La valkiria
El verano de Dinamarca está especialmente caliente, puede ser el festival de música de Roskilde o el de jazz de Copenhague, no lo sé, dijo Anton, un danés que fumaba tabaco negro cuando pasamos por su casa en Lejre; y continuó con un acento vikingo– castellano que muerde con los dientes la zeta. Desde que trabajé en unas minas de cemento en Venezuela no sentía una temperatura así.
Copenhague este año está anaranjada. Go orange es el lema de la capital danesa, lo encuentras en las vitrinas de todos los almacenes de StrØget –la calle peatonal y comercial más grande de Europa–, en los pasacalles de la Plaza Nueva y de la Plaza Vieja, ambas amplias y cosmopolitas, en la entrada de la catedral de mármol y en la base del caballo verde de Absalón.
Una chica en vestido blanco y sandalias se detiene ante un semáforo en rojo. Su cabello dorado claro es largo. Con un pie sobre el suelo y las manos en el manubrio de la bicicleta, mira el semáforo desde sus ojos azules. Por la calle cruzan peatones daneses, alemanes, suecos; turistas argentinos, inmigrantes rumanos, comerciantes árabes y relojeros suizos. La lista completa sería tan grande como el mundo mismo.
Erik me dice en inglés que es un semáforo de bicicletas, y los hay de buses, automóviles y peatones; estos últimos, dice, tildando su desacuerdo, llevan la vía siempre, después están las bicicletas y por último nosotros, concluye, como si fuéramos el carro del que nunca se baja. Mejor Medellín, agrega en español sin poner la preposición “en”, como todo principiante de una lengua. In Medellín, sigue en perfecto espanglish, los peatones detenerse, in Copenhague no, todo es bicycles and people. Yo me río.
El semáforo de la chica pasa a verde. El cielo es azul profundo. Amaneció hace cinco horas y apenas son las nueve de la mañana. En las noches de verano, aquí en Dinamarca, la bóveda celeste se cobija con un velo blanco y en el amanecer, a las cuatro de la mañana, un dios escandinavo peina las nubes hasta dejarlas largas y delgadas como los cabellos de una valquiria, o como los de la chica que se aleja con su vestido blanco en bicicleta.
Lejre, julio 4 de 2015
Yumi, yumi
Suena Kim Larsen –un cantante danés emblemático y legendario–. Lo único que entiendo de la letra es el coro que dice: "yummi, yummi". Salimos temprano desde Lejre para la casa de Hans Christian Andersen, en Odense. Yo dije que este viaje a Escandinavia es como una road movie y Erik, al volante, repuso que la vida es una road movie.
Dinamarca es plana como el mar, la montaña más alta no supera el cerro Nutibara de Medellín. Cada montículo que se ve de pronto desde la ventanilla del carro es una tumba vikinga como la que hay cerca de la casa de Erik. Las “montañas” de Dinamarca son tumbas vikingas, y los campos de trigo y cebada a cada lado del camino son como mares con oleaje propio; el viento polar los acaricia con la mano como si fueran el lomo de un gato.
Todo en la casa de Hans Cristian Andersen es pequeño, ordenado y lindo, como Dinamarca, que parece salida de un cuento. Yumi, yumi.
Odense, julio 7
I want to break free
Vamos a 130 kilómetros por hora con destino a Hamburgo después de dormir en el Odder Parkhotel de la ciudad de Odder, una villa apacible y fotogénica. Miro los kilómetros que se van quedando atrás en una autopista recta llena de tractomulas europeas. Suena Queen en la radio, exactamente I want to break free. Vamos en un Toyota gris con placa danesa. Erick sube el volumen y la velocidad, en Alemania no hay límite, me dice, y yo mejor no miro más la aguja del velocímetro que ya está muy a la derecha.
Los daneses caminan rápido, son precisos y van al grano. No se detienen entre un destino y otro. Ellos no conocen la palabra loliar, son una máquina de relojería: precisos y puntuales. Los colombianos ser muy lentos, dice Erik en su espanglish espontáneo, llevo quince años casado con Marcela –su esposa antioqueña– y de esos, siete esperándola. Todos reímos, él se ríe con una sonrisa danesa rápida y precisa.
Más allá del parabrisas, al fondo, aparecen las aspas titánicas color nieve de un grupo de hélices eólicas, ventiladores de cuarenta metros de altura. No dejo de pensar en un Quijote moderno al que se le hace agua la boca verlas.
Son las ocho y tres de la mañana – una y tres de la madrugada en Colombia–, en el país del Sagrado Corazón duermen o apenas se acuestan. A lo mejor –o a lo peor– Erik tiene razón: los colombianos son lentos, cada día los daneses les cogen siete horas de ventaja, dice mientras pisa el acelerador. Yo canto I want to break free.
Goslar, julio 9
Qué emoción tan amarilla
Si te comes todo mañana saldrá el sol, le dicen los padres a los niños en Dinamarca. Erik me cuenta esa pequeña mitología hogareña en Roskilde, mientras caminamos por el centro de una calle peatonal para que nos dé el sol; pues así como en Colombia caminamos por la sombrita, aquí, en Escandinavia, se comen toda la comida desde niños y caminan –cuando hay–, bajo el pleno resplandor.
En Dinamarca, durante el verano, las casas apenas se usan para ir a dormir. El sol se trasnocha hasta las once y se levanta muy temprano a las cuatro. La vida se asolea en los cafés de las aceras y sobre las bicicletas, en las calles adoquinadas para los peatones y en las ventanillas de los carros que se dirigen hacia las playas de Copenhague. El sol está en cada barco del puerto de Roskilde, sobre la espalda vikinga de chicas suecas, noruegas o en las sirenitas danesas acostadas en las proas. Está en los carros casa que se alejan por la autopista hacia el ferri de Puttgarden o se dirigen al sol del norte de Alemania, y brilla en las motos último modelo de harlistas escandinavos tatuados hasta el cuello.
Si en un musical americano de los cincuenta un señor cantaba bajo la lluvia: “I’m singing in the rain / Just singin’ in the rain / What a glorious feeling / I’m happy again…”, aquí se baila, se canta y se toma cerveza bajo el sol, porque las aceras son amplias como los anillos de un planeta, están calculadas para que tengan lo necesario, y aquí, en Dinamarca, es necesario que una acera que se respete tenga espacio para los cafés, las bicicletas, los peatones y el sol.
Nos sentamos en un café. Salchichas con pan y cerveza, le dice Erik al mesero en un danés gutural e infalible. Nos comemos todo para que mañana salga otra vez el sol.
Roskilde, julio 12