Plaza Crescencio
Cada vez que se menciona la posibilidad de un cambio para el Centro de la ciudad aparece la voz de los inventores, el sigilo de los empresarios y el espejo de los urbanistas. En algunas ocasiones logran armar un coro común y en otras un rumor incomprensible. Los primeros proponen un cambio definitivo, subestiman la calle y rayan con entusiasmo sobre el papel, quieren volver a empezar, superponer un mapa ideal al recorrido diario de los ciudadanos. Para los grandes cambios muchas veces utilizan el espejo de los urbanistas que traen un modelo recién compilado desde Curitiba, Barcelona, Londres o Bilbao. Y entonces comienza la clase. Llega un consultor a conocer la ciudad y a proponer los hitos con un legajo bajo el brazo. Consulta con algunos lugareños, identifica cuatro hitos claves y deja sus conclusiones tan llamativas como imposibles. Al lado, atentos, están los empresarios buscando algunos importantes desarrollos para la vivienda o el transporte, por decir algo, unas torres de apartamentos cerca de la vieja Estación Villa o de la Plazuela de Zea. De ese modo se le da un toque de revolución cosmopolita y apoyo privado al cambio público.
En ocasiones puede resultar más útil atender algunas propuestas puntuales basadas más en nuestro pasado que en las ciudades del futuro. Una de esas propuestas sencillas para espacios patrimoniales del Centro está en el libro Medellín, el alma del centro de Luis Fernando Arbeláez y Pedro Pablo Peláez. La idea es lograr que uno de los “cruces de caminos” más importantes de la ciudad, una encrucijada con historias variadas y flujos tan antiguos como la Villa, tenga un espacio para detenerse, para las pequeñas congregaciones, para las citas más allá del semáforo, para que una esquina sea una plaza. El cruce es el de Junín con La Playa, donde han estado los referentes de comienzos y finales del siglo XX en Medellín (Teatro Junín y Edificio Coltejer), donde estuvo el Café La Bastilla que agrupaba a artistas (desde Carrasquilla hasta Barba-Jacob) desobedientes y trasnochadores de toda laya. Está también la ringlera de edificios que subsistieron a la almádana y marcaron la industrialización de la ciudad, Edificio Gran Colombia, Luciano Vélez, San Fernando y La Bastilla. Y para quienes prefieren homenajes e hitos más sencillos, simples recuerdos de un rumor de ciudad, ahí cerca está la esquina donde se sentaba Crescencio Salcedo a tocar y a vender sus flautas de millo.
La idea es tumbar el antiguo edificio Parisina, una famosa venta de telas hasta la década del setenta, hoy ocupado por una tienda de Ragged y sin valor patrimonial, y abrirle espacio a la plaza que los autores del libro proponer llamar de La Independencia. Desde aquí preferiríamos uno menos institucional, menos propenso a los discursos y a los desfiles y más cercano a los gestos de Crescencio y del combo del Café La Bastilla. Como fondo y principal emplazamiento quedaría el Edificio Fabricato, otro de los referentes de una época ahora tapado por la tienda de Ragged. Tal vez Junín y La Playa merezcan una escala, un pequeño fondeadero ante el flujo enterrado de la Santa Elena y el tránsito de buses y carros sobre La Playa. Sin duda haría más lenta y más interesante la caminada entre el Parque Bolívar y el Parque Berrío. A juniniar con vitrina pública.