Número 85, abril 2017

EDITORIAL
Macoa

Llegar a Mocoa en la década de los cincuenta era todavía una forma de extravagancia. El pueblo, con menos de dos mil habitantes, era un resguardo indígena con los resabios de los capuchinos, los modales de algunos colonos llegados desde Huila, Cauca y Nariño y la vieja promesa del caucho y la quina incubada en el siglo XIX. Un punto más de “los territorios nacionales” que nombró la Constitución de 1886, los menos nacionales de los territorios según escribió la antropóloga Margarita Serge.

William Burroughs llegó en 1953 hasta el pueblo que en sus cartas llamó Macoa. Venía tras cortezas y pegotes distintos. En busca del yagé y su promesa de telepatía. Un llamado de la selva con delirios trascendentes, infiernos, malarias. Estuvo en Bogotá, Cali, Popayán y Pasto entre otras capitales. Pero Mocoa era uno de los verdaderos destinos. No es difícil imaginar qué impresión le dio ese conjunto de ranchos cuando Bogotá le pareció “un pueblo chico, con todo el mundo preocupado por lo que lleva puesto y tratando de aparentar como si ocupara un puesto de responsabilidad”.

Mocoa no llegaba todavía a Intendencia y estaba en vías de cambiar a sus políticos conservadores venidos de Nariño por unos liberales turbayistas que prometían un poco más. El Estado intentaba recuperarla de las manos de los capuchinos quienes la regentaron desde 1904 cuando tenía 369 habitantes: “Prefectura económica del Caquetá y Putumayo”. Para la avanzada de la civilización eran más adecuados los curas que los notarios. Faltaban todavía quince años para los tiempos de la Intendencia.

Burroughs fue tomado por un representante incógnito de la Texas Oil Company y según su carta a Allen Ginsberg fue “tratado a cuerpo de rey (…) Viajes en barco gratis, viajes en avión gratis, alimento gratis; comidas con la oficialidad, alojamiento en casa del gobernador”. Pero las atenciones no fueron suficientes. El petróleo también era aún una promesa. El gobernador le dijo a Burroughs que la Texas había tomado dos muestras separadas por ochenta millas y había encontrado un mismo petróleo. Faltaban diez años para que la Texas tuviera su concesión de un millón de hectáreas. Burroughs, todavía sin bejuco y acosado por la sequía de opio, describe la selva con sobrio entusiasmo: “A decir verdad, toda la región de Putumayo anda mal. El negocio del caucho está hundido, el del cacao destruido por la pudrición negra, la rotenona no se cotiza desde la guerra, la tierra es pobre y no hay forma de explotar lo producido. La psicofrenia ociosa de los charlatanes de pueblo chico”.

Llegarían las bonanzas sucesivas. La Texas en el 63, con su cola de migrantes que ahora recorrían largas rutas desde Antioquia y Valle. Pero el gran campamento estaba más cerca de Puerto Asís que de Mocoa. Más de mil trabajadores que ganaban cuatro veces el sueldo de los jornaleros en el campo. Cuando terminó el auge petrolero llegó la coca. Dios provee. Desde 1978 los enclaves petroleros se convirtieron en innovaciones cocaleras. Colombia que era tierra de laboratorios comenzó su expansión agrícola y el Bajo Putumayo fue la tierra de la nueva promesa: Puerto Asís, La Hormiga, Orito, Puerto Caicedo, La Dorada. En 1987 llegó Gonzalo Rodríguez Gacha y montó El Azul, una “finca” con cultivos suficientes para ir dejando la pasta llegada del Perú, dos pistas de aterrizaje, laboratorios y la vigilancia de Yair Klein. De nuevo todo estaba más cerca de Puerto Asís que de Mocoa. La capital era la tierra de los fundadores, lejana del bajo mundo, de los hijos de las putas y los raspachines.

Burroughs se aburrió. Al menos eso recordó cuando llegó a Cali y le describió el viaje a Ginsberg: “Retrospectiva: Repetí mi viaje por Cali, Popayán y Pasto hasta Macoa. Me resultó interesante observar que Macoa deprimía a Schindler y a los dos ingleses tanto como a mí”. El Schindler es en realidad la máscara de Richard Evans Schultes, profesor de amazonía para aventureros, escritores, viajeros y botánicos de todas las especies. Un alemán lleva a Burroughs hasta el yagé. Es una rareza corriente a orillas de Mocoa: “Media hora más tarde tenía yo 10 kilos de la planta de yagé. Nada de expedición por la selva virgen ni de algún vejestorio de blanca cabellera diciendo: ‘Te he estado esperando, hijo mío’. Un alemán agradable a 10 minutos de Macoa”. Se deprimió como un turista corriente, desilusionado frente a las expectativas salvajes. Una botella de aguardiente fue su contraseña con el chamán de setenta años que lo guiaría en el viaje. Le sirvieron un brebaje negro en un pocillo rojo, un “líquido oleoso y fosforescente”: “Dos minutos después me invadió una oleada de vértigo y la choza empezó a dar vueltas. Vi luces azules frente a los ojos. La choza cobró un aspecto arcaico del lejano Pacífico, con cabezas de las Islas Orientales talladas en los postes que sostenían la choza. El ayudante estaba afuera, oculto, con la intención evidente de matarme”. Al día siguiente no hubo guayabo, solo un poco de cansancio y camino a Puerto Asís.

En 1993 Putumayo era el quinto destino más atractivo para los migrantes nacionales. La coca, las Farc, la plata en rama presagiaban los tiempos de DMG. También anunciaban las bombas y la gran ofensiva del ejército. La guerra en serio. Mocoa creció en una encrucijada de ríos y quebradas. En la ruta de los colonos hacia el sur, fue la cabecera de la selva desde el 2011. Creció acostumbrada a las embestidas. A tirones, sin castas, con los cercos como título y tierra nueva. Ahora tiene algo más de cien mil habitantes y un buen registro de la llegada de nuestros colonos a la selva. Un punto marcado desde 1551 con el nombre de San Miguel de Agreda de Mocoa. Un punto que debe borrarse un poco cada tanto para hacerse visible.UC

Fotografías: Richard Schultes

William Burroughs fotografiado por Richard Schultes en Mocoa, 1953.

 
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