Por la calle de un barrio al nororiente de la ciudad (puede ser Granizal, La Salle, San Pablo o Santo Domingo), Walter maneja su bicicleta negra con motor a gasolina. Una mano sujeta un manubrio; la otra, levantada, sostiene un megáfono. Al tiempo que pedalea suelta un pregón, y su voz, amplificada, se escucha nasal, grave, dilatada: “Estamos invitando a toda la comunidad a que vengan a la agenda cultural que tenemos desde las seis y media de la tarde hasta las ocho y media de la noche. Les vamos a traer distintos grupos musicales. ¡No se queden en la casa! ¡Anímense! Estos eventos son muy buenos y no vienen diario al barrio. Los muchachos, las muchachas, los adultos, ¡todo el que quiera venir! Aprovechen que la rumba es gratis. Nooo, esto está tan bueno que hasta yo me voy a pegar”.
Sucesor del pregonero de la antigua Roma, Walter, el perifonero, deambula Barrio San Pablo Walter, el perifonero por las calles difundiendo mensajes, y a diferencia de su predecesor no está al servicio de los magistrados sino de la publicidad. Promociona productos, eventos, campañas o cualquier artículo que el cliente en busca de publicidad barata y efectiva requiera. “Hacer perifoneo no es solamente coger un megáfono. Uno busca que la gente se enamore de lo que se está promocionando, que sienta la necesidad. Se trata de motivarlos, animarlos a través del megáfono, ¿sí me comprende?”, dice.
Hace 42 años llegó en brazos de su mamá a San Pablo, un barrio recién nacido como él. Entró a estudiar a una escuela improvisada por un grupo de monjas que daba clases al aire libre, y comenzó a trabajar a los diez años como voceador de periódico: “Vendía periódicos por La Salle y Guadalupe. Cuando hice mi clientela me le independicé al patrón. A los dos meses me quebré porque me atracaron en un callejón. Yo estaba con mi hermano Odel, que tendría por ahí unos seis años. Mi hermano me decía llorando: ‘Tranquilo, no se preocupe que cuando estemos grandes nadie nos la va a montar’. Yo volví y me capitalicé, y a cada rato me atracaban y volvía y me capitalizaba. Dejé la prensa porque ya no se vendía”.
Trabajó un tiempo repartiendo volantes en el Centro, hasta que una tía que desistió de vender aguacates le cedió un megáfono que había comprado para promocionarlos. Walter, que caminaba por todos los rincones de esos barrios y era bien conocido entre la gente, recorrió los negocios ofreciendo el servicio de perifoneo. Empezó a hacerle propaganda a almacenes, supermercados, carnicerías y estudios fotográficos; le fue tan bien que a los pocos meses los líderes y las organizaciones sociales lo contrataron para sus campañas.
Al principio, cuando no tenía más que su voz, el megáfono y las ganas de trabajar, alquilaba bicicletas para poder movilizarse. Con las primeras ganancias compró una vieja monareta que luego reemplazó por una todoterreno. Y hace unos meses, tras más de quince años en el oficio, cumplió dos de sus deseos de un tirón: “Yo quería una bicicleta a motor y tenía el sueño de montar en avión, entonces me fui en avión para Bogotá a comprar la bicicleta. Llegué en cuarenta minutos, fui a Suba, donde las vendían, me demoré tres horas negociando y me regresé en flota: tenía que volver a trabajar”.
Con su bici de motor, Walter pedalea menos y avanza más. Emblema de un oficio anacrónico, en una época en la que es normal recibir llamadas de voces autómatas que ofrecen lo que no sabíamos que necesitábamos, ahora hace planes para seguir modernizándose: “Quiero ponerle un motor más grande a la bicicleta y tener un megáfono de esos que uno solo graba la promoción y el megáfono hace la bulla por uno. ¡Ah!, y también quiero que me llegue la media naranja”.