Número 71, noviembre 2015

Hace poco más de un año murió en Manizales el filósofo Jorge Iván Cruz, profesor de materias tan arduas como la fenomenología y la filosofía de Kant en la Universidad de Caldas, donde dictó clase por más de dos décadas. Sin embargo, sus logros parecen estar en un ámbito más espirituoso que espiritual. Un alumno y amigo ajusta cuentas con la figura de este improbable maestro de la botella.
 

El próximo presocrático
Pablo Arango. Ilustración: Titania Mejía

 
 
 

La historia de la filosofía antigua está llena de pensadores sin obra. Al menos sin obra escrita. La inescrutable fortuna nos ha legado apenas un cotorreo sobre las ideas de los presocráticos, de Diógenes y Epicuro, pero sus libros se han perdido. En el mundo moderno tal cosa parece imposible: todo el mundo publica, el que no publica no existe y hay mil formas de guardar lo publicado. Jorge Iván Cruz es el último de los filósofos antiguos: carece de obra, a mi juicio, ya que lo poco que escribió no vale ni el papel en el que está impreso, y lo publicó únicamente para aprovechar el sistema de estímulos a las publicaciones académicas y aliviar un poco la carga de deudas que sostuvo a lo largo de su vida. Pero es una figura interesante y perturbadora, mucho más que sus colegas más respetables. Lo conocí en julio de 1994, justo antes de que yo entrara a estudiar filosofía en la universidad. Luego fue sucesiva y simultáneamente mi amigo, mi profesor y mi colega. A pesar de todos esos años conociéndolo, no dejaba de sorprenderme su presencia: era como un signo de interrogación clavado en el corazón de la academia, una especie de náufrago que fue a dar a una universidad por azar y, no habiendo nada mejor que hacer, se quedó allí hasta su muerte.

La carrera académica de Cruz, si es que puede usarse esa engañosa expresión en su caso, es una ilustración perfecta de uno de los rasgos universales de la vida humana: la ironía. Aunque no conozcamos sus mecanismos, sabemos varias cosas sobre la ironía. Una es que sus mejores momentos son involuntarios: el resultado no buscado y muchas veces indeseado de actos conscientes que resultan ridículamente fallidos. La historia, particularmente la historia de las ideas, es un terreno repleto de ejemplos desternillantes y tristes al mismo tiempo. Todo sistema filosófico, toda propuesta política, toda pequeña idea que haya tenido la suerte de hacerse realidad, ha terminado convertida en otra cosa y, por lo general, en la cosa contraria.

Pues bien, los mejores momentos de la ironía de Cruz pertenecen a esta categoría. Para empezar, quiero señalar un rasgo de su talante. Casi todo el tiempo desplegaba una aparente paranoia.

El objeto mismo de esa ansiedad era ya un tanto absurdo: manifestaba una preocupación constante por ocultar que estaba borracho cuando estaba borracho, que era casi todo el tiempo, y cuando era evidente que todos los que lo conocíamos pensábamos que Cruz se mantenía borracho. Para eludir ese juicio había urdido una serie de tácticas, entre las que destacaban, en primer lugar, ataviarse con una bata blanca de profesor en las ocasiones (que no eran pocas) en las que alcanzaba el más alto grado tolerable de intoxicación alcohólica, de tal manera que la gente se confundiera y pensara que, dado que estaba enjaezado con la indumentaria típica del profesor, el profesor Cruz estaba sobrio. El resultado fue que todos sabíamos que, cuando llevaba la bata blanca, Cruz era una nave estropeada conducida por un fantasma.

La segunda táctica consistía en que, cuando se sentaba a beber en alguna tienda o cantina cerca de la universidad, pedía que le sirvieran el aguardiente en una botella pequeña de Pony Malta. Hasta ahí, todo iba bien: dado que esas botellas son oscuras, es imposible saber a simple vista qué contienen. Pero había un detalle que arruinaba el ardid: además de la botella oscura pedía una copa de vidrio transparente, de las que usamos típicamente los borrachos en todo el mundo para tomar aguardiente o vodka o whisky o cualquier cosa que pueda sobornar a nuestras conciencias limpiamente.

Un ironista fracasado, Christopher Hitchens, se refirió a la ironía como “la ginebra en el Campari, el factor x, el movimiento del caballo en el tablero de ajedrez, el ronroneo del gato, el nudo de la alfombra”. Agrego: la bata blanca de Cruz, la copa de aguardiente junto a la botella de Pony Malta.

Kierkegaard —un filósofo que conocí gracias a una recomendación involuntaria de Cruz (dejó un libro tirado en una cantina y el cantinero me lo entregó)— decía que la ironía es una “determinación existencial”. Esto quiere decir que es un error concebir la ironía como una mera figura retórica o un modo del discurso. Es más que eso: es una manera de vivir, un modo de estar en el mundo y, según Kierkegaard, es la manera propiamente filosófica de ir por ahí. Kierkegaard iba más lejos y sugería que la ironía era la cumbre de la excelencia humana. Si esto es cierto, el problema es que no hay ninguna receta para alcanzar esa virtud: por definición, el ironista deliberado está condenado al fracaso. Las únicas opciones que quedan son la seriedad absoluta y la parodia absoluta, el silencio en el que todas las verdades se disuelven y solo queda la mirada descarnada del borracho junto a la Pony Malta y la copa.

En una de las obras maestras sobre el tema, Julian Barnes se pregunta si en torno del ironista se produce una acumulación de ironía. Reflexionando sobre el destino de Cruz, yo diría que sí, y estaría tentado a agregar que alrededor de un ironista muerto se produce una acumulación de la mejor clase de ironía: la involuntaria. Tolstoi explotó el tema como nadie en La muerte de Iván Ilich, y Cruz lo ratificó, involuntariamente, en sus propios funerales: desde el velorio hasta el entierro, pasando por las notas de prensa, todo fue un malentendido, al mismo tiempo delirante, triste, hilarante y absurdo.

Para empezar, en la sala de velación había una corte de borrachos desde la entrada del edificio. Por momentos la circunstancia no era la de un duelo sino más bien la de una verbena. Si alguien lograba atravesar esa vanguardia de saludos efusivos, llanto, escupa, risas, trago y trago, se encontraba luego en la propia sala donde estaba el cadáver con un grupo de personas claramente divididas en dos categorías: los amigos y familiares que se comportaban según la norma, con discreción y semblante circunspecto; y los amigos y familiares que se comportaban según la propia norma de Cruz: con llanto ruidoso, voces altisonantes y tufo alcohólico. Hubo un momento en que uno de los amigos de la segunda clase se abalanzó sobre uno de los obsequios florales que encontró particularmente conmovedor, perdió el poco equilibrio que le quedaba y estuvo tirado en el suelo, abrazado al arreglo floral mientras gemía y se balanceaba debajo del féretro. Un espectador desprevenido habría podido jurar que el muerto se había caído del ataúd.

Mientras tanto, un profesor, colega de Cruz pero perfectamente sobrio, se acercaba para saludar a otro profesor no tan sobrio, y le decía algo como: “Vea hermano, se nos está muriendo la gente”. El profesor de Hegel le contestó en un tono borracho y condescendiente: “Es la finitud, papito, la finitud. Esa hijueputa nos va a poner la moña a todos”.

Como siempre ocurre en las fiestas — aunque esto era un velorio—, en algún momento alguien discutió con alguien en la verbena de la entrada, no se sabe por qué, como pasa en estos casos, y para parar la riña tuvo que llegar la policía.

En una nota publicada por el periódico La Patria se reprodujeron los comentarios de varios allegados. En uno de ellos otra profesora declaraba que Cruz “era un hombre entregado a su familia”. Un amigo común me preguntó a qué se refería. Lo único que se me ocurrió es que a veces la ironía se esconde en el fondo del significado más literal y que, en el caso de Cruz, era muy cierto que había sido entregado, en el sentido postal del término, día a día como un paquete durante más de treinta años, en la puerta de la casa de sus familias sucesivas (esto lo sé de primera mano porque en muchas ocasiones hice las veces de mensajero).

En la ceremonia religiosa previa al entierro propiamente dicho un profesor exaltó las virtudes de Cruz, entre las cuales mencionó, para sorpresa de amigos y conocidos, que el difunto había sido un luchador de las causas sociales y, particularmente, de la defensa de la educación pública. Dado que la única lucha que le conocimos era la que libraba a diario para ponerse en pie en la cantina y marcharse a casa, esa información nos sorprendió. Pero luego alguien, otro amigo, me recriminó por hacer este comentario y me recordó que Cruz siempre participó de los paros y las asambleas de profesores. Lo que yo recordaba era que él asistía a esos soporíferos encuentros y, las pocas veces en que hablaba, lo hacía para decir cosas incomprensibles. Excepción hecha de cuando me hablaba al oído para sugerir que debíamos encaminarnos pronto al bar más cercano, sugerencia cuya sabiduría jamás cuestioné.

 

Ilustración: Titania Mejía

 
 
 
Para no agobiar al lector con una interminable lista de ilustraciones de mi planteamiento, voy a terminar con el recuento de la relación entre Cruz y algunos de nuestros colegas y, en particular, con un triunfo más de su ironía suprema. Se trata de que, con redomada buena fe, algunos de los más ilustres filósofos de nuestro departamento llevan décadas intentando consagrar nuestro centro de estudios como una de las unidades académicas más importantes de Colombia, es decir, una en la que los profesores y estudiantes escriben textos serios, rigurosos y profundos y, si es posible, originales. También han adoptado ciertas maneras propias del estereotipo del académico prestigioso: lenguaje pomposo, ausencia absoluta de humor o gracia en sus escritos, producción industrial de publicaciones, trabajo industrioso en horario de oficina. Al mismo tiempo, han establecido contactos con filósofos importantes de distintas partes del mundo y los han traído a Colombia para realizar encuentros igualmente pomposos, igualmente serios, igualmente industriosos y plúmbeos (todos los estudiantes de filosofía han pasado por esto: emocionados por haber leído algún divertido diálogo socrático, entran a una facultad universitaria para encontrarse con que el único rasgo en común con la obra platónica es la fealdad de los filósofos varones). Es así como en 2009 la Universidad de Caldas organizó el XVII Foro Nacional de Filosofía y, como también se estaban celebrando los cincuenta años de la creación de nuestro departamento, nos decidimos a arriesgar un evento ambicioso. Entre los invitados extranjeros había cuatro filósofos ingleses. Además, publicamos una antología de escritos de los profesores que habíamos pasado por el departamento. Para el lanzamiento del volumen la directora de la época organizó una recepción con vino y comida. Nuestros colegas respetables estaban debidamente trajeados, debidamente pomposos, y así sucesivamente. En un momento de la reunión — que se realizó en una casa de dos pisos con jardín— llegó un tanto retrasado Cruz, acompañado por otro colega. Venían bastante colocados, Cruz traía un par de libros bajo el brazo y, en cuanto probó el vino, le dijo a su contertulio que lo mejor era irse a buscar un aguardiente. Bajaron las escaleras hasta el primer piso y, en la puerta de la casa, al avistar el jardín, Cruz le anunció a su compañero que iba a orinar en el pasto. El amigo se ofreció a tenerle los libros mientras Cruz le daba curso a la naturaleza, pero este expresó su negativa moviendo la cabeza horizontalmente. Ya estaba bajándose la cremallera y echando mano de su irrigador cuando, por una razón desconocida —quizá la fuerza del bamboleo de la cabeza para negarse a entregar los libros—, Cruz fue incapaz de mantenerse en pie y cayó de espaldas en el pasto. Pero la naturaleza ya había encontrado el camino y fue así como la legación inglesa (que desde hacía rato contemplaba la escena desde una de las ventanas del segundo piso) pudo ver a Cruz acostado en el pasto, irrigándolo con lo que parecía ser un aspersor agrícola, y bañándose de paso a sí mismo y a sus libros. Más tarde uno de los ingleses me preguntó quién era el hombre acostado en el pasto y le contesté que era el profesor de Kant. Nunca he visto una cara de pánico como la de aquel inglés. Debido a ejecutorias como esta nuestro departamento realmente goza de un gran prestigio, no solo en Colombia sino también en varios continentes. Pero, una vez más, no somos reconocidos como filósofos respetables, al menos no en el sentido académico (el logro no es exclusivo de Cruz, pero no es el momento de mencionar las modestas aportaciones que hemos hecho las figuras menores).

Cruz murió en septiembre del año pasado. En abril de este año murió en Medellín otro querido amigo: el maestro internacional de ajedrez Óscar Castro. Lo menciono aquí porque Castro era un ajedrecista mucho menos destacado que otros jugadores colombianos, pero su muerte causó un impacto sorprendente: los medios de comunicación más importantes del país, incluso el diario El País de España, le dedicaron elogiosas y extensas notas. De manera parecida, Cruz, que como filósofo académico apenas si puede mencionarse, es sin embargo un personaje mucho más interesante.

Cruz encarnó dos ideas clásicas de la filosofía que son incompatibles, y que han desaparecido de las academias: la idea de que la sabiduría consiste en una forma de vivir antes que en la posesión de una teoría del mundo; y la idea de que no hay sabiduría porque no hay enigma, porque el problema de la vida no tiene solución, porque todo se disuelve en la muerte y al final nada importa. Esa paradoja definió su vida. Y lo deja como a todos: muerto, callado con el silencio que no pude entenderle, con el resto de nosotros intentando llenar de palabras el vacío.UC

 
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