó Natalia tratando de disuadirlo—. Puede verse amenazado aquí en prisión.
—Yo voy a hablar, doctora, tengo que hablar.
Antes de despedirse, Natalia le advirtió que ya no podría acompañarlo más, que en las próximas audiencias estaría a su lado otro abogado porque había aceptado otro trabajo.
—¿Doctora, cómo así que me va a dejar?
—le reclamó.
Natalia no supo qué decir, solo le sonrió y antes de irse de la prisión se zafó las medallitas que traía escondidas y le entregó la del Milagroso de Buga.
—Gracias doctora, la voy a guardar —le dijo mientras la empuñaba.
—Él le va ayudar a sobrevivir acá.
***
La última vez que Natalia vio a Jaime Iván fue en televisión el 1 de mayo de este año. El programa El Rastro fue emitido en la noche de ese lunes festivo. A diferencia de los noticieros que resumen un suceso en un minuto y medio, este formato de televisión le otorgó 42 minutos para reconstruir los hechos aún cuando los familiares de las víctimas, al enterarse de la participación del condenado en el capítulo, pusieron una tutela implorando que no le dieran más la palabra a Jaime Iván. Ya la verdad se supo y la justicia llegó, los detalles sobran y solo siguen desgarrando.
No hicieron caso. Enfocaron el ceño fruncido en un primer plano de Jaime Iván. Su voz la acompañaron de tambores para aumentar la tensión de su relato. Con unas botas negras simularon los pasos del asesino. Pusieron en escena a un osito de peluche cayendo en cámara lenta y luego exhibieron sin retoque una calavera. Cuando mostraron las fotografías de los niños, un piano melancólico sonó de fondo.
La presentadora le sumaba dramatismo con sus gestos e invitaba a los televidentes a seguir conectados antes de ir a comerciales: “Ya regresamos con el monstruo de Guarne”. No hubo muestras de arrepentimiento por parte del malhechor. Solo hacia el final, incluyeron una frase que no coincidía con el tono que traía el programa en el que el descaro de Jaime Iván estaba en alza: “Si existiera la pena de muerte en este país, yo la pediría para mí”. Como de costumbre, este personaje conmocionó las redes sociales: “enfermo”, “loco”, “deben de meterlo en otra cárcel donde lo despedacen”, “eso no es el monstruo de Guarne, eso es el mismo diablo”…
Pautaron grandes marcas en horario familiar, hubo alrededor de dieciocho minutos de comerciales, miles de likes en Facebook, los tuiteros aplaudieron con sus trinos a todo el equipo de realización por su valentía. Hubo rating, todo les salió mejor que en el libreto. A Natalia le pareció más de lo mismo solo que peor. Sintió tristeza por la forma como se dejó utilizar Jaime Iván y vergüenza por la frivolidad con la que el “periodismo” tocó el tema.
Solo hubo un pronunciamiento con un enfoque distinto que no se hizo viral y pasó desapercibido. El Colegio Colombiano de Psicólogos planteó en un comunicado una reflexión acerca del génesis del monstruo de Guarne: “¿Qué sucedió con su niñez? ¿Cómo fue la relación afectiva de sus padres? No se pretende con lo anterior excusar o justificar este tipo de actos delictivos, pero sí a que nos cuestionemos ¿qué hace la psicología para que estos flagelos no se repitan? ¿qué hace la sociedad con nuestra infancia?”.
Dos días después de la emisión del programa, Jaime Iván tenía otra cita en el edificio de los juzgados a las 8:30 a.m. El 3 de mayo de 2017 tomó asiento y conversó con Nancy, su nueva defensora. Le contó que estaba muy afectado. Que recibió amenazas por lo que salió en televisión. Que había sido el peor error haber concedido esa entrevista. Que se sentía traicionado por los periodistas.
La abogada le explicó que esa era la audiencia de incidente de reparación integral de víctimas. Que era su oportunidad para manifestar cómo podría compensar el daño causado a los familiares de las personas que asesinó.
—No tengo bienes, tampoco plata.
—Podría contemplar una reparación moral o simbólica, quizás manifestando su arrepentimiento a las víctimas.
—Yo les pedí perdón en la entrevista que di pero nada de eso salió en televisión.
A las 8:57 a.m. el juez instaló la audiencia. Jaime Iván miraba para el techo y movía el cuello para los lados como si tuviera tortícolis. Como la fiscal no pudo asistir, el despacho reprogramó la audiencia para el 13 de julio. Antes de despedirse Jaime Iván tomó el micrófono.
—Su señoría, renuncio a salir otra vez de la cárcel.
—Si usted renuncia a ese derecho tendrá que aceptar las decisiones que se tomen acá sobre la forma en que usted debe reparar a las víctimas.
—No tengo dinero, tampoco tengo trabajo. Les doy mi vida, si mi vida les sirve por favor dispongan de ella. Les dono todos mis órganos para salvar otras vidas. Solo tengo para ofrecer mi ser humano.