El sol. Es como una condena: cada vez que voy al barrio 13 de Noviembre hace un calor de incendio. Un sol que se mete por todas partes y que
a los únicos que parece no molestar es a los vagabundos. Estoy en la calle Miranda, entre El Huevo y Niquitao. Tomo un microbús verde de la empresa Cootransmallat, ruta 106, rumbo arriba, arriba, al morro.
En esta parada, punto de arranque, se venden por igual Bon Ice que crispetas. Las crispetas bajo el sol tienen un sabor a chicle, terrible. Le pago dos mil pesos al conductor y me siento en la banca de atrás. A mi derecha, un muchacho lee un periódico popular que detalla venganzas pasionales mientras una señora, al frente, le dice a otra: “Dios lo ve todo, Dios lo ve todo”. Es miércoles y es agosto y es mediodía, y —¿ya lo dije?— hace sol.
Partimos. Serpenteamos por calles del Centro hasta llegar al Parque de Boston. En la 56, frente a la institución educativa Alfonso López Pumarejo, el ambiente se torna denso. Montones de niños y adolescentes que salen del colegio se suben a la micro y la llenan hasta la última orilla. La llenan hasta estrechar, vaya usted de pie o sentado. La llenan hasta odiar un poco la adolescencia y sus faldas a cuadros y sus hormonas vibrantes. La llenan hasta mascullar, pegado al vidrio, la palabra hijueputa.
Y sin embargo, hay cierta familiaridad de ruta conocida, de camino diario. Señoras que comentan sobre enfermedades de hogar, salsaludos por los parlantes, choferes que dejan que algunos escolares no paguen. Al ser la única ruta que sube hasta la parte alta del 13 de Noviembre, en la Comuna 8 de Medellín, no queda de otra que encariñarse con la 106.
Nada nuevo bajo el sol, dirá usted, en una ciudad de lomas y buses llenos. Y razón tiene excepto por algo: las últimas cuadras, empinadísimas, entre la Plazoleta 13 de Noviembre y la parada final, que llaman El Plan. Es decir, entre la carrera 23 y la 18. Una prueba de fuerza para los nervios y los motores. Una falda-falda, que sobrepasa los veinte grados de inclinación y que no más al comenzar hace que los guardapolvos de las llantas rechinen contra el pavimento.
Y allá vamos. Dos metros de subida y el motor se apaga, con lo duro que es volver a encender un carro así. Allá vamos. “Una cosa es saber manejar y otra, enfrentarse a estas lomas”, me dirá un chofer más tarde. Allá vamos. Algunos
taxistas temerosos, sobre todo si el motor del carro se alimenta con gas, prefieren no acometer la verticalidad del Valle de Aburrá. Pero no los conductores de esta empresa, que llevan más de treinta años en estas y que comenzaron con unas camionetas Dodge que partían de la Oriental atiborradas de gente. Allá vamos.
A la mitad de la cuadra hay una curva que impide ver, a los que suben, quién baja. O lo que es igual: a los que bajan quién sube. En estas calles estrechas del 13 de Noviembre —un barrio de doce mil habitantes con una sola vía de acceso—, que dos carros grandes se encuentren significa que alguno tendrá que retroceder; casi siempre, el que sube. Por eso, en ese punto está El Gafis, vestido de pantaloneta, chaleco reflectivo, zapatos de cuero sin medias, gorra de los Lakers. Pero lo más importante: con su paleta de Pare y Siga.
La historia es así: una mañana, hace poco más de tres meses, El Gafis se levantó, salió de su casa —ubicada al borde de la curva, en la calle 56HG con la 19—, pasó la calle, barrió la acera y sin pensarlo mucho comenzó a hacer señas con las manos para darle vía a los carros que subían y detener a los que bajaban, evitando trancones. A sus 28 años, estaba cansado de andar sin un peso, caminar sin destino, y se le ocurrió, de un momento a otro, convertirse en pareysigador.
Javier, El Gafis, había visto este trabajo un par de cuadras más arriba, en la parte más peliaguda de la loma, sector conocido como Tres Esquinas. Los contratistas que adelantaban las obras del Camino de la Vida —un sendero ecológico que circunda el cerro Pan de Azúcar— habían tenido que contratar personal que controlara el tráfico; de lo contrario se armaban atascos de nunca acabar y los carros con material de construcción tardaban horas. Al ver esto, El Gafis se dijo: Yo puedo hacer lo mismo. Consiguió como pudo una paleta de Pare y Siga y un chaleco viejo, y ahí está.
Pasamos por su lado y lo saludo desde la ventanilla. El Gafis vive de las monedas que los conductores le dan por su loable oficio, pero aún así nada impide que ocasionalmente se generen trancones. Como hoy, 18 de agosto, que el alcalde
subió con su comitiva a revisar las obras del metrocable, línea M, a la que vienen trabajándole desde hace más de un año. O como cuando pasa el carro de la basura, los miércoles y sábados; o como cuando un conductor es bisoño y no sabe orillarse contra la acera. Entonces se escucha la peor frase para los pasajeros en esta ruta: “Bájense que no hay subida”.
Y usted dirá: pero si solo falta una cuadra, escasos trescientos metros, cuál es el problema. Y le digo: súbala. Súbala caminando. Súbala bajo el sol enemigo. Ándele. Sienta el lambetazo de fuego en la nuca, la presión en los muslos. Lo dicen muchos por aquí: podrán traer el metrocable hasta Tres Esquinas —donde se construye la estación que por ahora parece una nave espacial sin terminar—, pero solo por esta cuadra, entre Tres Esquinas y El Plan, muchos seguirán tomando la micro de siempre.
“Es que es por esta cuadra —me dice Héctor Duque, el conductor que más lleva viniendo hasta aquí— que se entiende mejor la razón de ser de esta ruta”. Una cuadra en la que se han desengranado camiones del gas, de la gaseosa, de la leche, alguna volqueta. “Pero nada grave, ningún muerto”. Pendiente que representa bien la historia de este barrio; es decir, resistencia: a la geografía, al olvido de las instituciones. Barrio donde más del 95 por ciento de la población es de estrato uno, con zonas como El Pacífico todavía sin agua potable. Área que por muchos años fuera de invasión, hasta un 13 de noviembre —algunos dicen que del 78 y otros que del 81— en que luego de peleas con la policía los habitantes lograron declarar su victoria y reafirmar su residencia en tierra.
Súbala, ándele, y al fin estará arriba: El Plan, última parada. Mire el reloj y verá que solo han pasado 18 minutos de esta odisea mínima, esta obviedad para los habitantes del barrio. En El Plan todo es tranquilo: una frutería, un
par de billares, hasta dos señoras que esperan adormecidas a quién regarle sus cartillas de ¡Despertad!. Pero ya que está aquí —que estamos— termine de subir y recorra el Pan de Azúcar, ese cerro mtutelar de Medellín a 2.138 metros sobre el nivel del mar. Mire la ciudad allá abajo, respire. Sienta el frío después del sol. Tan solo no se deje coger mucho de la tarde, porque si hay algo más difícil que subir eso es bajar. Y más si llueve. Lo saben todos los conductores de la ruta 106 de Cootransmallat: subir es una pendejada en comparación con el vértigo de bajar en estas lomas, con el piso mojado y la visión reducida. Eso sí, parece, es una aventura.