Despegaba impulsado por el vaho permanente del Tolima, ese aire pesado, ya algo aceitoso antes de las horas altas del sol en la mañana, cuando la idea de la muerte me pareció una certeza, una posibilidad inmediata. Volaba armado con un brazo especial que sostenía la cámara, con las piernas, brazos y lentes por fuera del helicóptero, al que se le habían quitado algunas piezas para lograr la altura que necesitábamos y poder contemplar la boca inmensa de un kilómetro de diámetro con la que a diario ruge y respira el volcán Nevado del Ruiz.
Durante semanas mi único miedo fue que las imágenes no lograran hacer parte de la película que editaba y que había escrito y dirigido, y digerido y padecido. Cada semana los pilotos y miembros de nuestro equipo de producción eran informados por Ingeominas y los operadores aéreos: el volcán había subido en emisiones de ceniza, había cambiado de color de alerta, y una vez más, como durante más de seis semanas, teníamos que cancelar la costosa misión de ir a contemplar la pureza, la inmaculada presencia de ese león inmenso que duerme sobre colchones de nubes. Iba a ser su abogado, porque su blancura perfecta solo demostraba que el intento de la “verdad oficial” por encochinarlo con la anunciada tragedia de Armero, por adjudicarle la crueldad de la avalancha de la interminable noche del 13 de noviembre de 1985, había sido en vano. Allá estaba, indiferente al drama humano. Solo un bicho de su talla puede compararse con el dolor de los armeritas que hicieron parte de la película. Solo su fuerza se parece a la de ellos, solo su imponencia se parece a la indignación y a la dignidad armerita. Solo su fumarola eterna daba descanso a una rabia que los ha consumido por décadas.
Así que despegaba, con un solo piloto (para reducir el peso) y con el director de fotografía, y mis piernas parecían partirse por el viento. Decidí no hacer fuerza para no desgastarme y tener el pulso y la circulación amansada para cuando viera, después de tanto soñarlo, allá, en su nido, al volcán. Fue entonces, con las piernas como trapos al viento, que puse los pies en la tierra y fui consciente de los riesgos: el helicóptero sin puertas ni sillas para la misión, la insistencia de los pilotos en que jamás se había logrado esa altura y en las dificultades de responder a las fuerzas de la física allá arriba, las posibilidades de que la fumarola apagara los rotores. Cuando pensé en eso tuve la esperanza de una muerte rápida, fugaz como la explosión de un helicóptero contra la nieve, y pensé que lo único que no quería era morir desesperado, morir a la diabla, gritando. Recordé que para los budistas lo que pasa con nuestros descendientes depende en buena medida de lo último que nos pasa por la mente, en vida. Así que lograría respirar y entregarme a la dulzura de la muerte, si la veía llegar. Eso no tomó quince segundos.
Con los seres que amo en mi corazón, y metido en el lodo de la historia de Armero, recordé lo que me dio verdadera paz para trabajar esas secuencias: esta película está circulando en el viento, yo solo soy un coordinador de fuerzas. La verdad de estos volcanes (hombres y mujeres sobrevivientes) lleva mucho tiempo buscando un cauce. La avalancha de su verdad, de su versión. Eso me dio la paz y el pulso. Volvía a sentir la certeza de que esta película tenía que ser, como luego se demostró, y sabía que yo solo tenía una de las flautas que había que acomodar para que el viento tocara esta versión.
Cuando por los audífonos el piloto me exigió usar oxígeno, mi corazón ya estaba acelerado por las venas de la Tierra. Yo arriba, en el aire, como en un sueño, volando y filmando, y ahí, todavía lejano, el volcán hirviendo una paciencia de siglos, humeando, durmiendo una siesta entre nubes. Todas las nubes habían hecho un maravilloso tapete. Abajo no se veía nada. Pero en esa sábana perfecta, se asomaban, como por dos rotos, el Nevado del Tolima y el Nevado del Ruiz, señoras montañas. Fui a ver a Dios. Mi ojo derecho, certero y maravillado viendo por la cámara. Mi ojo izquierdo expresando el agradecimiento en deshielos mínimos, en lágrimas de dicha por los caminos del cine, por los caminos del dolor de aquellos que en la tierra, allá donde el volcán vino a parar, ya me habían contado sus historias en los meses anteriores, en los propios territorios de lo que alguna vez fue Armero, donde hoy reposa bajo tierra, y donde la naturaleza, noble y tranquila, ha vuelto a devorarse las ruinas como abrigándolas, como curándolas del lodo del olvido.
Tan cerca como pudimos filmamos el volcán. Revoloteamos como una mosca por casi una hora antes de empezar el descenso, que hicimos sobrevolando el mismo canal que el 13 de noviembre tomaron los lahares: el cañón del río Lagunilla. A decenas de kilómetros de Armero y cientos de metros del piso, empezaba a ver y a tratar de entender el tamaño de las fuerzas que ese día se encontraron. Y entonces pensé en la fuerza de fuerzas que me había puesto el destino delante de la cámara. Pensé en Edilma, con su único pie en la tierra. Mientras tanto el lente de la cámara se había empañado y no dejaba ver nada más. Y pensé en los sobrevivientes y en las víctimas a las que le llegó la muerte por sorpresa, por la espalda del sueño, y pensé en el desespero en el que miles de armeritas murieron esa noche, atropellados, atropellando… en los cientos que morirían después por las heridas en el alma: locos, suicidas, desquiciados buscadores de sus niños, de sus seres queridos vivos, de sus muertos.
Yo era un niño de cinco años la noche de la avalancha, y solo he tenido en mi mente y en mi memoria las fotos del lodo y de Omaira: más nada, otro cómplice. Mientras hacía la película me insistía en que aún después de oír más de treinta testimonios de esa noche y de meterme en los archivos de la época, la imaginación no alcanza: aún me cuesta pensar el ritmo de las cosas, el tamaño: una montaña móvil, que avanza a razón de cien metros cada cinco segundos, que arrastra hileras de gente, de carros, que va juntando los muros de las casas en el piso, los techos, va haciendo una mezcla homogénea, como una licuadora apocalíptica, machacando hombres, mujeres y niños con piedras descomunales, con camiones, masticándolos con maquinaria, con santos de iglesia. Imaginaba lo que sería nadar entre esos bloques, entre filosas tejas de zinc, lo que sería ir siendo cortado, molido, separado de los suyos, de uno mismo. Cómo avanzaba esa montaña esa noche, habiéndose llevado puesta de primerita a la electrificadora, galopando como un ciego inmenso que convulsiona a tientas en la noche.
Y de los personajes que ya me habían respondido pasaba a lo que más me golpeó: más que el tráfico y el robo de niños en la tragedia, más que las adopciones clandestinas mientras padres o familiares se debatían entre la vida y la muerte aún en el lodo o en hospitales, más que la posterior burla y humillación con la reconstrucción del pueblo (con fondos internacionales, ni siquiera del gobierno de turno), más que los robos de miembros de la Cruz Roja —Cruz Roba dice uno de los personajes— y de la Defensa Civil a seres indefensos atascados en el lodo, más que la ridícula reparación que intentó el fondo Resurgir —Resufrir lo llama otro personaje—, más que el dolor de las madres que cumplen treinta años con sus hijos arrebatados y perdidos, más que el dolor de la locura y de la incertidumbre de tantos que aún deambulan como muertos vivientes, más que los ancianos que se pudrieron en las carpas en las que los tuvieron por años tras la avalancha; más que todo eso junto, haber descubierto material de archivo donde pobladores, concejales y el propio alcalde de Armero imploraban al gobierno central y departamental una acción inmediata para drenar una represa natural que se había hecho a diez kilómetros de Armero, en el río Lagunilla, a la altura de la vereda El Sirpe, y que ya alojaba “mil millones de metros cúbicos de agua y material… cantidad suficiente para arrasar cualquier ciudad”, como literalmente lo dice frente a la cámara de un noticiero, sesenta días antes de la tragedia, un miembro de las fuerzas de prevención de la época.
No lo podía creer. No podía creer que ahí salieran ellos, por la televisión del momento, con Armero atrás, con sus parques y casas en pie, amenazando con un paro, con una protesta si no dinamitaban esas piedras de la represa y se organizaba un drenaje seguro. No podía creer que el gobernador del Tolima considerara al alcalde un loco, y que además de su indiferencia, le respondiera con risa, después de haberlo amenazado con destitución y cárcel si extendía el pánico u organizaba una evacuación por su cuenta. El alcalde, que murió en la avalancha, alcanzó a hacer una última llamada contando que el agua ya entraba a su casa esa noche. El gobernador prefirió, como los miembros del gobierno nacional, condenar a muerte a un pueblo entero mientras jugaba billar.
Yo no podía creer que unos vulcanólogos franceses, alemanes, españoles hubieran advertido, en diciembre de 1984, que habría una erupción entre el 1 y el 20 de noviembre de 1985, y que el informe escrito que contenía la advertencia entregada a la ministra de Comunicaciones de la época, Noemí Sanín, se hubiera ocultado de una forma tan canalla. Fue usado solo tres días después de la tragedia, cuando esta misma señora, para lavarse las manos, anunció una nueva e inminente avalancha que causó estampidas, desesperación, locura y suicidios desde las ventanas de los hospitales de Mariquita y Honda, donde se recuperaban de la tragedia algunos armeritas a los que no les daba el alma para imaginar un segundo tiempo.
Y entonces volvió Edilma a mi mente, el dolor de dolores, la fuerza de fuerzas, la alegría de las alegrías. Cuando un dolor no tiene proporción uno piensa en ella, como dice su hijo, y acepta mejor el propio camino. Contra Edilma se juntaron todas las fuerzas malditas de Colombia, del alma negra y gavillera del colombiano, y sobrevivió en un solo pie. Edilma fue sepultada por el lodo en su hogar, con su familia. En el momento en que la avalancha partía su casa, sostuvo como pudo a su pequeño hijo que se agarraba como un animal de su cuello. Con el nivel del lodo cercano a la boca, entre las paredes y el techo, seguía sintiendo en sus brazos las manos de sus gemelos de nueve años que se ahogaban en el lodo mientras ella atestiguaba en su piel cómo sus deditos perdían fuerza poco a poco y se iban fundiendo con la muerte. Ella tenía una pierna atrapada entre los escombros de su casa, estaba de raíz atada al piso. Al otro lado morían su hijita de siete años y su esposo. Todos sus muertos en un radio de metro y medio. En la noche, la avalancha era una línea que sembraba el silencio masticando el ruido. Adelante de esa línea todo era crujir, llanto, gritos, lamentos; atrás de la línea, el valle que se quedaba sin sombras.
Así que Edilma reconoce en la mitad de la negrura de la noche, con las pupilas dilatadas por la oscuridad y el espanto, que los gemelos ya están muertos. Le hace caso a su esposo moribundo y empieza a limpiar a la niña, que el enamorado padre veía viva y bien, y en ese proceso se da cuenta de que la cabeza de la niña está unida al cuerpo por un hilito de carne, nada más. Ahí empezó esa noche que dura treinta años para ella.