Sindicado por seducción
Eulalia Hernández Ciro. Fotografías: Archivo BPP - Archivo Histórico Judicial de Medellín
Desde niña tengo grabada una imagen de las largas conversas con mis abuelas, tías y demás mujeres de la familia: la visita del novio que se recibía en la sala, bajo la mirada atenta de padres y hermanos, en la que tomarse de las manos por un momento era toda una osadía. Los saludos en la puerta, los susurros a través de la ventana o los intercambios fugaces de miradas en la misa complementaban el cuadro de los cortejos convencionales. Años más tarde, estas imágenes siguieron repitiéndose en el cine, en las novelas, en las letras de las canciones y en las fotografías de archivo. Incluso, pude recrearlas al observar la arquitectura de algunas casas viejas, donde las ventanas permitían a los novios sentarse por largo rato.
Al lado de estos recatados cortejos en espacios cerrados, fueron apareciendo otros relatos en potreros, caminos, quebradas y todo tipo de parajes ideales para encuentros furtivos. Ante esta riqueza de espacios y ocasiones, pensé que era imposible que los encuentros amorosos estuvieran reservados a aquel sillón vigilado. Me sigo preguntando por las formas de cortejo, seducción y amor cuando Medellín empezaba su proceso de urbanización. ¿Por qué nuestras abuelas se casaron tan jóvenes y casi siempre con su primer novio?
En los expedientes que conserva el Archivo Histórico Judicial de Medellín, ubicado en la Universidad Nacional de Colombia, encontré un rico acervo para seguir alimentando estas preguntas. Las líneas siguientes fueron reconstruidas a partir de uno de ellos: “Sumario por Seducción”, adelantado a Roberto Restrepo en 1935, guardado en la carpeta 12158. Se inspiran también en la historiografía local, en conversaciones cotidianas y, seguramente, en mis imaginaciones, experiencias y deseos.
Los brazos de Roberto
En el paraje La Tolda, entre las cuchillas verdes que comunican a Barbosa con San Vicente Ferrer, dos jovencitos, nacidos y criados en esas tierras, principiaron amores. Corrían los años treinta del siglo pasado, época de crisis económicas en otras latitudes y de años dorados para ciudades latinoamericanas como Medellín y sus alrededores. Una combinación de industria, comercio y crecimiento urbano, significó para la incipiente ciudad el inicio de una transformación vertiginosa con la llegada de hombres y mujeres venidos de todas partes de Antioquia.
En el centro de la ciudad finalizaba la cobertura de la quebrada Santa Elena, Cine Colombia proyectaba por primera vez una película sonora, los barrios Aranjuez, Campo Valdés y Manrique iniciaban con fuerza su poblamiento, importantes industrias como la Cervecería Unión, Tejicóndor y Locería Colombiana se consolidaban. Y, tal vez lo más trascendente, concluía la construcción del Ferrocarril de Antioquia que abrió las rutas hacia los ríos Cauca y Magdalena, dinamizó la exportación e importación de materias primas, mercancías y productos y, a su vez, favoreció la llegada y el paso de gentes de todos los colores.
En medio de estos años agitados, en octubre de 1933, fue cuando Carmen Emilia Santa, natural de San Vicente y vecina de Barbosa, de 18 años de edad, con oficios domésticos de profesión y C.A.R. (católica, apostólica y romana, como versaban las costumbres de la época), comenzó sus amoríos con Roberto Restrepo, soltero, de 22 años de edad, también C.A.R. y motorista del tranvía municipal de Medellín. De la figura de Roberto conocemos algunos trazos: “talla 159, descalzo, color trigueño, cabellos ondulados castaños, frente estrecha, ojos medianos pardos claros, dorso recto, base caída, boca pequeña, labios delgados, mentón redondo, orejas rectangulares, cejas negras crespas. No tiene ninguna señal particular, viste decentemente y alfabeta”. De las señas de Carmen Emilia solo sabemos por los peritos médicos que era una mujer bien conformada y sin ninguna anormalidad física.
De vistas, los testigos coindicen en que fue la vecindad la que favoreció amores entre los dos muchachos, aunque Niacianceno, padre de la jovencita, se opuso desde el principio a esa relación, por lo que el susodicho nunca tuvo entrada a la casa de la familia Santa. Al parecer, con la complicidad de la madre, Carmen Emilia Adarve, Roberto pudo cortejarla en el corredor externo de la casa, ubicada en el camino real que de Barbosa conducía a San Vicente. El corredor de aquella casa blanca, encalada y siempre limpia, con el piso de tierra barrido con escoba de ramas de berbena, fue testigo de sus encuentros. Los enamorados pasaban tardes enteras sentados en la tarima que hacía de mueble, sobre una espuma larga y un tendido de boleros. Con la acostumbrada compañía, claro está, de los hermanos menores de Carmen Emilia.
Sonrisas, murmullos, palabras, promesas y uno que otro roce hacían parte del cortejo. Los amigos de Roberto le decían que dejara la visitadera, que el papá de la muchacha lo iba a sacar con un palo. De inmediato les replicaba que don Nacianceno no tenía por qué sacarlo, “que él no era sino que quería a la muchacha”. Cuando las prohibiciones aumentaban y no podían siquiera estar en el corredor, se las arreglaban para encontrarse en los alrededores o en casa de vecinos. En su trato, Roberto era respetuoso y delicado, aunque con el paso de los días Carmen Emilia notó que se fue poniendo confianzudo con ella. Nunca iba a olvidar una noche luego de toda una tarde juntos en la tarima del corredor. A eso de las siete, cuando sus hermanos pequeños habían entrado a la casa, Roberto la abrazó y le propuso que se le entregara para usarla carnalmente.
Pero esa no sería la única vez. Ella siguió resistiéndose a la repetida petición hasta que, llevada por el amor que siempre sintió por él, cedió a sus ruegos. Y fue así, de pie, en el corredor, que Restrepo intentaba saciar sus ansias: “me decía que él no me iba a perjudicar. Luego de molestarme en esa forma se retiraba, sin que yo hubiera sido desflorada por él”, relataba Carmen Emilia, refiriéndose a cuando Roberto “solo la usaba sin introducir su miembro”. La tomaba entre sus brazos contra la pared del corredor blanco por el que todavía fluían sus palabras, hasta que entre las piernas de la muchacha quedaran los restos olorosos de la pasión.
Los roces entre los cuerpos cada vez se hicieron más urgentes. Fue así como una tarde soleada de junio, al despedirse en el corredor, Roberto le dijo que se saliera con él. Carmen Emilia, confiada de sus palabras, pensando en que nada le iba a pasar, pero además segura de que Roberto se iba a casar con ella, como se lo venía prometiendo cada vez que caía la tarde, accedió. “Cerca a la casa a un lado del camino me acostó en el suelo y enseguida sé me subió encima y me perdió, es decir, me violó sin que yo me le hubiera resistido y luego nos separamos habiéndome dicho que no tuviera cuidado por lo que habíamos hecho que no me iba a embarazar y que no me pasaba nada y que en todo caso se casaba conmigo. Yo sentí mucho dolor esa vez pero ninguna hemorragia de sangre me vino”.
Transcurrió casi un año de plenos atardeceres, hasta que Roberto consiguió un empleo como motorista del tranvía de Medellín y se mudó con su familia al barrio Manrique. El cargo de motorista era reservado para jóvenes de clase media de la ciudad y de otras vecindades. El nuevo empleo y la distancia de casi 36 kilómetros interrumpieron las conversas en el corredor de la casa de La Tolda, pero el amor siguió su curso gracias a las cartas que empezaron a escribirse. Vecinos y amigos fueron emisarios de tales misivas que circulaban en sobres cerrados y ocultas al recelo de algunos de los miembros de la familia Santa. En ese momento las comunicaciones entre el norte y el centro del valle de Aburrá fluían por las líneas del tranvía, del ferrocarril, las carreteras, la red de caminos e incluso por el mismo río, que con balsas prestaba el servicio de navegación a pequeña escala. Viajaban mercancías, personas… y sobres.
“Negrita”, “Estimado amorcito”, “Espero ansioso tu respuesta”, “Dedícate pues a mi que yo me dedico a ti”, eran algunas de las expresiones plasmadas en el papel, que alegraban corazones y avivaban deseos. A pesar de la cercanía que transmiten las cartas, desde ese momento los amantes tuvieron pocas oportunidades de verse y, cuando lo hacían, “era sin ocasión de ejecutar actos carnales”. En una de las pocas ocasiones en que Restrepo visitó La Tolda, volvieron a juntar sus cuerpos: “En octubre del año pasado vino, estuvimos cohabitando una sola vez un día domingo debió ser del seis al ocho de dicho mes, y desde esa fecha yo nada particular senti en mi. Fue cuando llegó la época de la menstruación que vine a darme cuenta que estaba embarazada, aún me siento en tal estado”, relató Carmen Emilia al ser interrogada por el alcalde de Barbosa, quien entonces ejercía como autoridad judicial.
Las piernas de Carmen Emilia
La respuesta de Roberto a la última carta de Carmen Emilia no llegó. En su lugar mandó a decirle con José Marín que no había podido escribirle, pero que bajara a Barbosa que él iba para que hablaran. Ella aceptó. Era domingo. Día de bajar al pueblo, ir a misa y mercar; de empezar muy temprano para no perder la posibilidad de algún encuentro. La pareja conversaba en la cantina de los Echavarría del mismo tema que en la última carta de Roberto, en la que, después del acostumbrado saludo cariñoso a su negrita, le decía que no era cierto que se hubiera hecho el sordo:
“Esé apuro en el cual me dices que te encuentras, te aconsejo no te desesperes que eso dá mucho tiempo y a tu mamá le dices que te traiga a Medellin le dices que te traiga donde un médico haber que es lo que tienes y antes sí ella a mi me cree culpado para que se hablen con migo directamente haber que es lo que se hace y tambien cuanto tiempo tienes porque allí puede haber herror porque según me han dicho yo nada mas no tengo parte en ese asunto, pero no por eso té desanimes te vienes con tu mamá diciéndole que estas enferma y para que hablen ambas con migo; y por falta de dinero no dejes de venir que ya aquí te proporsiono modo de lo que necesites para volverte, y en la próxima carta tuya me dices cuando vienes y en que tren para salir a la estación del…” [falta el pedazo de la carta].
En esas, apareció su padre. Nacianceno tomó a la muchacha de un brazo, la reprendió y se la llevó de la cantina. Horas más tarde, entre los bultos de yuca, los racimos de plátano, los costales cubiertos de mangos y piña, Carmen Emilia y Roberto volvieron a encontrarse. Él le decía que tenía que regresar en la tarde a Medellín, que se fueran en el tren, que abandonara el hogar en el que ya no se sentía bien… El plan era no usar la vía acostumbrada de la Estación Barbosa, sino ir en automóvil hasta la de Isaza para no ser detectados. Desde allí pocas estaciones los separaban de la promesa de una nueva vida. Hubieran logrado la huida esa tarde de domingo de no ser por la persecución que emprendió el alterado padre. Antes de llegar a la estación, por la carretera al Hatillo, les dio alcance.
El mismo domingo, 20 de enero de 1935, a las cinco de la tarde, Nacianceno fue a denunciar el delito de seducción y engaño contra su hija: “Roberto Restrepo se ha aprovechado de mi hija, con engaño de palabra de matrimonio y ha abusado de ella deshonestamente deshonrándola a tal punto que se encuentra en estado de embarazo”. Y para que quedara constancia en el sumario, agregó “que su familia ha sido toda de buenos antecedentes y que su hija se hallaba virgen cuando empezó las relaciones con Restrepo […] que saben que su hija ha sido muy buena, los señores Miguel Agudelo, Rafael Tobón, Juan Crisostomo Osorio...”.
El artículo 724 del Código Penal vigente consideraba la seducción como un delito: “El hombre que habiendo contraído esponsales con una mujer y abusado desonestamente de la desposada se niega después a contraer matrimonio con ella, o procura eludir la palabra de casamiento, o voluntariamente ejecuta un acto que haga imposible el matrimonio conforme a la ley, será castigado, a petición de la ofendida, de su padre o madre o guardador”. Es decir, el delito consistía en valerse de promesa matrimonial para abusar deshonestamente de una joven doncella, quien en la mayoría de los casos quedaba embarazada.
La denuncia de Nacianceno implicó la apertura de un proceso penal, donde Carmen Emilia se convirtió en la ofendida, Roberto en el sindicado y los vecinos en testigos. El médico, el policía, el secretario, el alcalde, el juez y el jefe de la investigación criminal entraban al proceso como representantes del Estado. Luego de la denuncia, la ofendida estableció los hechos y, sin que se le quebrara la voz, testimonió: “Juro poniendo a Dios por testigo, yo estaba completamente virgen, cuando me entregué a Restrepo en Junio la primera vez y que solo este me ha gosado en pocas veces carnalmente y que me sedujo diciéndome que se casaba conmigo. Y hoy acudo ante las autoridades para que se obligue a dicho señor a que me cumpla su palabra o me resarza de daños que me ha causado con su proceder”. La seducción podía ser castigada con penas entre uno y cuatro años de reclusión y con el pago de una multa de doscientos pesos por perjuicio. En caso de que el seductor contrajera matrimonio con la seducida “cesará por el mismo hecho todo procedimiento contra él”.
En su testimonio Carmen Emilia hizo otra solicitud: “Como ya estoy sufriendo en mi casa y no quiero volver a ella porque mis padres me miran mal por mi caída, pido se me deposite en una casa honrada, mientras ver que resuelve mi Seductor, pues para mi es imposible vivir al lado de mis padres, que hoy me desprecian por mi caída de la cual solo es culpable Restrepo que aunque sin fuerza y violencia, me sedujo aprovechándose de mi inesperiencia y del inmenso amor que me inspiró”.
Pero sus palabras no fueron prueba suficiente para la justicia. La primera diligencia fue ordenada a los peritos. Esa misma noche, después de un examen detenido, los médicos encontraron “el himen de forma semilunar ligeramente desgarrado”. Y concluyeron: “la mencionada Carmen Emilia Santa ha sido husada por un individuo cuyo miembro no debe ser excesivamente grande, y probablemente no han pasado de dos las veces en que ha sido husada […] En todo caso, según lo expuesto anteriormente la mencionada muchacha, no parece halla sido husada por más de un hombre, examinada detenidamente la matriz, se encuentra un embarazo próximamente en el cuarto mes”.
Aquellos vecinos que de vistas u oídas pudieran dar cuenta de los hechos fueron interrogados: ¿sabían del noviazgo? ¿Cuál era la conducta moral de los implicados? ¿Tuvieron noticia del compromiso de matrimonio? ¿Había igualdad o diferencia en cuanto a posición social y pecunaria entre las familias del sindicado y la ofendida? Por la confianza que notaban en las conversaciones en el corredor de la casa de La Tolda, los vecinos aseguraban que existía un noviazgo. De la conducta de Carmen Emilia todos los testimonios coincidían en que era “muchacha reputada como muy buena”, “mujer honrada y recatada”, “una señorita de buenos sentimientos y de una conducta moral intachable” y que “si es verdad que dicha señorita ha sido seducida, debió ser que alguno se aprovechó de la inesperiencia de ella y le prometió casarse para poder perderla”.
Preguntados por el sindicado, aseguraban que “la conducta de Restrepo ha sido buena pero es hombre que ha acostumbrado el licor y que también le gusta el juego”. Ignoraban que los novios tuvieran matrimonio convenido, aunque no lo veían posible: “dada la desigualdad de clases que hay entre las familias de Carmen Emilia y la de Restrepo se hubieran presentado dificultades para el matrimonio pues la familia de Santa aunque es muy honrada es familia pobre e ignorante y que demuestra su desigualdad con la de Restrepo, en posición social ilustración y fortuna”.
Durante la indagatoria, el sindicado reconoció haber usado carnalmente a C. E. Santa pero no en las fechas que se le señalaban; que él le escribía cartas en secreto de sus padres, pero que aquel domingo era Carmen Emilia quien lo perseguía, aunque al final reconoció que iba con ella en el automóvil a tomar el tren. En su defensa, que era más un ataque, anotó: “[…] tampoco yo sólo he estado ejecutando actos carnales con dicha mujer, hace catorce meses que abandoné la región de La Tolda, para irme a trabajar a Medellín y he tenido pocas ocasiones de volver a La Tolda a verme con dicha mujer, se que ella ha sido perseguida por Rafael y Nicolás Vahos, Luis Agudelo, Francisco Sanchez y Jovino Tabares, siendo así que Rafael Vahos me dijo alguna vez que el iba con frecuencia a la casa de dicha mujer a jugar tute con los hermanos de ella y que la cojia a manosearla y que por cierto el sitio del placer lo tenía muy velludo, y que se mantenía sin calzones. Esto demuestra que dicha mujer, no ha sido la virgen inocente que se dice”.
Ante la negación de Roberto a asumir su responsabilidad y frente a sus acusaciones, a Carmen Emilia lo único que le quedaba para probar que existía una promesa de matrimonio mutuamente aceptada era presentar cartas, tarjetas de participación o intercambio de argollas. La única carta que aparece en el expediente como prueba (citada arriba), aunque era de puño y letra de Roberto, no evidenciaba una promesa formal de matrimonio.
Fue en 1938, tres años después de iniciado el proceso y cuando el hijo de Carmen Emilia ya había dado sus primeros pasos, que desde el Tribunal Superior de Medellín el juez expuso el veredicto: “No existiendo prueba de exponsales o de real promesa de matrimonio originaria de la entrega posible de Santa en brazos de Restrepo, no existe tampoco el delito de seducción de que se le sindica, porque esto constituye uno de los elementos esenciales del delito. No hay prueba para orientar las diligencias hacia otro delito. Por lo tanto, juzgo que es el caso de sobreseer definitivamente a favor de Roberto Restrepo por el delito de seducción que ha venido respondiendo”.
Además de las desilusiones del amor, Carmen Emilia tuvo que someter su cuerpo al usurpamiento médico, al escarnio público encarnado en el rumor y la moral del pueblo, a la mirada reprobatoria de su familia, al veredicto de una autoridad. Las voces del alcalde, del médico, del juez, del padre, de los amigos, del novio, todas ellas voces masculinas, marcaron el devenir de su vida, reducido a lo que se jugaba entre sus piernas. Del otro lado, no obstante las impresiones de los médicos, el tamaño de su pene no fue medido y tampoco examinado en función del número de mujeres que había frecuentado.
Al repasar la historia de Carmen Emilia y Roberto, y otras similares en los expedientes del Archivo Judicial, la imagen de la visita del novio en la sala de la casa con las manos expuestas a la mirada vigilante se fue desvaneciendo. Tomaron fuerza los encuentros furtivos, los roces, las complicidades, una libertad que aprovechaba las ruanas tendidas bajo los árboles, los caminos serpentosos, las amplias mangas, los lechos de la quebrada… Experiencias que hacían caso omiso al confinamiento del placer a las alcobas matrimoniales, a las prohibiciones de los padres, a las enseñanzas de la escuela y a los sermones sobre el pecado.
En algunos años, cuando sea yo la narradora entre las mujeres de mi familia, espero que surjan relatos como los de Carmen Emilia y Roberto. Quizá la crudeza de sus testimonios, llenos de placer y dolor, más que las historias de idilio y culpa a las que nos han querido habituar a las mujeres, nos ayuden a vivir el amor y el erotismo de otras maneras.