Número 87, junio 2017

EDITORIAL
Anarquía, lumpen y democracia
Gabriel Mata Guzmán. Fotografía: Juan Francisco Toro

 
Una cuadrilla de muchachos de la resistencia corría desbocada al grito de libertad contra la Guardia Nacional Bolivariana(GNB). Iban armados con morteros, resorteras, explosivos caseros, escudos hechos de polietileno o latón, cocteles molotov y garrotes.

El ensordecedor grito apabullaba a los guardias que los esperaban con los brazos abiertos.

 —¡Malditos verdes! —gritaba un flaco moreno mientras levantaba sus armas, acompasado con sus compañeros. Sus ojos relataban la triste realidad de un pueblo asediado por el último engaño del siglo XX: el socialismo del siglo XXI.

Entre humo y detonaciones, el diverso grupo en vía de organizarse estaba dispuesto a llegar a últimas consecuencias en su idea de liberar al pueblo que fue vanguardia de la independencia latinoamericana.

Los automóviles parados al lado de la protesta, desconcertados como abejas en humo, retrocedían entre la incertidumbre, el miedo y las advertencias de los encapuchados.

 —Por allá no se metan si no quieren que les revienten los vidrios —decía un claro acento malandreao, acompañado con dos piedras en cada mano.

Muchos, atemorizados por el aura de guerra que emanaba la protesta, intentaban esquivar el trancazo. Otros expresaban su solidaridad con un puño al cielo y un grito. “¡Vamos a ser libres, no joda!”.

Poco a poco los vecinos del sector popular Las Acacias salieron a participar y a observar la danza y la destrucción justificadas con los gritos de la pronta caída de la dictadura.

Algunos infantes formaban parte de la tropa, advirtiendo y alarmando de los peligros que se avecinaban en el enfrentamiento. La mayoría hijos puros de la revolución y sin nada que perder.

La ciudad que una vez fue bastión chavista, Maracay, ardía en llamas después de las cuatro de la tarde del pasado 26 de junio. El humo negro arropaba la Avenida Fuerzas Aéreas e invitaba a los guardias nacionales a unirse al espectáculo de los heridos, muertos y proyectiles en todas direcciones.

El sol caía detrás de las casas. Los sucesivos intentos de avanzada y retirada tenían a la resistencia cansada. Pasaron algunos minutos de guerra de guerrillas. Luego, sin mediar palabra, comenzó la celebración del sadismo.

A pasos lentos pero firmes, los “malditos verdes” con una sonrisa insultante en su cara, comenzaron a disparar proyectiles lacrimógenos contra los manifestantes parados sobre los linderos de la ciudad, la puerta a los sectores populares. Heridos. Quemados. Perdigones en contra toda la ciudadanía, incluidos los niños.

Es la vista de un par de horas desde una pequeña ventana: las retiradas y avanzadas de unos doscientos jóvenes (y otros no tanto) sobre la Avenida Fuerzas Aéreas. Se enfrentaban a la dictadura y estaban determinados a alcanzar su libertad.

Había todo tipo de personas. Señoras cuatriboleadas que les acompañaban y apoyaban con agua potable —o gasolina—, y también niños de escasos ocho años que alertaban los peligros a este grupo también conocido como “la resistencia”. Todos personajes en un juego de vida o muerte que puede desencadenar una guerra civil.

Con el pecho desnudo, se organizaron para mantener trancada la Avenida Aragua, en Maracay, cuando una avalancha de gritos tras una emboscada de la GNB me hizo ver lo que realmente ocurría.

Sonaba el chillido ensordecedor de la tanqueta. Las detonaciones y sirenas comenzaban a retumbar en las ventanas, y los gritos de decenas de jóvenes acompasados a sus trotes, dejaban una pregunta: ¿libertad con terror?

Sus verdaderas conquistas de libertad esa tarde, con una bandera amarilla, azul y roja con siete estrellas fijada en el pecho, fueron dos escudos de la GNB y hacer huir a los “malditos verdes” hacia el sur.

Una estela amenazante de humo lacrimógeno frente a la casa. En un abrir y cerrar de ojos, la bomba golpeó y quemó el jardín con el destello y pudimos ver la niebla tóxica frente a nuestros ojos. La perplejidad mientras el proyectil caía en cámara lenta con su humareda picante, desde la biblioteca, un pequeño de siete años atendía a un videojuego.

En pocos segundos la lucha afuera de casa recrudeció, mientras el humo nublaba la ventana, y cada vez más personas salían de las barriadas a apoyar a la resistencia con morteros, explosivos caseros y molotov.

La estela empezaba a adentrarse por las rendijas de las ventanas y los gritos de la localidad empezaron a hacerse claros: “¡Malditos hijos de puta! ¡Son una desgracia para el uniforme!”, denunciaban los vecinos a todo pulmón. “¡Vamos a ser libres, coño!”.

Ya resguardados hasta la caída del sol, lejos de los gases lacrimógenos, en una habitación aislada con ropa de cama, la familia se ahuyenta de la batalla que con las horas alcanzó picos inesperados.

La Guardia Nacional Bolivariana y la Policía de Aragua mantuvieron la represión a los guerreros de los escudos de cartón hasta que cayó la noche. Mientras tanto, pescando en río revuelto, el hampa y la lumpen se habían adueñado de la ciudad, y en los sectores más pobres empezaron a tocar una a una las puertas de los vecinos para animarlos a saquear establecimientos comerciales, panaderías y supermercados.

Salió el malandraje. No es de extrañarse que a las pocas horas la dictadura culpara a la resistencia de los saqueos.

Al día siguiente pude recoger las lacrimógenas. Y subido en un mototaxi, que era parte de un colectivo de motorizados apoyado por el gobierno socialista, recolectar los testimonios que me acabarían de explicar qué pasó durante la larga noche que quedará en el imaginario colectivo. Fue terror anárquico en Maracay.

Algunos ya le llaman el Maracayazo.

Policías vestidos de civil guardando un perímetro, mientras guardias azuzaban a los sectores más pobres a acabar con lo que tuvieran cerca. La anarquía desatada en feliz complicidad. En palabras de Francisco de Miranda sería un bochinche. Pandillas y mafias que amenazan para movilizar. Y la Policía y la Guardia Nacional inmóviles. Botellas de ron, comida, harinas, azúcar y lo que viniera.

El botín de cerca de cien locales fue celebrado. Miles de heridos, cientos de detenidos y un muerto. Brutal represión para estudiantes encapuchados. Ausencia de ley ante el vandalismo y los saqueos. Violencia para manifestantes pacíficos, complacencia para la criminalidad.

¿Y la Policía y la Guardia Nacional Bolivariana? Resguardando el botín de la dictadura y el crimen. Matando estudiantes. Ayudando al narcotráfico. Dejando al crimen operar impunemente.

Frente a esto las personas tienen dos opciones. Quedarse encerradas en casa y no exponerse al campo de batalla que es la calle; o salir a defender a su gente del asedio del gobierno y los grupos delictivos y los paramilitares.

En varias familias se debate, discuten y lloran sangre al ver que sus niños de dieciséis años quieren ponerle el pecho a las armas de la dictadura. Noches de desvelo esperando lo mejor.

Después de más de 96 muertos, 1 300 detenidos, miles de heridos y un Estado que no tiene control sobre el país, los noventa días de protesta se quedan pequeños con lo que viene. Un exdirector de la extinta Policía Técnica Judicial lo confirma: “Ahora es que está empezando la vaina. Cuídense...”, dice con un sincero tono de preocupación.

Los jóvenes de la resistencia civil no piensan en el cuidado: “Cuando ves en la cara de los guardias su sed de sangre y ganas de matarte, sabrás que tienes que salir a defender a tu gente”.

Un niño de la resistencia que aún está en el colegio lo plantea de esta manera: “Los adultos tienen que cuidar a los suyos. Las mujeres cuidar a los carajitos. Y nosotros que tenemos la fuerza y la edad tenemos que salir. Porque si no somos nosotros, ¿quién lo hará? Yo no voy a quedarme en mi casa mientras la mayoría que tienen mi edad salen a dar la cara. Los del frente somos los jóvenes”.UC

Fotografía: Juan Francisco Toro
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