Son las 7:30 de la noche de un jueves de agosto. En la estación Hospital decenas de personas corren, se estrujan, se ofrecen disculpas y se lanzan miradas agresivas. Unos quieren llegar hasta la plataforma del metro y otros quieren sumarse a las filas que esperan el Metroplús y su servicio en la Cuenca 6. La mayoría son trabajadores cansados y sudorosos que no ven la hora de llegar a sus hogares. También hay estudiantes, igualmente agotados, y viajeros que simplemente van en busca de fiesta o a visitar familiares o amigos. En todo caso, el bochorno y el gentío en ese pequeño espacio enlatado de Hospital hacen que los nervios se alteren y la paciencia se extinga. El articulado del Metroplús se tarda en aparecer, pese a que estamos en hora pico y se supone
que el flujo de buses es más frecuente. Entretanto, los vagones del metro siguen llegando y, por lo tanto, las filas del Metroplús se multiplican.
Cuando por fin llega ese horno con ruedas y cintura de acordeón, las personas empiezan a mirar y a calcular qué tantas posibilidades tendrán de subirse. Antes de su arribo a Hospital, esos buses blancos a rayas verdes y amarillas ya han pasado por otras trece estaciones, en las cuales han recogido un decenas de usuarios, casi todos con destino a la comuna nororiental, de modo que en cada parada, tan solo logran abordar unas diez o quince personas, eso, si es que se bajan al menos cinco. En Hospital, la batalla por los puestos se agudiza cuando se abren las puertas del articulado. A pesar de la presencia de los auxiliares de la Policía y de los funcionarios del Metro, los que quieren salir se ven avasallados por quienes desesperadamente intentan ingresar. Es una lucha de codazos, empujones, permisos y maldiciones. Muchos se quedan atorados en las puertas, obligando a que el vehículo aplace su partida. Es una prueba límite de tolerancia, pues hay que lidiar con humores y olores, con morrales y paquetes.
“¡Dejen salir!”, se oye gritar desde lo profundo del gusano metálico. “Qué mal servicio, manden más buses”, rezongan otros desde afuera. El joven auxiliar trata de calmar los ánimos pero en vez de eso empeora las cosas diciendo: “Por favor, despejen las puertas”. Los chiflidos lo obligan a retirarse de la escena. Tras
un par de minutos de lucha, por fin las puertas se cierran y los viajeros quedan apretujados unos contra otros. El armatoste busca el ascenso final de la calle Barranquilla, rumbo a Palos Verdes, un premio de montaña de tercera categoría, con rampas de hasta tres por ciento.
La máquina sube a fuerza de enviones, a menos de diez kilómetros por hora, tosiendo como un moribundo, tronando como un rancho de tablas, latas y zinc durante una tormenta. Dos semáforos hacen más difícil su ascenso, pero por fin, tras cuatro minutos, logra llegar a
la siguiente estación, Palos Verdes, donde algunos pasajeros se bajan y dejan un breve espacio para que respiren los demás. La marcha se reanuda y, tras otro semáforo, el bus se encuentra de frente con varios motociclistas en contravía.
El conductor oprime el pito y disminuye la velocidad, los motorizados pasan gritando e insultando. Más adelante se ven otras motos, parqueadas en plena vía, y más allá, un carro cargado de colchones avanza pesadamente hacia un desvío.
También se ven unos cuantos policías que no hacen el más mínimo esfuerzo por despejar el recorrido del Metroplús. En la estación Gardel se bajan muchos más usuarios y los que quedan pueden estirar sus músculos. Inhalan y exhalan, y por un momento se sienten libres, cómodos. En Manrique el bus queda medio vacío. Antes de Palos Verdes había por lo menos doscientos viajantes, pese a que los articulados están diseñados para 160. En Manrique, si acaso, quedan sesenta.
Las motos siguen zumbando por la vía, algunas sobre la rueda trasera, otras sobre la delantera. Los expertos pilotos utilizan la Avenida Gardel para demostrar su pericia. También se ven transeúntes en plena vía, pues las aceras han sido colonizadas por motos y carros mal parqueados, o por venteros ambulantes que se niegan a dejar la 45, la vena aorta de Manrique, cuna del delirio tanguero y del sacrificio ciclístico. La 45 siempre le perteneció a los habitantes de esa capital simbólica de la Comuna 3, hasta que en 2011 se inauguró el Metroplús como nuevo modo de transporte masivo, entonces las personas no pudieron volver a esa tradicional avenida para sentarse a ver la ciudad, o para simplemente caminar al compás del tango y la salsa, comiendo helado o tomando gaseosa. Ese es uno de los motivos por los cuales los habitantes siguen “invadiendo” la vía del Metroplús, pues ellos no la ven como un corredor exclusivo de esos buses lentos. “La 45 es de nosotros, por acá vimos surgir a Cochise y a Ñato Suárez. Esta era la zona de encuentro, de fiesta, de relajo de todos nosotros”, dice Raúl Jiménez Buriticá, 72 años, jubilado y amante del tango.
Pero aunque don Raúl lleva razón en su comentario, no
cabe duda de que hay otras motivaciones que hacen que el recorrido del Metroplús entre Aranjuez y Palos Verdes sea un verdadero tormento para los más de 250 conductores que operan cada uno de los articulados y padrones del sistema. Existe una clara rebeldía a entregarle esa vía a un montón de buses que promulgan un estricto y obtuso reglamento de convivencia.
Con la llegada del Metroplús, en 2011, esa carrera 45 de la Farmacia Manrique, de la Casa Gardel, de la Escuela Hernán Agudelo, de la plaza, de La Fania, de Cochise y Ñato, del Conjunto Miramar; esa 45 de Chalo y Lenguaesapo, de doña Fabiola y doña Rocío, se transformó en un terreno desértico que solo cobra vida después de las once de la noche, cuando el Metroplús se apaga y los habitantes de Manrique se vuelcan a su calle de siempre para caminar con los hijos, con los perros, con las novias y los novios; para picar motos y prender la fiesta; para mirar los picaditos de La Maracaná; y sobre todo para volver a ese pasado que todavía está intacto en la memoria de los que viven esos barrios históricos de la Comuna 3 de Medellín.
El Metroplús era necesario para la ciudad, pero bien pudo haber elegido otra ruta para extender sus gusanos metálicos. Haber transgredido la tradición, esa cultura ciudadana que germinaba y se transformaba a diario en la 45, fue un error que todavía los habitantes de Manrique le cobran al Metro, quizás con exagerada agresividad, pero es que el barrio por donde transitó el tranvía a comienzos del siglo XX, ese barrio que vio amanecer borracho a Pambelé en la esquina de la Iglesia del Señor de la Misericordia, se siente adolorido, despojado de su principal símbolo. Para los habitantes de Manrique el Metroplús es una daga que atravesó el hueso más duro del barrio.