Eran las tres de la tarde las tres
Ignacio Piedrahíta. Fotografías: Raúl Soto, La mujer del animal
La mujer del animal significó para mí ver la poesía de Helí Ramírez llevada al cine. Nunca pensé que eso pudiera llegar a hacerse con la obra de este poeta de Medellín, maestro de la marginalidad, pero allí estaba, en el teatro, de manos de Víctor Gaviria. Al presenciar las primeras imágenes de los barrios populares de la Medellín de los años setenta, me di cuenta de que estas ya estaban en mi memoria, especialmente desde la lectura del libro La parte alta abajo.
La historia de la película se desarrolla en los años en los que las migraciones del campo hacia la ciudad se hicieron más fuertes. Gentes recién llegadas de los pueblos venían huyendo de la violencia rural, donde los viejos decían “haber nacido al lado de una quebrada / y árboles y animales de verdad”, según Helí. Los recién llegados se instalaban en las laderas más altas de la urbe, en ranchos con muros de madera y techos de hojalata. Entre esos personajes está el Animal, que como muchos de nuestros bandidos (Sangrenegra, Desquite, Tirofijo), aceptan su remoquete y lo hacen valer.
El Animal, líder de una gallada que se sostiene robando en el Centro de la ciudad, se parece al Milín de los poemas de La parte alta abajo, perentorio en sus órdenes a sus segundos: “si no lo hacés te enciendo a fierrazos / y cuelgo tus tripas en la puerta del café…”. Publicado en 1979, el libro hace poesía con ese tipo de personajes y su entorno, en una década en la que se pasa de los puñales a los fierros, tal como sucede en la película. Al principio, el Animal y sus secuaces siembran el miedo en el barrio con machetes, pero siete años después serán ajusticiados con balas.
Al Animal no lo hace malo la ciudad, parece venir así desde la vereda donde creció. Y, más que hacerse un nombre como ladrón o bandolero, encuentra su brutalidad en la sumisión de las mujeres que tiene a su alrededor. Es un maltratador de sangre, pervertido, violador. Encarna demasiada maldad, quizá, pero a Víctor lo respaldan los testimonios que recogió para elaborar el personaje. Según él, la víctima real del Animal asegura que aquel hombre no mostró nunca otra dimensión. Así parece que lo sostuvieran también unos versos del poeta: “Ningún destino se detiene a morir junto a otro destino. / El animal está destinado a una sola cosa”.
Al igual que en los poemas de Helí, urbanos en esencia, se sienten en la película, todavía vivas, las raíces del campo colombiano: “Nací como muchos otros no soy el único / en medio de disparos de revólver y fusil en medio de / regueros de sangre”. En ese contexto, la ciudad se muestra incluso como una salvación. Cuando la mujer del Animal decide cortarse el pelo a escondidas, encuentra una de sus salidas más inteligentes. Sin tener de dónde arrastrarla como trofeo personal, el Animal se queda sin instrumentos para humillarla.
Conforme pasan los años de aquella década, el Animal se ve obligado a trepar aún más por laderas del barrio: “Para llegar al rancho hay que subir / unas escaleras de miseria”, dice Helí. La comunidad, si bien no puede sofocar su maldad, hace sentir la presión, lo mismo que algunos tibios intentos de la policía. Como una fiera perseguida, el Animal va buscando los filos de las montañas, allí donde ventea fuerte y las noches son frías. Crea en estos barrancos en proceso de colonización su pequeño fuerte, basado en el aislamiento.
El Animal es exuberante en las vejaciones hacia su mujer, que se extienden además hacia sus hijos y hacia otras mujeres, con las que conforma una especie de siniestro harem particular. Fuera de su séquito, las violaciones de muchachas jóvenes son su agrio pasatiempo. Se las roba frente a los ojos de otras mujeres y de hombres inermes que nada pueden hacer ante la gallada. Son esas violaciones las escenas más fuertes de la película. “La gallada la condenó a acostarse con la gallada”, dicen los versos de Eran las tres de la tarde las tres. Este poema cuenta precisamente la historia de un grupo de hombres que engatusan una muchacha, la engañan para llevarla a una cueva de piedra sobre la cuesta de la montaña y allí la atacan como una manada de hienas.
“Milín fue el que les metió la idea en la cabeza / el gago por hacerse más llabe de milín fue el primero en apoyarlo / y porque era la única forma de tocar a una pelada su cuerpo / luego el apoyo del tuzo y con el apoyo del tuzo el resto de la gallada”. Es más difícil ver en la pantalla una escena como estas que leerla, o quizá no: “Luego la quietud de la pelada / la sangre sonriente por su vulva sonriente para afuera en chorros”. Solo el punto de vista del poeta puede limpiarnos después de una experiencia como esa: “Odiando con asco contemplo la gallada desde cierta distancia”. Así mismo, aunque no hay un narrador en la película que condene ese hecho, la solidaridad del público se despierta de inmediato. Estos versos, estas imágenes casi imposibles de ver, crean un sentimiento profundamente puro en el corazón de quien las presencia. Sin embargo, es un camino arriesgado para los autores, pues los aleja del gran público y los mantiene como autores de culto.
Al igual que Víctor con sus películas, también Helí
tiene pocos libros, y no parece seguir ningún formato
ni método. Ni siquiera el de la ortografía y la gramática,
y mucho menos las temáticas tradicionales de la
poesía. Tanto las películas del director como los versos
de este poeta son malditas, en el sentido literario.
Y como tales hay que entenderlas. Están al borde del
documento histórico, pero hay una mirada particular
que los diferencia de cualquier verdad objetiva. Aún
en la más cruel imposición de la fuerza sobre la fragilidad
femenina, tanto en La mujer del animal como
en Eran las tres de la tarde las tres, está la poesía de la
trastienda del ser humano. Volver a ciertos momentos
de la historia negra de una ciudad no es intentar maldecir
su memoria, sino fortalecerla: “En donde era esa
cueva hoy es una tienda”