Número 87, junio 2017
Fotografías: Sara Zuluaga

El mar en la maleta
Sara Zuluaga. Fotografías: Por la autora

 
 
Miramos el mundo una sola vez, en la infancia.
El resto es memoria.

Louise Elisabeth Glück 

Con el peso del océano encima llegan las yubartas de nuevo al Pacífico. Arriban como soberanas. Muchos ojos esperan vibrando ansiosos que se rompa el agua como papel de seda y salga por unos segundos un animal de 45 toneladas y dieciocho metros de largo. Nuestras lanchas tambalean por el movimiento de las olas; los adultos disparan sus cámaras y los niños se sostienen del borde de La Piangua o La muy indigna y abren los ojos y la boca. Más de quince mil turistas llegan cada año para ver el espectáculo. Al final quedan todos con esa vaga y necesaria sensación de pequeñez.

Mientras todo eso ocurre, la gente de Buenaventura se inventa maneras de sobrevivir: aretes en forma de ballena, fotografías instantáneas, “El tour más barato, el que busca”… Voces infantiles preguntan por el hogar de las ballenas: “¿Y ellas viven aquí?”, pero entre el afán y la bulla va desapareciendo el hilo de esas voces y nadie responde. Las ballenas jorobadas, o yubartas, viajan desde la Antártida para llegar a la costa pacífica entre julio y noviembre —no, no viven aquí—. El viaje es de unos 8 500 kilómetros, llegan para aparearse, parir, alimentar a sus ballenatos y seguir su camino.

Estiven Hoyos es un muchacho de veinticinco años, es biólogo y se enamoró del mar desde que su mamá lo llevó de Cali a Buenaventura —el primer paseo—, a los siete años. Me explica que según la ciencia, las ballenas llegan a estas aguas por su calidez —en promedio 28 grados—, pero enseguida suelta un gesto de incredulidad: “La calidez importa, sí, pero no es solo eso… es otra cosa” —y esto último lo dice bajito, como si estuviera traicionando a alguien—. “Hay algo que las amarra, aquí nacieron. El hecho de que vuelvan es natural, memorizado”. Al otro lado, donde ya no hay niños ni hombres que gritan desbocados que su lancha es la mejor; lejos de ese sol que golpea el puerto, y del olor a cocadas y a sopa de cangrejo, largas filas de hombres con su mejor camisa esperan su hora de partir en la terminal de transportes, de ir por algo mejor. Es natural, memorizado.

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Fotografías: Sara Zuluaga

En medio de todo ese sosiego, hay algo que ronda en sus cabezas: irse. Salen miles de buses para Cali, Quindío, Antioquia, y de ahí —a veces— para otro país: el caso es escapar. Buses con hombres y mujeres que se despiden desde las ventanas sucias y que por dentro tienen el miedo, y la promesa —que a veces cumplen— de volver mejor, con algo más en los bolsillos. No hay cifras exactas de cuántos porteños salen cada día de su tierra, de su mar, en busca de trabajo. Según un estudio realizado por la socióloga Danny Ramírez, la mayoría se van para Chile porque el cambio monetario es favorable y porque no hay que cambiar de idioma, que es como cambiar de padres.

Llegan entonces con maletas livianas y mirada de terror, con dos o tres cocadas ya deshechas envueltas en una servilleta, y ganas de sudar y recibir algo a cambio. El terror no es porque sí, muchos migrantes son rechazados en la frontera y quedan a la deriva lo que hace que deban valerse de su fuerza y malicia para ganarse los días. La ciudad que más registra porteños es Antofagasta, de hecho en los últimos años se han desatado polémicas por las versiones que vinculan la creciente inseguridad con los migrantes, al punto de convocar marchas contra colombianos. Cuando llegan hay pocas opciones: los hombres se unen a la ilegalidad o a la minería, y las mujeres a trabajos de cocina o a la prostitución: “Uno se va es pa mandarle plata a los que se quedan”, dice Efraín, el lanchero de La Piangua. El hombre, ya canoso pero con la piel dura y los músculos brotados, dice que trabajó lo suficiente para regresar a casa siendo un héroe.

Las ganas de irse no son nuevas, ni han surgido a raíz de ninguna catástrofe. En los años sesenta, recién construido el puerto, de las veredas aledañas llegaban hombres para recibir mayores ingresos y así mantener a sus familias. En los noventa también hubo un pico alto en la migración, en aquel entonces los destinos eran Estados Unidos o Europa. Danny Ramírez cuenta que el encuentro con sus coterráneos en países lejanos los alteraba y provocaba enfrentamientos: “Si había actos criminales entre ellos mismos, el agredido se devolvía al municipio a asesinar a la familia de quien lo ofendió”. Las tres principales razones por las que los porteños se van de su lugar son la falta de trabajo, problemas familiares y riesgo de perder la vida.

En Buenaventura los niños de seis a once años registran un 93 por ciento de asistencia escolar, mientras que los jóvenes de 18 a 24 apenas un 29 por ciento. “Todos se quieren ir de aquí, aquí es muy duro”, dice Saúl Urrutia, un pescador de La Barra. Cuando su hijo terminó el colegio lo mandó para Cali a estudiar algo que diera plata.
—Uno quiere que por lo menos los hijos se vayan… ¿qué hay acá?, acá no hay nada.
—¿Usted por qué no se fue?
—No pues uno ya qué, toda la vida acá.
Saúl se queda mirando a una niña que pasa con un balde de agua en la cabeza, sabe que no me contestó la pregunta. Sin embargo, sabe que fue suficiente para entender: nacer cerca del mar es luchar contra las ganas de huir y las ganas de sentarse en una hamaca y dejar que la vida pase apresurada en otra parte.

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Fotografías: Sara Zulaga

En internet circulan videos titulados: “La Barra siendo tragada por el mar” y “Paraíso terrenal a punto de desaparecer”. En 2014 la playa sufrió una de sus más grandes tragedias, hubo mar de leva y se llevó alrededor de ochenta casas.

Para los entierros La Barra se pone más oscura que nunca: todos apagan las luces de sus casas, caminan por el borde de la playa en una larga fila, iluminándose los rostros con velas. El ruido del mar no deja escuchar el llanto, solo se ven cuerpos lánguidos como dando un paseo, compartiendo el dolor.

Alexis Mosquera es uno de los líderes de la comunidad y dice que Buenaventura los ayuda poco y que han aprendido a sortear solos a ese gigante arrasador: dejando a los niños en casa y saliendo —a veces en medio de la noche— a acomodar guaduas, a mover tierra, o a sentarse mirando la marea necia desbordándose, esperando un nuevo desastre.

Efraín y Saul —el lanchero y el pescador— se sientan a tomar cerveza en una tiendita cerca de Juanchaco, lo que dice uno lo asiente el otro con la cabeza: “Es muy duro, aquí no vive nadie”. Hablan de lo que se ha llevado la marea, sobre todo, hablan de lo que nunca ha traído. Mientras se quejan piden cerveza, echan cuentos, y luego de unas horas cogen camino hacia la casa de Oralia, que es una de las pocas con televisor en la vereda.

A la casa no le cabe más gente: consiguen las sillas, sientan a los niños sobre las piernas, unos se hacen en el piso, otros —los que no alcanzan— se quedan afuera escuchando. Desde el borde de la playa está todo oscuro —verán las noticias o alguna novela—, se ve una casita pequeña iluminada. Un poco más cerca se escuchan los “shhh” y se ve la gente, los mismos que tienen que madrugar a buscar madera, a cargar bultos, a esquivar cobradores; esos mismos ahora se muerden la boca para no reírse mientras sale un periodista en esa pantalla que a veces se pone borrosa. Los mismos que dicen que aquí no vive nadie.

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Durante los primeros meses de la llegada de las ballenas se ven sus colas apenas saliendo del agua. Inicia el proceso animal: el apareamiento, el parto y la infancia de los ballenatos en aguas colombianas. Los machos siguen su rumbo luego de aparearse, mientras que las hembras se quedan para alimentar a las crías y enseñarles todo lo que deben saber para enfrentar el océano. Del otro lado, en esa playa oscura, las madres les enseñan a los niños lo importante: hacer trenzas, no quejarse al sentir piedras en los pies, comer lo que haya, y cantar dos o tres veces al día.

En la vereda vive una vieja gorda y acogedora, se llama Leonor y tiene su negocio de cabañas y almuerzos a la entrada. Vive con don Claro, su esposo, y con dos niños: Kevin, de once años, y Miguel, de cinco. Los niños no son sus hijos ni sus sobrinos ni sus nietos. La mayoría de muchachas del pueblo tienen hijos porque el gobierno les da un subsidio mensual por cabeza: el negocio de parir. “Algunas se van lejos detrás de un hombre, pero la mayoría vuelven”, dice doña Leonor desganada. Ella se encarga de cuidar a los niños mientras la mamá vuelve, se encarga de cuidarlos esperando que la mamá nunca vuelva. Cuenta que hace meses vinieron a reclamarle a Kevin —a otro Kevin—, su madre consiguió trabajo en Cali y volvió por él cuando estaba a punto de cumplir los diez: “Mi amor, es que todo es prestado”.

Su casa se volvió ese lugar al que llegan niños envueltos en sábanas para aprender a caminar, a hablar, a pescar, a correr, a sobrevivir. Llegan, sobre todo, para aprender a decir adiós. Para guardar ese lugar que se recuerda como casa y que uno nunca vuelve a encontrar. Su casa se volvió lo que significa el Pacífico para las yubartas: el lugar en el que se hacen fuertes, el lugar al que vuelven cada tanto para asegurarse de que ahí está su infancia, que no se ha ido. Efraín y Saúl me dicen que han sido más de treinta los niños que ha tenido doña Leonor, que nunca se queja, que nunca la vieron llorar. Que le duele, lo saben todos. Imagino que ella, dulce y quieta, se queda sentada en una silla mirando el piso. Imagino que una jovencita toma al niño del brazo y le dice:
—Despídase.
—…

Fotografías: Sara Zuluaga

Nadie habla. El niño agacha la cabeza, ya aprenderá. Y ella se queda secándose las manos frías y temblorosas en el delantal, con una sonrisa pequeña, de pavor.

8 500 kilómetros después: volver.

Kevin —el hijo temporal de doña Leonor— no habla de irse, dice que quiere conocer Cali y de pronto Bogotá, pero que no se imagina sin el mar. Sale todas las mañanas con una tablita, se le tira encima a esa espuma oscura y retazos blandos de madera se le enredan en la pantaloneta. Hace acrobacias y Miguel lo mira desde la playa y le celebra la valentía. En La Barra todos se celebran la valentía. Doña Leonor desde la casa lo mira y se ríe casi a carcajadas: “Va a volver, si se lo llevan algún día… vuelve”.

Jose Navia escribió “La fuerza del ombligo”, una crónica sobre las amenazas que sufren los paeces en el Valle del Cauca. Contó que cada vez que nace un niño, el ombligo que corta la partera es enterrado por su madre. Y a ese hecho los paeces le atribuyen la preferencia por morir en su tierra, que hagan una y otra vez la maleta para irse lejos del caos, y al otro día se arrepientan.

Para fin de año los cantos de las matronas de la vereda y el ruido dulce de la marimba se mezclan con los gemidos de las ballenas. Ya casi se van las yubartas y llevan al lado a sus crías listas para enfrentar el océano, lejos de aquí. Las ballenas que nacen en el Pacífico regresan al Pacífico a parir: vuelven porque el calor —este calor— las llama. Algo dejaron enredado en la marea.

Se detuvo la lluvia y la madera de las casas quedó frágil. La playa está casi sola, apenas quedan tres o cuatro turistas. Y ellos, los de La Barra, los que tienen la piel untada de esta sal, ven desde la orilla cómo se alejan las ballenas y van dejando grandes olas luego de golpear el agua. Las ven y se ven a ellos, a sus hijos, a sus nietos: les tocó este pedazo del mundo. Unos se sofocan y quisieran gritar para que se los lleven a otro lugar, otros ya reposan en sus sillas de mimbre y piensan que eso de marcharse es pelea perdida. Al final todos procuran entender esa relación pegajosa de la tierra con el hombre. UC

 
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