Número 85, abril 2017

Para qué paraguas
Fernando Mora Meléndez
Imagen: Las vacaciones de Hegel
René Magritte
1958

 

Las vacaciones de Hegel
René Magritte

Nunca he tenido interés en los paraguas ni mucho menos en las sombrillas. Supongo que ambos deben ser una invención china, como la tinta o el papel. Al fin y al cabo, cada vez que vemos un mecanismo sutil asumimos que debe haber nacido en el Lejano Oriente. Hasta la llovizna, de pasos tan menudos, como dice el poeta, parece que viniera de Pekín.

Cuando apenas comienza a llover, brotan por las aceras como hongos de la riba. La gente los despliega, luego de un retiro forzoso en los armarios, o de estar colgados de los percheros como murciélagos. Todavía desprenden ese aroma a cosas guardadas, el aire de paseos ya extraviados en la memoria.

Pero no es del alma del paraguas que quisiera hablar sino de su cuerpo. Veo en él una fragilidad de pájaro siempre a punto de fracturarse. Debe ser por el mismo mecanismo que nunca estamos seguros de que funcione o que termine pinchándote los ojos o pellizcándote los dedos, mientras el agua ya te ha calado a fondo sin haber podido desplegar tu modesto artilugio. Entonces, con una mueca de escepticismo, sales a encarar la lluvia, a la buena de Dios, libre ya de ese aparejo de mal agüero.

El paraguas es un objeto impracticable. Cuando se logra abrir, atrae más agua que la que ya tienes encima. Parece ilógico, pero no lo es: un paraguas atrapa el mismo peso en agua del peatón que lo porta, o incluso más, de acuerdo con el principio de incertidumbre del usuario.

En pleno aguacero, paraguas y sombrillas actúan en pandilla. Se confabulan para engancharse entre sí con sus tentáculos de alambre. En combates de acera, varios peatones han salido heridos al tratar de desatar ese instinto gremial.

Ahora bien, cuando se logra llegar a la oficina bajo el paraguas, la peripecia apenas comienza. Es allí cuando el artefacto se niega a cerrar. Ni siquiera tiene la cortesía de ajustarse a las medidas de las puertas; apenas se estremece como una cometa recién enredada a las cuerdas de la luz. Ave de mal agüero, como ese albatros de Baudelaire, este paraguas negro apenas se digna a plegarse con humildad, de ahí que mucha gente tenga que dejarlo en el recibidor, regañado, o con el pretexto de que se le ha puesto a secar para no mojar la alfombra.

Debería existir una superintendencia de paraguas, o al menos una oficina de reclamos para paraguas imperfectos. Sería de lo más humano, ya que lo perfecto es inhumano. Esto para resarcir en parte el hecho de que los paraguas no están aún inventados, o quedaron mal, como el zepelín. Algún desperfecto nos reserva a la primera semana de comprado: un descosido allá, una varilla torcida, un agujerito inexplicable y hasta misterioso, de esos que solo aparecen cuando asistes a las honras fúnebres de alguien, ya que en los entierros decentes siempre llueve.

La sombrilla es distinta. Es más alegre, le gusta el sol como a las chicas lindas y viene en tonos variopintos. Sombrillas dálmatas, atigradas, o la tropical de flores vistosas. A la sombra de una sombrilla, en compañía de su can, el ciudadano soporta la canícula. Y a pesar de mi reticencia frente a sombrillas y paraguas, no los discrimino. Para mí es tan inútil aquella florida como aquel adusto. La gente los abandona por igual, como a esas mascotas inconvenientes. Se han encontrado paraguas y sombrillas por millares en buses, iglesias y aeropuertos. También en Pompeya se encontró uno, aunque era de un turista. De acuerdo con estudios recientes, parece que este fenómeno seguirá hasta el final de los tiempos. Muchos no se molestan en reclamarlos hasta el punto de que ya existen, en algunos países civilizados, que son cada vez más pocos, algunos cementerios de sombrillas. Pese a todo, debo confesar algo que me ocurrió en estos días. Encontré en mi mochila un paraguas que no recordaba haber puesto allí. No lo había prestado, ni mucho menos adquirido porque, como ya lo habrá adivinado el suspicaz lector, a mí un paraguas ni regalado… Tal vez las alarmas de lluvia ácida en la Capital de la Montaña habían calado hasta el inconsciente.

Caminé varias cuadras con ese espécimen allí guardado, tampoco me atrevía a botarlo, tal vez por superstición. Hasta una tarde en que regresaba de la oficina. Caía una lluvia pertinaz como este adjetivo de lugar común. De repente me atacó el síndrome del ciudadano promedio, pensé en ese paraguas cerrado que tenía allí, aunque no recordaba que fuera mío. Caminé algunos pasos, algo avergonzado de lo que iba a hacer. De repente se abrió de milagro, como un parapente. La lluvia empezó a repiquetear como el susurro adormilado de una geisha. Sentí que me acompañaba a lo largo del camino, por entre una acera poblada ya de gente empapada. Aquella lluvia retornaba a mí como una amante perdida. Por fortuna, nadie conocía mis declaraciones de principios sobre paraguas y sombrillas. Avancé con temor como un prófugo entre la impunidad del tumulto.

Seco y culposo, llegue a mi casa. Abrí, por azar, el libro torrencial de Rubén Vélez, Turismo irregular. En él hallé estas gotas de consuelo. “Mi querida Abuela: He decidido pensar que mi retórica suple tu sombrilla. Una perfecta inutilidad a cambio de un objeto útil: algunos hablarán de engaño. Pero esa solución es la única sutileza que juega con mi temperamento”.UC

 
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