La historia de la filosofía antigua está llena de pensadores sin obra. Al menos sin obra escrita. La inescrutable fortuna nos ha legado apenas un cotorreo sobre las ideas de los presocráticos, de Diógenes y Epicuro, pero sus libros se han perdido. En el mundo moderno tal cosa parece imposible: todo el mundo publica, el que no publica no existe y hay mil formas de guardar lo publicado. Jorge Iván Cruz es el último de los filósofos antiguos: carece de obra, a mi juicio, ya que lo poco que escribió no vale ni el papel en el que está impreso, y lo publicó únicamente para aprovechar el sistema de estímulos a las publicaciones académicas y aliviar un poco la carga de deudas que sostuvo a lo largo de su vida. Pero es una figura interesante y perturbadora, mucho más que sus colegas más respetables. Lo conocí en julio de 1994, justo antes de que yo entrara a estudiar filosofía en la universidad. Luego fue sucesiva y simultáneamente mi amigo, mi profesor y mi colega. A pesar de todos esos años conociéndolo, no dejaba de sorprenderme su presencia: era como un signo de interrogación clavado en el corazón de la academia, una especie de náufrago que fue a dar a una universidad por azar y, no habiendo nada mejor que hacer, se quedó allí hasta su muerte.
La carrera académica de Cruz, si es que puede usarse esa engañosa expresión en su caso, es una ilustración perfecta de uno de los rasgos universales de la vida humana: la ironía. Aunque no conozcamos sus mecanismos, sabemos varias cosas sobre la ironía. Una es que sus mejores momentos son involuntarios: el resultado no buscado y muchas veces indeseado de actos conscientes que resultan ridículamente fallidos. La historia, particularmente la historia de las ideas, es un terreno repleto de ejemplos desternillantes y tristes al mismo tiempo. Todo sistema filosófico, toda propuesta política, toda pequeña idea que haya tenido la suerte de hacerse realidad, ha terminado convertida en otra cosa y, por lo general, en la cosa contraria.
Pues bien, los mejores momentos de la ironía de Cruz pertenecen a esta categoría. Para empezar, quiero señalar un rasgo de su talante. Casi todo el tiempo desplegaba una aparente paranoia.
El objeto mismo de esa ansiedad era ya un tanto absurdo: manifestaba una preocupación constante por ocultar que estaba borracho cuando estaba borracho, que era casi todo el tiempo, y cuando era evidente que todos los que lo conocíamos pensábamos que Cruz se mantenía borracho. Para eludir ese juicio había urdido una serie de tácticas, entre las que destacaban, en primer lugar, ataviarse con una bata blanca de profesor en las ocasiones (que no eran pocas) en las que alcanzaba el más alto grado tolerable de intoxicación alcohólica, de tal manera que la gente se confundiera y pensara que, dado que estaba enjaezado con la indumentaria típica del profesor, el profesor Cruz estaba sobrio. El resultado fue que todos sabíamos que, cuando llevaba la bata blanca, Cruz era una nave estropeada conducida por un fantasma.
La segunda táctica consistía en que, cuando se sentaba a beber en alguna tienda o cantina cerca de la universidad, pedía que le sirvieran el aguardiente en una botella pequeña de Pony Malta. Hasta ahí, todo iba bien: dado que esas botellas son oscuras, es imposible saber a simple vista qué contienen. Pero había un detalle que arruinaba el ardid: además de la botella oscura pedía una copa de vidrio transparente, de las que usamos típicamente los borrachos en todo el mundo para tomar aguardiente o vodka o whisky o cualquier cosa que pueda sobornar a nuestras conciencias limpiamente.
Un ironista fracasado, Christopher Hitchens, se refirió a la ironía como “la ginebra en el Campari, el factor x, el movimiento del caballo en el tablero de ajedrez, el ronroneo del gato, el nudo de la alfombra”. Agrego: la bata blanca de Cruz, la copa de aguardiente junto a la botella de Pony Malta.
Kierkegaard —un filósofo que conocí gracias a una recomendación involuntaria de Cruz (dejó un libro tirado en una cantina y el cantinero me lo entregó)— decía que la ironía es una “determinación existencial”. Esto quiere decir que es un error concebir la ironía como una mera figura retórica o un modo del discurso. Es más que eso: es una manera de vivir, un modo de estar en el mundo y, según Kierkegaard, es la manera propiamente filosófica de ir por ahí. Kierkegaard iba más lejos y sugería que la ironía era la cumbre de la excelencia humana. Si esto es cierto, el problema es que no hay ninguna receta para alcanzar esa virtud: por definición, el ironista deliberado está condenado al fracaso. Las únicas opciones que quedan son la seriedad absoluta y la parodia absoluta, el silencio en el que todas las verdades se disuelven y solo queda la mirada descarnada del borracho junto a la Pony Malta y la copa.
En una de las obras maestras sobre el tema, Julian Barnes se pregunta si en torno del ironista se produce una acumulación de ironía. Reflexionando sobre el destino de Cruz, yo diría que sí, y estaría tentado a agregar que alrededor de un ironista muerto se produce una acumulación de la mejor clase de ironía: la involuntaria. Tolstoi explotó el tema como nadie en La muerte de Iván Ilich, y Cruz lo ratificó, involuntariamente, en sus propios funerales: desde el velorio hasta el entierro, pasando por las notas de prensa, todo fue un malentendido, al mismo tiempo delirante, triste, hilarante y absurdo.
Para empezar, en la sala de velación había una corte de borrachos desde la entrada del edificio. Por momentos la circunstancia no era la de un duelo sino más bien la de una verbena. Si alguien lograba atravesar esa vanguardia de saludos efusivos, llanto, escupa, risas, trago y trago, se encontraba luego en la propia sala donde estaba el cadáver con un grupo de personas claramente divididas en dos categorías: los amigos y familiares que se comportaban según la norma, con discreción y semblante circunspecto; y los amigos y familiares que se comportaban según la propia norma de Cruz: con llanto ruidoso, voces altisonantes y tufo alcohólico. Hubo un momento en que uno de los amigos de la segunda clase se abalanzó sobre uno de los obsequios florales que encontró particularmente conmovedor, perdió el poco equilibrio que le quedaba y estuvo tirado en el suelo, abrazado al arreglo floral mientras gemía y se balanceaba debajo del féretro. Un espectador desprevenido habría podido jurar que el muerto se había caído del ataúd.
Mientras tanto, un profesor, colega de Cruz pero perfectamente sobrio, se acercaba para saludar a otro profesor no tan sobrio, y le decía algo como: “Vea hermano, se nos está muriendo la gente”. El profesor de Hegel le contestó en un tono borracho y condescendiente: “Es la finitud, papito, la finitud. Esa hijueputa nos va a poner la moña a todos”.
Como siempre ocurre en las fiestas — aunque esto era un velorio—, en algún momento alguien discutió con alguien en la verbena de la entrada, no se sabe por qué, como pasa en estos casos, y para parar la riña tuvo que llegar la policía.
En una nota publicada por el periódico La Patria se reprodujeron los comentarios de varios allegados. En uno de ellos otra profesora declaraba que Cruz “era un hombre entregado a su familia”. Un amigo común me preguntó a qué se refería. Lo único que se me ocurrió es que a veces la ironía se esconde en el fondo del significado más literal y que, en el caso de Cruz, era muy cierto que había sido entregado, en el sentido postal del término, día a día como un paquete durante más de treinta años, en la puerta de la casa de sus familias sucesivas (esto lo sé de primera mano porque en muchas ocasiones hice las veces de mensajero).
En la ceremonia religiosa previa al entierro propiamente dicho un profesor exaltó las virtudes de Cruz, entre las cuales mencionó, para sorpresa de amigos y conocidos, que el difunto había sido un luchador de las causas sociales y, particularmente, de la defensa de la educación pública. Dado que la única lucha que le conocimos era la que libraba a diario para ponerse en pie en la cantina y marcharse a casa, esa información nos sorprendió. Pero luego alguien, otro amigo, me recriminó por hacer este comentario y me recordó que Cruz siempre participó de los paros y las asambleas de profesores. Lo que yo recordaba era que él asistía a esos soporíferos encuentros y, las pocas veces en que hablaba, lo hacía para decir cosas incomprensibles. Excepción hecha de cuando me hablaba al oído para sugerir que debíamos encaminarnos pronto al bar más cercano, sugerencia cuya sabiduría jamás cuestioné.