Con el peso del océano encima
llegan las yubartas de
nuevo al Pacífico. Arriban
como soberanas. Muchos
ojos esperan vibrando ansiosos
que se rompa el agua como papel
de seda y salga por unos segundos un
animal de 45 toneladas y dieciocho metros
de largo. Nuestras lanchas tambalean
por el movimiento de las olas; los
adultos disparan sus cámaras y los niños
se sostienen del borde de La Piangua
o La muy indigna y abren los ojos y
la boca. Más de quince mil turistas llegan
cada año para ver el espectáculo.
Al final quedan todos con esa vaga y necesaria
sensación de pequeñez.
Mientras todo eso ocurre, la gente
de Buenaventura se inventa maneras
de sobrevivir: aretes en forma de ballena,
fotografías instantáneas, “El tour
más barato, el que busca”… Voces infantiles
preguntan por el hogar de las
ballenas: “¿Y ellas viven aquí?”, pero
entre el afán y la bulla va desapareciendo
el hilo de esas voces y nadie responde.
Las ballenas jorobadas, o yubartas,
viajan desde la Antártida para llegar a
la costa pacífica entre julio y noviembre
—no, no viven aquí—. El viaje es de
unos 8 500 kilómetros, llegan para aparearse,
parir, alimentar a sus ballenatos
y seguir su camino.
Estiven Hoyos es un muchacho de
veinticinco años, es biólogo y se enamoró
del mar desde que su mamá lo
llevó de Cali a Buenaventura —el primer
paseo—, a los siete años. Me explica
que según la ciencia, las ballenas
llegan a estas aguas por su calidez —en
promedio 28 grados—, pero enseguida
suelta un gesto de incredulidad: “La calidez
importa, sí, pero no es solo eso…
es otra cosa” —y esto último lo dice bajito,
como si estuviera traicionando a
alguien—. “Hay algo que las amarra,
aquí nacieron. El hecho de que vuelvan
es natural, memorizado”. Al otro
lado, donde ya no hay niños ni hombres
que gritan desbocados que su lancha es la mejor; lejos de ese sol que golpea el
puerto, y del olor a cocadas y a sopa de
cangrejo, largas filas de hombres con su
mejor camisa esperan su hora de partir
en la terminal de transportes, de ir por
algo mejor. Es natural, memorizado.
***
En medio de todo ese sosiego, hay
algo que ronda en sus cabezas: irse. Salen
miles de buses para Cali, Quindío,
Antioquia, y de ahí —a veces— para
otro país: el caso es escapar. Buses con
hombres y mujeres que se despiden desde
las ventanas sucias y que por dentro
tienen el miedo, y la promesa —que a
veces cumplen— de volver mejor, con
algo más en los bolsillos. No hay cifras
exactas de cuántos porteños salen cada
día de su tierra, de su mar, en busca de
trabajo. Según un estudio realizado por
la socióloga Danny Ramírez, la mayoría
se van para Chile porque el cambio
monetario es favorable y porque no hay
que cambiar de idioma, que es como
cambiar de padres.
Llegan entonces con maletas livianas
y mirada de terror, con dos o tres
cocadas ya deshechas envueltas en una
servilleta, y ganas de sudar y recibir
algo a cambio. El terror no es porque sí,
muchos migrantes son rechazados en
la frontera y quedan a la deriva lo que
hace que deban valerse de su fuerza y
malicia para ganarse los días. La ciudad
que más registra porteños es Antofagasta,
de hecho en los últimos años
se han desatado polémicas por las versiones
que vinculan la creciente inseguridad
con los migrantes, al punto de
convocar marchas contra colombianos.
Cuando llegan hay pocas opciones: los
hombres se unen a la ilegalidad o a la
minería, y las mujeres a trabajos de cocina
o a la prostitución: “Uno se va es
pa mandarle plata a los que se quedan”,
dice Efraín, el lanchero de La Piangua.
El hombre, ya canoso pero con la
piel dura y los músculos brotados, dice
que trabajó lo suficiente para regresar a
casa siendo un héroe.
Las ganas de irse no son nuevas, ni
han surgido a raíz de ninguna catástrofe.
En los años sesenta, recién construido
el puerto, de las veredas aledañas
llegaban hombres para recibir mayores
ingresos y así mantener a sus familias.
En los noventa también hubo un
pico alto en la migración, en aquel entonces
los destinos eran Estados Unidos
o Europa. Danny Ramírez cuenta
que el encuentro con sus coterráneos
en países lejanos los alteraba y provocaba
enfrentamientos: “Si había actos criminales
entre ellos mismos, el agredido
se devolvía al municipio a asesinar a la
familia de quien lo ofendió”. Las tres
principales razones por las que los porteños
se van de su lugar son la falta de
trabajo, problemas familiares y riesgo
de perder la vida.
En Buenaventura los niños de seis a
once años registran un 93 por ciento de
asistencia escolar, mientras que los jóvenes
de 18 a 24 apenas un 29 por ciento.
“Todos se quieren ir de aquí, aquí es
muy duro”, dice Saúl Urrutia, un pescador
de La Barra. Cuando su hijo terminó
el colegio lo mandó para Cali a
estudiar algo que diera plata.
—Uno quiere que por lo menos los
hijos se vayan… ¿qué hay acá?, acá no
hay nada.
—¿Usted por qué no se fue?
—No pues uno ya qué, toda la vida acá.
Saúl se queda mirando a una niña
que pasa con un balde de agua en la cabeza,
sabe que no me contestó la pregunta.
Sin embargo, sabe que fue
suficiente para entender: nacer cerca
del mar es luchar contra las ganas de
huir y las ganas de sentarse en una hamaca
y dejar que la vida pase apresurada
en otra parte.
***
En internet circulan videos titulados:
“La Barra siendo tragada por
el mar” y “Paraíso terrenal a punto
de desaparecer”. En 2014 la playa sufrió
una de sus más grandes tragedias,
hubo mar de leva y se llevó alrededor
de ochenta casas.
Para los entierros La Barra se pone
más oscura que nunca: todos apagan
las luces de sus casas, caminan por el
borde de la playa en una larga fila, iluminándose
los rostros con velas. El ruido
del mar no deja escuchar el llanto,
solo se ven cuerpos lánguidos como
dando un paseo, compartiendo el dolor.
Alexis Mosquera es uno de los líderes
de la comunidad y dice que Buenaventura
los ayuda poco y que han aprendido a
sortear solos a ese gigante arrasador: dejando
a los niños en casa y saliendo —a
veces en medio de la noche— a acomodar
guaduas, a mover tierra, o a sentarse
mirando la marea necia desbordándose,
esperando un nuevo desastre.
Efraín y Saul —el lanchero y el pescador—
se sientan a tomar cerveza en una
tiendita cerca de Juanchaco, lo que dice
uno lo asiente el otro con la cabeza: “Es
muy duro, aquí no vive nadie”. Hablan de
lo que se ha llevado la marea, sobre todo,
hablan de lo que nunca ha traído. Mientras
se quejan piden cerveza, echan cuentos,
y luego de unas horas cogen camino
hacia la casa de Oralia, que es una de las
pocas con televisor en la vereda.
A la casa no le cabe más gente: consiguen
las sillas, sientan a los niños sobre
las piernas, unos se hacen en el piso,
otros —los que no alcanzan— se quedan
afuera escuchando. Desde el borde de la
playa está todo oscuro —verán las noticias
o alguna novela—, se ve una casita
pequeña iluminada. Un poco más cerca
se escuchan los “shhh” y se ve la gente,
los mismos que tienen que madrugar a
buscar madera, a cargar bultos, a esquivar
cobradores; esos mismos ahora se
muerden la boca para no reírse mientras
sale un periodista en esa pantalla que a
veces se pone borrosa. Los mismos que
dicen que aquí no vive nadie.
***
Durante los primeros meses de la llegada
de las ballenas se ven sus colas apenas
saliendo del agua. Inicia el proceso
animal: el apareamiento, el parto y la
infancia de los ballenatos en aguas colombianas.
Los machos siguen su rumbo
luego de aparearse, mientras que las
hembras se quedan para alimentar a las crías y enseñarles todo lo que deben saber
para enfrentar el océano. Del otro
lado, en esa playa oscura, las madres les
enseñan a los niños lo importante: hacer
trenzas, no quejarse al sentir piedras en
los pies, comer lo que haya, y cantar dos
o tres veces al día.
En la vereda vive una vieja gorda
y acogedora, se llama Leonor y tiene
su negocio de cabañas y almuerzos
a la entrada. Vive con don Claro, su esposo,
y con dos niños: Kevin, de once
años, y Miguel, de cinco. Los niños no
son sus hijos ni sus sobrinos ni sus nietos.
La mayoría de muchachas del pueblo
tienen hijos porque el gobierno les
da un subsidio mensual por cabeza: el
negocio de parir. “Algunas se van lejos
detrás de un hombre, pero la mayoría
vuelven”, dice doña Leonor desganada.
Ella se encarga de cuidar a los niños
mientras la mamá vuelve, se encarga
de cuidarlos esperando que la mamá
nunca vuelva. Cuenta que hace meses
vinieron a reclamarle a Kevin —a otro
Kevin—, su madre consiguió trabajo
en Cali y volvió por él cuando estaba a
punto de cumplir los diez: “Mi amor, es
que todo es prestado”.
Su casa se volvió ese lugar al que llegan
niños envueltos en sábanas para
aprender a caminar, a hablar, a pescar, a
correr, a sobrevivir. Llegan, sobre todo,
para aprender a decir adiós. Para guardar
ese lugar que se recuerda como casa
y que uno nunca vuelve a encontrar. Su
casa se volvió lo que significa el Pacífico
para las yubartas: el lugar en el que
se hacen fuertes, el lugar al que vuelven
cada tanto para asegurarse de que ahí
está su infancia, que no se ha ido.
Efraín y Saúl me dicen que han sido
más de treinta los niños que ha tenido
doña Leonor, que nunca se queja, que
nunca la vieron llorar. Que le duele, lo
saben todos. Imagino que ella, dulce y
quieta, se queda sentada en una silla
mirando el piso. Imagino que una jovencita
toma al niño del brazo y le dice:
—Despídase.
—…
Nadie habla. El niño agacha la cabeza,
ya aprenderá. Y ella se queda
secándose las manos frías y temblorosas
en el delantal, con una sonrisa pequeña,
de pavor.
8 500 kilómetros después: volver.
Kevin —el hijo temporal de doña
Leonor— no habla de irse, dice que quiere
conocer Cali y de pronto Bogotá, pero
que no se imagina sin el mar. Sale todas
las mañanas con una tablita, se le tira
encima a esa espuma oscura y retazos
blandos de madera se le enredan en la
pantaloneta. Hace acrobacias y Miguel
lo mira desde la playa y le celebra la valentía. En La Barra todos se celebran la
valentía. Doña Leonor desde la casa lo
mira y se ríe casi a carcajadas: “Va a volver,
si se lo llevan algún día… vuelve”.
Jose Navia escribió “La fuerza del
ombligo”, una crónica sobre las amenazas
que sufren los paeces en el Valle del
Cauca. Contó que cada vez que nace un
niño, el ombligo que corta la partera es
enterrado por su madre. Y a ese hecho
los paeces le atribuyen la preferencia
por morir en su tierra, que hagan una
y otra vez la maleta para irse lejos del
caos, y al otro día se arrepientan.
Para fin de año los cantos de las matronas
de la vereda y el ruido dulce de
la marimba se mezclan con los gemidos
de las ballenas. Ya casi se van las yubartas
y llevan al lado a sus crías listas
para enfrentar el océano, lejos de aquí.
Las ballenas que nacen en el Pacífico
regresan al Pacífico a parir: vuelven
porque el calor —este calor— las llama.
Algo dejaron enredado en la marea.
Se detuvo la lluvia y la madera de
las casas quedó frágil. La playa está casi
sola, apenas quedan tres o cuatro turistas.
Y ellos, los de La Barra, los que tienen
la piel untada de esta sal, ven desde
la orilla cómo se alejan las ballenas y
van dejando grandes olas luego de golpear
el agua. Las ven y se ven a ellos, a
sus hijos, a sus nietos: les tocó este pedazo
del mundo. Unos se sofocan y quisieran
gritar para que se los lleven a
otro lugar, otros ya reposan en sus sillas
de mimbre y piensan que eso de
marcharse es pelea perdida. Al final todos
procuran entender esa relación pegajosa
de la tierra con el hombre.