Antes de subirme al bus turístico, pensaba que ningún
cuerdo de esta ciudad pagaría doce dólares para que un vehículo le diera una vuelta por lugares que se sabe de memoria, y que acaso son el telón de fondo de sus rutinas y frustraciones. Luego, cuando trepé al segundo piso de este confortable armatoste, me di cuenta de que no era el único residente en hacerlo. Vino el eco de una azafata que me decía: ‘‘Para pasear no hay como la casa’’. La frase se parece a uno de los mandamientos para turistas que propone Antonio Saborit: ‘‘No busque otra vida, no se deje tentar’’.
Tenía curiosidad por saber qué le decían a los “touristas” sobre Medellín, y si tal vez algún prejuicio nublaba mi vision de la urbe que el profeta andino había llamado ‘‘mi pequeña Detroit”.
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Ya estoy en la “terraza” del Turibus. Una delegación de estudiantes mexicanos se toma el segundo piso. Levantan con euforia sus palos de selfi mientras una pareja que va adelante contempla los alrededores de la zona deportiva, cerca de la estación Estadio, uno de los siete paraderos que tiene el Turibus desde hace doce años. La mayoría de los carros son de un solo nivel y tienen un diseño inspirado en el tranvía de San Francisco. Este, en cambio, es el único que tiene sillas arriba, con carpa, para los días soleados como hoy. A veces, en Feria de Flores, los turistas se apelotonan a la espera de un puesto en la cubierta. Otros, como un gringo añoso que se quedó en el primer piso, prefieren disfrutar del aire acondicionado aunque tengan la mirada más recortada por la ventanilla. En ambos niveles se escucha una serie de gaitas y porros que se interrumpe en cualquier acorde para dar paso a la voz meliflua de la guía, en español e inglés.
A lo largo del recorrido se vuelve entretenido escuchar los nombres de siempre, pero traducidos: Guayabal Avenue, Barefoot Park, The Little Paisa Town. Suenan tan interesantes como ese abismo que hay entre las palabras y las cosas. El bus sigue su marcha. Y cuando anuncian que estamos en la Ciudad de la Eterna Primavera, una chica salta para replicar: ¿Y luego no era Tegucigalpa? No, es Trujillo, en el Perú, le dice el compañero. Pero también yo había oído decir que era Guatemala… Sí, hay más de ocho lugares que se autodenominan así, hasta Tarragona, en España. Qué más da, toda la tierra puede ser primaveral, sobre todo en las cartillas de viajes.
La voz anuncia que es hora de bajarse en Pies Descalzos, ‘‘un sitio enfocado en los elementos de la naturaleza y en las buenas energías. Aquí, junto al museo interactivo, uno de los guías del parque les enseñará a hacerse masajes con agua y arena, además podrán visitar el Bamboo Zen Garden”.
La pandilla de cuates, alborotada, se vuelca fuera de la nave, mientras la pareja, el gringo y yo bajamos. ‘‘Recuerden que solo tenemos quince minutos’’, recalca otro mensaje perentorio.
Ya es tarde para darnos cuenta de que el acceso por este lado está obstruido por arrumes de sillas de los locales de comidas. Tenemos que dar la vuelta. Los mejicanos van a la delantera otra vez, con sus palos de selfi en ristre. Pero el lugar está desierto, solo se ven unos cuantos empleados del aseo. El gringo toma con su iPad una panorámica del Intelligent Building. Me acerco a hablar con la pareja que viene rezagada. Ella es paisa, pero se casó hace quince años, en Londres, con el señor hindú que la acompaña. Me cuenta que es común en la gente de aquí recurrir al Turibus cuando se tiene una visita extranjera y hay que mostrarle la ciudad.
Los muchachos se han sentado en corrillo junto a una palma enana, a la espera de instrucciones. Un empleado de las cafeterías está lavando las mesas, suelta la manguera y por poco nos moja. ‘‘Hoy es bobada —nos dice—, todo el parque está en mantenimiento porque es lunes’’. Cuando subimos, el gringo, consciente de su paso cansino, se nos ha adelantado para evitar perder el bus: un ducho en las faenas de contrarreloj que tienen estos tures.
Mientras aguarda a los estudiantes, el conductor cuenta que él no puede esperar a nadie más de unos pocos minutos. Hace días una mujer estaba desesperada porque su marido no aparecía. Le explicó que no podían quedarse más tiempo, que por favor esperara el bus siguiente. La señora se emperró en que tenían que permanecer hasta que su hombre regresara. Entonces, cuando el conductor prendió su máquina, ella lo agarró a carterazos. “Me dolían más sus insultos”, dice. Y en ese justo momento entró a cabina el marido, diciendo que lo había atacado un daño de estómago.
En otra ocasión, don Nicolás, el conductor, narra cómo una visitante, inconforme con los atractivos que le mostraba el recorrido, chistaba en voz alta que todo eso era una pendejada comparado con no sé qué otras ciudades europeas. Él mismo le pidió que si no le agradaba el viaje se bajara, para no indisponer más a sus pasajeros. Y santo remedio. La dama no volvió a modular.
Cuando el bus pasa junto a árboles altos, los viajeros tienen que agacharse para estar a salvo de las inoportunas intromisiones de la naturaleza. De pronto algún gajo de hojas se desprende al paso del convoy que no se había propuesto descopar árboles. Al mismo tiempo, desde el piso de abajo, por el micrófono, la guía también narra una ciudad por las ramas. Que Botero es un artista de talla internacional; o que el edificio Coltejer tiene forma de aguja, y que Montecristo fue uno de los primeros humoristas de América (sic). De pronto hay una corrección: el centro geográfico de Medellín no queda debajo de la Plomada sino en el Parque de Berrío.
El listado de fechas, próceres y nombres de edificios se torna fatigoso. De todo esto es posible que alguien recuerde, por ejemplo, que en Medellín se hizo el primer trasplante de tráquea, pero ¿en qué año? El turismo, como la cultura general, hace parte de las artes del olvido. Un turista, han dicho, no conoce jamás el lugar donde estuvo. El viajero en cambio tiene la pretensión de lograrlo, a fuerza de vivir un tiempo en el mismo sitio, aunque tenga que dormir en bombas de gasolina, si le toca, o meterse de espía, como Graham Greene.
Mientras tanto, desde el sitial del piso alto, el turista contempla la zona de confort que la ruta se esmera en enseñar. De modo providencial no hemos encontrado ni un trancón. La autopista parece tan idílica como esas ciudades eléctricas en miniatura. En el Cerro Nutibara se acaban de subir dos extranjeras. “¡Qué raro, acá no hay perros en las calles, como en Buenos Aires”, dice una voz con acento porteño. “Pero sí hay muchos mendigos”, riposta su amiga.
Entonces me dan ganas de decirle. Sí, mi señora, una cosa es el mapa y otra es el territorio. A menudo, lo que uno ve por la ventanilla no coincide con el relato que lo narra. Y por eso es mejor mirar. Pensar es no ver, decía el poeta.