Bordeando la base del cerro Pan de Azúcar, en lo alto de la Comuna 8 de Medellín, corre una vía angosta que bien podría delimitar un precipicio, si no fuera porque debajo de ella se desprende un torrente de ranchos de madera y casas de material que por años han echado raíces ladera abajo, cubriendo de barrios las montañas centro-orientales de la ciudad.
La vía comunica a los barrios 13 de Noviembre y Villatina con La Sierra, pasando por asentamientos de población desplazada como Las Torres y Esfuerzos de Paz. En su recorrido va perdiendo el asfalto y se va estrechando aun más hasta quedar convertida en una trocha. Los colectivos de transporte público que suben desde el centro terminan su recorrido a medio camino, justo en la entrada de la base militar Las Tinajas.
Unos doscientos metros después de la base, anclada en el borde derecho de la vía, hay una construcción rectangular de ladrillo, de una sola planta y techo de zinc, a la que se llega caminando. Por su decoración interior con banderas de arcoíris, la foto de una reina trans asesinada, mandalas dibujados en el piso y alumbrados con velas, fotos de líderes fundadores y textos sobre las luchas históricas del territorio, la casa entera podría izarse como una ondeante bandera gay sostenida en el filo del precipicio.
La avanzada de un soft power colectivo, silencioso e incluyente, que se resiste a desaparecer en un territorio acostumbrado a la imposición violenta de determinado orden social, bien sea por parte del Estado o de distintos grupos armados ilegales.
Se trata de la caseta comunal de Esfuerzos de Paz, que desde octubre de 2016 se conoce como Casa Diversa. El albergue de los pocos integrantes que quedan de la Mesa LGBT de la Comuna 8 –de 33 miembros iniciales no permanecen más de ocho personas–, el único colectivo de lesbianas, gays, bisexuales y transgeneristas reconocido oficialmente en Colombia como víctima del conflicto armado –Resolución 2016-19777 del 25 de enero de 2016 de la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas (UARIV).
La Mesa empezó a romperse en agosto de 2011, cuando Jhon Édison Restrepo Londoño, uno de sus líderes y fundadores, tuvo que abandonar el barrio por amenazas de un grupo armado ilegal al mando de alias Mateo. El comienzo de la Mesa LGBT de la Comuna 8 coincide en el tiempo con la consolidación del proyecto político contrainsurgente y narcoparamilitar que se vivió con especial intensidad en esta zona de la ciudad a partir del proceso de desmovilización de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), iniciado a finales de 2002.
¿Cuál fue el daño que sufrieron y cómo se repara un colectivo con orientaciones sexuales e identidades de género diversas? ¿Qué importancia puede tener la reparación de una Mesa “dañada” en un territorio urbano aún en conflicto, donde el control social impuesto por grupos armados ilegales todavía se disputa la hegemonía con el Estado? Para empezar, nadie en Colombia tiene la menor idea.
Un ascenso descendente
En el segundo semestre de 2016, Jhon y sus amigos recuperaron la casa, que había estado bajo el dominio de diferentes actores armados. Tumbaron viejos muros y construyeron nuevos, abrieron ventanas con vista a la ciudad, reemplazaron el techo de cañabrava y paja por vigas de madera y tejas de zinc. El sábado 16 de octubre, con presentaciones artísticas, sancocho chocoano, biche y música la entregaron de nuevo al servicio de la comunidad, con un enfoque en el que el respeto por la diferencia atraviesa todos los asuntos sociales, económicos y culturales del barrio.
Casa Diversa es la sede de la Junta de Acción Comunal — que desde este año preside Jhon Restrepo— y en ella se discuten los desalojos y la legalización del asentamiento; los pocos beneficios que dejan las obras del jardín circunvalar en la comunidad, que ve cómo sus ranchos les estorban a los senderos y parques que esperan visitantes; las promesas incumplidas tras la construcción del metrocable; la carencia de servicios públicos; la vivienda precaria; el desamparo y desescolarización de niños y jóvenes; la salud de los mayores; el desempleo de las madres cabeza de familia; la convivencia en una población mayoritariamente afrodescendiente; las expresiones artísticas y culturales; la relación con las autoridades y los combos armados.
Desde las ventanas de Casa Diversa, alguna sin marco ni vidrios, se aprecia de cerca la avalancha de casas de la Comuna 8, que se apretuja y al mismo tiempo se expande cuesta abajo, como una bola de nieve de 580 hectáreas en la que se entremezclan unos 140 mil habitantes, en una maraña hecha de la memoria del pasado y de los afanes del presente.
Por encima de ese arrume de techos de zinc, calles torcidas, pasadizos de tierra y escaleras de cemento vuelan hoy las cabinas del metrocable desde la estación Alejandro Echavarría hasta el barrio La Sierra. Especie de drones de transporte público capaces de vencer el aislamiento que producen la pobreza y la geografía. Llegará el día en que a Medellín solo se la podrá escudriñar desde el aire.
La vía angosta que bordea el Pan de Azúcar es el límite superior, a unos dos mil metros sobre el nivel del mar, de la vida urbana y asfaltada. Por encima queda la cumbre del cerro, surcada de senderos adoquinados que conforman el llamado “Jardín Circunvalar de Medellín” –la apuesta oficial por que la avalancha de casas no tatúe del todo la piel de las montañas–, con parques, canchas y una base del Ejército.
Cuando conocí a Jhon, a principios de 2016, ajustaba un par de años de haber regresado a Esfuerzos de Paz. Es de piel morena, cuerpo robusto y 1.72 metros de estatura; tiene la cara redonda, la nariz chata y los ojos negros y aindiados de zambo hijo de padre negro y madre indígena; lleva el pelo largo y liso en la parte superior de la cabeza, pintado de colores, y rapado por los lados y atrás; es tierno y varonil, brusco y delicado, con las cejas siempre en alto y siempre de pantalones cortos, tenis y camiseta.
A sus treinta años dice que es gay desde que recuerda; “mariquita” desde que era un niño criado en los inquilinatos de Niquitao. Bajo su piel guarda todas las formas de exclusión que se pueden vivir en una comuna popular de Medellín. Desde que nació tiene todo en contra para rebelarse y resistir.
Si uno pudiera hacer un experimento social inconcebible, implantar a un recién nacido en las condiciones más adversas para su crecimiento en una sociedad excluyente como la de Medellín, con una madre indígena, pobre y analfabeta; un padre negro, trabajador, pero ausente y violento; sin seguridad social ni vivienda propia; viviendo en un inquilinato con servicios públicos escasos y compartidos; rodeado de lugares de venta de vicio y prostitución; y uno se sentara a observar durante años lo que ese niño hará con su vida, lo último que cualquier científico social –ni el más arriesgado ni el más cínico– esperaría encontrarse sería al Jhon Restrepo que todavía vive en un barrio popular, intentado subvertir lo que le fue dado al nacer.
El inquilinato en el que nació lindaba con el antiguo cementerio de San Lorenzo, en terrenos donde hoy hay una sede de la Institución Educativa Héctor Abad Gómez. Separados por un solar donde quemaban los desperdicios de las plazas de venta de drogas que había alrededor.
–El juego de nosotros era saltar las tapias de las galerías del cementerio y hacer guerra de cadillos en el solar –recuerda Jhon–. Como era hijo único, era la sensación, y como siempre he sido mariquita, mariquiaba a todo el mundo. Mi mamá trabajaba en una de esas plazas y llegó a ser administradora. Trabajaba para una mujer lesbiana, gorda, mal encarada, que era la dura y vivía en Bello.
Prematuramente, como a los doce años, Jhon aprendió una regla fundamental con la que tendría que vivir en adelante y que luego contribuiría a que fuera víctima del conflicto armado: no se escondería, sin importar las amenazas que le hicieran. Se convirtió en un niño sin miedo, en un niño grande a destiempo.
–Una vez la policía cogió a mi mamá y me llevaron para el solar.
–Díganos dónde está la caleta –me dijo uno de ellos–. Si no, lo llevamos para la cárcel, allá hay mucho cacorro y le dan por ese culo.
–Ay, tan bellos –les dijo Jhon.
A finales de 1999 ascendió a lo más alto de esa contra-escalera social que funciona en Medellín y que significa que entre más arriba estés en las montañas que sostienen a los barrios populares, más abajo clasificas en la escala social oficial (técnicamente llamada “estrato”). Ni siquiera importa que la oficialidad instale en esos barrios escaleras eléctricas para subir o bajar más rápido y más cómodo, el estrato aquí es una condición natural, un carné de identidad. Para quienes pertenecen a los estratos bajos, ascender en la escala social puede tomarles generaciones o, más probablemente, significar una imposibilidad.
Cuenta Jhon que a los trece años llegó a la Comuna 8 por “pobreza histórica”. Un par de padrinos, como se conoce a esos personajes capaces de cambiarle la vida a una persona –de romper el curso trágico de este experimento social y de suplantar a la familia, al Estado, a la comunidad–, le echaron una mano para sacarlo de ese remolino de exclusión que lo lanzó a lo alto de la montaña.
–Yo tenía un padrino con varias casas en Niquitao y me adoraba. Tenía sólo hijas, entonces yo era como el hijo “hombre”, ja ja ja, pero me quería mucho. Me daba ligas de cien pesos, que eran una millonada y con eso mecateaba divino. Me decía “el hijo de la india”, porque mi mamá es embera del Chocó. A mí todavía me gozan mucho porque en mi casa está el mejor ejemplo de vulnerabilidad: indígena, afro y LGBT, ja ja ja. Mi madrina, la mujer de él, nos dijo que nos fuéramos para una casa que él tenía en Caicedo, en toda La Cañada, que también era un inquilinato y que lo administráramos y no nos cobraba el arriendo.
Entonces aparece el segundo padrino, que también era un patrón.
–La casa de Caicedo era de tres pisos, pero el tercer piso no era de mi madrina, sino de la mamá de Alberto. A finales de los noventa, Alberto era el duro de Caicedo, un Pablo Escobar chiquito, una cosa miedosa. Pero su mamá le cogió cariño a mi mamá. Cuando mi madrina nos dice que nos tenemos que ir de la casa, la mamá de Alberto habla con su hijo y él nos da un terreno arriba en la montaña.
Alberto, más conocido en Las Estancias (Caicedo) como Alberto Cañada, se llamaba Jairo Alberto Ospina Olaya, líder de la banda La Cañada, que se desmovilizó con el bloque Cacique Nutibara de las AUC en diciembre de 2002. El 18 de octubre de 2005 fue asesinado con disparos de ametralladora en la cerrajería que tenía en el mismo barrio, asesinato ligado al también desmovilizado Severo Antonio López Jiménez, alias de Job, conocido nacionalmente por entrar por un sótano a la Casa de Nariño durante el gobierno de Álvaro Uribe Vélez, y posteriormente asesinado en un restaurante de la vía Las Palmas, el 27 de julio de 2008. Padrinos y patrones capaces de cambiar vidas, aunque la propia la lleven perdida.
Un esfuerzo de paz bajo control
Alberto le regaló a Jhon la madera para que hiciera su rancho.
–Pero no teníamos con qué pagar carro para subirla. A hombro subimos la madera con la que está hecha mi casa, que queda al lado de la caseta que hoy es Casa Diversa –cuenta Jhon.
Esfuerzos de Paz es uno de los asentamientos de población desplazada que se han ido formado en la Comuna 8 en los últimos veinte años, así como Altos de La Torre, El Pacífico, Unión de Cristo, La Esperanza, Las Torres y Pinares de Oriente. En total, tiene 36 asentamientos, sectores y barrios a los que la comunidad y el Plan de Desarrollo Local les otorgan autonomía barrial, aunque solamente hay dieciocho reconocidos oficialmente por la Alcaldía de Medellín.
La Comuna 8 saltó al estrellato mediático a partir del documental La Sierra, realizado por los periodistas Scott Dalton y Margarita Martínez y presentado por la televisión nacional en octubre de 2005, y por varios escándalos políticos relacionados con el control de las Juntas de Acción Comunal por parte de desmovilizados del bloque Cacique Nutibara, como el mencionado Job o John William Gómez, alias Memín, quien se hizo elegir por voto popular a la Junta Administradora Local (JAL) para el período 2008-2011, al tiempo que ejercía un control territorial armado sobre Esfuerzos de Paz y otros barrios de la comuna. Fue capturado el 13 de mayo de 2008 y luego condenado por concierto para delinquir, desplazamiento forzado y constreñimiento ilegal.
La casa de Jhon y Casa Diversa quedan a pocos metros de un lugar conocido como El Venteadero, una especie de risco prominente de la ladera del cerro Pan de Azúcar, lugar de paso obligado que conecta a La Sierra con las centralidades de la comuna; por lo tanto, sitio estratégico de control de los grupos armados.
–Cuando llegué a Esfuerzos me tocó lo más crudo, el toque de queda, las balaceras, yo vivía en El Venteadero, entonces te imaginás lo que me tocaba escuchar: la última cortada de una garganta, cómo remataban a alguien, tas, tas, o los golpes mientras alguien suplicaba por su vida, un montón de cosas a diario. Eran ellos [milicianos y paramilitares] camuflados, con esos AK-47, era una cosa tan violenta, tan hijueputa.
En un intento por contener el desangre que se vivía en los barrios, a finales de 2002, la ciudad se embarcó en la desmovilización del bloque Cacique Nutibara, al mando de Diego Fernando Murillo Bejarano, alias Don Berna o Adolfo Paz, la cabeza de la Oficina de Envigado, el principal cartel del narcotráfico de la región. Más tarde se demostraría que la desmovilización de cerca de 900 combatientes paramilitares fue una farsa en la que se colaron delincuentes comunes y narcotraficantes que siguieron delinquiendo.
Alonso Salazar Jaramillo, el conocido autor de No nacimos pa semilla y La parábola de Pablo, quien fuera secretario de gobierno (2004-2007) y luego alcalde de Medellín (2008-2011), sentado en una mesa del tradicional restaurante Versalles, en el centro de la ciudad, me cuenta particularidades de esa Comuna 8, a la que llegó a vivir a mediados de los años ochenta del siglo pasado, en el barrio Santa Lucía. En esos años conoció a Antonio López, quien se enlistaría en las filas del ELN.
–Job regresó a la zona a finales de los ochenta, cuando empezaron las milicias en Medellín. Algunos, que habían estado en la izquierda, formaron milicias, como Pablo García en el barrio Popular. Un tiempito después, el ELN decidió montar unas milicias en Villa del Socorro. Luego crearon otras que nunca fueron muy fuertes, las montó Job y otros, en La Sierra, que se llamaban Milicias 6 y 7 de noviembre –dice Salazar.
Estas milicias se enfrentaron a hombres del bloque Metro, al mando de Carlos Mauricio García, conocido como Doblecero, para terminar haciendo parte del bloque Cacique Nutibara, cuando don Berna logró la hegemonía del poder ilegal en la ciudad.
–El documental La Sierra cuenta parte de esa historia, en un momento en que el bloque Metro ha sacado a las milicias y el ELN se ha replegado en un barrio del frente que se llama 8 de Marzo, al otro lado de la quebrada San Elena, entonces se disparaban de un lado a otro.
Entre las personas claves de ese proceso de desmovilización en la Comuna 8 están John William López (Memín), que crea la corporación La Fortaleza, con influencia en Villatina y Las Estancias (Caicedo) y un proyecto productivo en el cerro Pan de Azúcar llamado La Granja, cerca del barrio Esfuerzos de Paz; Julio Perdomo (considerado por la policía el cabecilla de la Odín Caicedo y capturado el 14 de marzo de este año), quien funda la Cooperativa de Trabajo Asociado Omega, con influencia en Sol de Oriente y un proyecto productivo llamado El Vivero, también en el Pan de Azúcar; y Edwin Tapias, quien crea la corporación La Sierra con Futuro, en el sector de La Sierra y entra a dirigir la Junta de Acción Comunal de ese barrio.
–Ellos se tomaron las acciones comunales –dice Salazar–. A veces directamente y otras por interpuesta persona. Memín era el encargado del trabajo sucio. Entonces tenía un famoso proyecto que se llamaba La Granja, que en realidad era un sitio donde probablemente asesinó a varias personas, y maltrató a muchas. Pero eso se fraccionó muy rápido, una fracción era liderada por Perdomo y Tapias y la otra por Memín y Job. Empezaron a darse sopa y seco. Y después vino la caída en desgracia de Job.
Jairo Maya, líder social de la comuna, fallecido de un infarto en 2016, me contó que para el momento de las elecciones locales de 2007, los desmovilizados tenían influencia en la Asociación de Juntas de Acción Comunal (Asocomunal) y en las juntas de La Sierra (donde vivía Edwin Tapias), Villa Turbay, Las Mirlas, Villa Liliam parte alta y parte baja, Santa Lucía, Unión de Cristo, Esfuerzos de Paz I, Villatina San Antonio (donde vivía Memín), Quintas de la Playa (donde vivía Job), El Pinal, 13 de Noviembre, Golondrinas, Enciso, Sucre, El Pacífico, Sol de Oriente (donde vivía Julio Perdomo), Pinar del Cerro, Libertad I y Colinas de Enciso parte alta.
En la Comuna 8, espacios que fueron símbolos de la “resocialización” de las autodefensas, como El Vivero y La Granja, se convertirían en “lugares de la memoria del horror”, como han sido identificados por las víctimas del conflicto en sus procesos de reconstrucción de su memoria histórica.
Jhon Restrepo y las damas y caballeros de la mesa diversa
Antes de las elecciones de ese 2007, hace casi diez años, se hizo el lanzamiento oficial de la Mesa LGBT de la Comuna 8, a instancias de un líder social del barrio Llanaditas, venido de Argelia, en el Oriente antioqueño, de piel blanca, cabeza rapada y cara redonda, llamado Antonio Marulanda, particularmente sensible a los ataques a la población LGBT.
–Hubo un caso que marcó mucho a la comunidad, y fue la violación de una muchacha LGBT por parte de ellos [desmovilizados]. Se estaban presentando situaciones en las que algunos chicos gays de la Institución Educativa cercana, la Joaquín Vallejo Arbeláez, estaban siendo maltratados por el solo hecho de tener una condición sexual diferente.
A raíz de estas agresiones y de la gestión de Antonio, uno de los proyectos priorizados por la JAL de la Comuna 8 fueron los “pactos por la convivencia”, que por primera vez incluyeron un “pacto por la diversidad sexual”.
Desde su llegada a la Comuna, Jhon había hecho parte de grupos juveniles promovidos por la Pastoral Social de la Iglesia católica y había terminado creando un grupo independiente al que llamaron Movimiento Cultural Juvenil (MCJ), que se caracterizaba por la presencia de jovencitos homosexuales.
Antonio conocía el trabajo de Jhon e invitó al MCJ a participar de dicho pacto.
–Ese inicio fue muy particular –cuenta Jhon–, porque eran muy chicos todos, de catorce a diecisiete años, todavía en proceso de construcción de su identidad y orientación sexual.
Se sumaron 33 participantes de Villatina, San Antonio, Esfuerzos de Paz, 13 de Noviembre, La Esperanza, Enciso parte alta, Los Mangos y Llanaditas.
–Empezamos con una formación humana en proyecto de vida. Para saber qué era ser LGBT implicaba que cada uno supiera en qué estaba, cuándo se dio cuenta, cómo había sido su proceso en la familia, cuándo fue su primera experiencia sexual, qué tipo de prácticas le gustaban.
En su proceso de reconocimiento, la población LGBT necesita de sus pares.
–Es un ejercicio que no pasa por la familia ni la escuela. Salir del clóset es fundamental –dice Jhon.
Y no regresar nunca más a él, pese a los obstáculos y las amenazas. Esta idea tan simple atraviesa las posibilidades que haya en el futuro de romper con las violencias contra la población LGBT. El derecho fundamental a la libre asociación, para la población LGBT, va mucho más allá del simple reconocimiento entre pares; para muchos de ellos es la única posibilidad que tienen de existir como son y de encontrar apoyo y resistir a la estigmatización de la que son víctimas en sus comunidades.
Antonio coordinó el lanzamiento de la Mesa en el auditorio de la IE Joaquín Vallejo Arbeláez, con la presencia del inspector, el comisario, el comandante de la policía, los miembros de la JAL, líderes comunitarios y de las JAC, un representante de la Secretaría de Gobierno y otro de la Iglesia.
–Sentí miedo, precisamente porque la instalación se hizo en el barrio Llanaditas. No faltaba el que lo tratara a uno mal, el que se burlara de uno. Recuerdo las palabras de John en ese entonces, decía que si las maricas y los maricas se iban a visibilizar y a hacer que se les respetaran sus derechos, teníamos que empezar a empoderarnos de verdaderos procesos de liderazgo y transformación en la comuna.
En los años siguientes, mientras los líderes desmovilizados consolidaban su presencia en los órganos de representación legales de la comuna, apalancados por sus estructuras ilegales, esos jovencitos “amanerados”, integrantes de la Mesa, como si fueran las damas y caballeros de una Mesa Redonda de un noble reino antiguo, se dedicaron a ondear la bandera arcoíris, a dar charlas, demandar recursos y levantar denuncias en cuanta cancha, colegio, parque o esquina los invitaran. Llevaban consigo el mensaje de un nuevo orden social, aunque ya estuviera consagrado en la Constitución Nacional: la libertad de cada quien de ser como quiere.
En 2010 los invitaron a hacer parte de un pacto de convivencia en Sol de Oriente, que incluía la repintada de un muro en el que se leía “Gracias, Adolfo Paz”. Entonces, recibieron las primeras amenazas de un grupo controlado por Julio Perdomo. La Secretaría de Gobierno intervino y pudieron pintar su parte del muro, la letra C de la palabra CONVIVENCIA, muy adornada con los colores de la bandera gay. Al otro día la letra fue repintada con mensajes homofóbicos.
A finales de ese mismo año hicieron parte de la “Marcha por la vida y la diversidad sexual de la Comuna 8”, la primera marcha de orgullo gay de carácter territorial de la ciudad. Fue días antes cuando recibieron el primer ataque directo. Varios hombres irrumpieron en la sede social Picolino, en Enciso parte alta, donde se reunía la Mesa para planear sus actividades, y patearon a varios integrantes.
–Nos dijeron que iba a correr sangre y plumas si realizábamos la marcha –cuenta Jhon.
La visibilidad alcanzada por la Mesa en espacios de participación y en informes de Derechos Humanos les trajo apoyo. Se hicieron denuncias públicas que fueron replicadas por los medios de comunicación y la Policía les ofreció acompañamiento.
–A la marcha fuimos como veinte, había más policías que manifestantes –recuerda Jhon.
Pero estos nuevos cruzados querían clavar su bandera mucho más profundo en el corazoncito machista y homofóbico de la comuna y de las familias que los habían criado. Al año siguiente, para el mes del orgullo gay, planearon una segunda marcha que incluía un desfile y un reinado de travestis y transexuales, con salida desde Los Mangos y llegada a la plazoleta del 13 de Noviembre, una de las centralidades de la comuna.
Esos barrios acostumbrados a ver hombres encapuchados y armados, al alarde de guapos de los combos en las esquinas y a las bravuconadas de los borrachos en las cantinas, vieron desfilar por sus calles hombres maquillados, con vestidos y en tacones, exhibiendo sus pechos y sus culos, con las piernas gruesas y contorneadas al aire, orgullosos de sus plumas.
El sábado 30 de julio de ese 2011, Jhon recibió la primera amenaza. Le mandaron a decir que no lo querían volver a ver. Pero él conocía las entrañas de sus barrios y se sentía fuerte, así que no hizo caso. Al sábado siguiente lo llamaron a su celular y en la madrugada fueron a la casa de su madre cerca de El Venteadero. Entraron por él, pero no lo encontraron. Se convenció de la que la orden iba en serio y dejó el barrio con lo que tenía puesto.
El jueves 11 de agosto hizo la denuncia por desplazamiento intraurbano y se convirtió en víctima del conflicto armado colombiano. El rompimiento de una mesa había comenzado. Algunos integrantes, como Andrés Gutiérrez Álvarez, abandonando el discurso político y reivindicativo, siguieron promoviendo actividades de carácter artístico con la población LGBT, bajo el nombre de Conexión Diversa, que en 2013 se encargó de realizar un nuevo desfile de transgeneristas. Las represalias llegarían pronto. A principios de 2014, Andrés tuvo que abandonar la comuna que lo vio nacer. La Mesa se acabó de romper.
Más tarde ese año, por cambios en los mandos de los combos ilegales de la zona, Andrés y Jhon pudieron regresar y se reconocieron como víctimas colectivas. Solo tres de las damas y caballeros que iniciaron su cruzada en 2007, Jhon Restrepo y los hermanos Andrés y Yuli Gutiérrez, se atrevieron a hacer la denuncia y a solicitar ante la UARIV su reconocimiento oficial como víctimas.
El sábado 22 de abril de 2017, quince meses después de expedida la resolución, dos funcionarias de la UARIV venidas de Bogotá subieron a Casa Diversa para iniciar con lo que queda de la Mesa LGBT de la Comuna 8 un proceso inédito de reparación colectiva que puede tardar como mínimo unos tres años.
*Beca de Creación en Crónica del Museo Casa de la Memoria, 2016.