Las mentes ingeniosas no solo están al servicio de las grandes empresas o de las fuerzas del mal y los carteles de la mafia, también trabajan sin descanso por triunfos irrisorios con sabor inolvidable para unos pocos. Mentes obstinadas, creativas, arriesgadas, que agotan todos los recursos y todas las neuronas para producir en los suyos una risa, una comilona, una mirada diferente en tierras lejanas y extrañas. Tierras donde, por equis o ye circunstancia, escasea el moño.
Aquella vez llevaba dos meses viviendo en París. Había terminado materias en la universidad y aunque debía la tesis de grado, engatusé a mis tías amantes de los collares de perlas para que me mandaran a estudiar francés. Un lujo a toda costa inmerecido y hasta contraproducente, con el diploma todavía embolatado, decía con razón mi papá. Pero allá estaba, soportando el invierno parisino de comienzos de este siglo, sobrellevando como bien o mal podía mi primera temporada fuera de Colombia.
Los primeros días los había pasado en los extramuros de París, en casa de Patricia, una vieja pintora amiga de la familia que me amenizó el jet lag con unos buenos bouquets de hachís y picadura de tabaco. La expectativa por lo nuevo y el asombro de estar al otro lado del mundo hicieron que no valorara esos poderosos porros que a Patri le quedaban como unas saetas y a mí me quemaban la garganta.
A la semana, cuando ya sabía cruzar la calle con la baguete bajo el brazo, me instalé en la capital francesa para iniciar clases. Ahí empezó el viaje en serio, mi cotidianidad, hospedado en una chambre en la rue de la Santé, treizième arrondissement, en el apartamento de Stéphane Marquet, experto en computadores y bufón aficionado que nunca pudo superar los números de su desaparecido padre, Perniky, un payaso de verdad con historial en circos. Mis días, grises y muchas veces nostálgicos precisamente como el espíritu de los payasos, transcurrían entre las aulas, el apartamento y los parques cuando el frío lo permitía. Patricia entró en sus locuras de artista y le perdí el rastro. Por mi cabeza no pasaba aún la fiesta, no tenía amigos, ni conocidos, ni mucho menos la más mínima posibilidad de conseguir, diga usted, un poco de yerba para recrearme. En realidad era suficiente con lo que estaba viviendo y si bien soy de los que suele mirar el reloj a las 4:20, el tema me tenía despreocupado; todas mis energías estaban puestas en aprender la lengua y en ir descubriendo, totalmente solo, la Ciudad Luz. Sin embargo, un afortunado suceso prendería las alarmas de las mentes ingeniosas en Medellín.
Cierto día llegué a casa muy abrigado y en la chambre comencé a quitarme capas de ropa, como una cebolla, porque no tenía una chaqueta de invierno sino mucho trapo interno, buzos y chompas. De pronto sentí unos bollitos dentro del bolsillo de la camisa, una leñadora de cuadros verdes y negros, y de inmediato los extraje: se trataba de diminutos moños de marihuana recubiertos de pelusas. Emocionado, luego de retirar las motas, procedí a echar los ripios en una pipa clásica que había heredado de mi abuelo. Salieron pocas bocanadas pero suficientes para alcanzar un estado fabuloso; ahí mismo salí a flotar por las calles con la mirada achinada, la sonrisa tenue y esa sensación calientica y placentera que producen unas caladas criollas lejos del hogar. Esa misma noche llamé a la Polla y le conté lo sucedido con tanta alegría que me dijo que iba a pensar la manera de mandarme un poquito desde Medellín. Sonaba absurdo, pero no era nada raro en ella, una mujer temeraria, alcahueta, que además había comulgado en el festival jipi de Ancón.
Lo común era que mi gente me llamara los lunes que había una promoción de larga distancia, pero un sábado temprano llamó la Polla para decirme que estuviera pendiente, que me había enviado por correo “unos acetatos y un material de trabajo para las clases”. Se despidió sin dar más detalles y a partir de ese momento entré en un estado de ansiedad temerosa y alegre. No tardé mucho en llamarla para que me resolviera dudas de cómo proceder en caso de que las cosas no salieran como estaban previstas, entonces, en ese tiempo en el que apenas si había internet, la Polla ordenó que se me pusiera un mail con las instrucciones: en caso de que descubrieran los “acetatos” debía decir que desconocía el destinatario, que probablemente me querían perjudicar desde mi patria. Pasaron los días y poco a poco me olvidé del asunto. Ya resignado, en una tarde lluviosa, me puse a palpar en todos los bolsillos de la ropa y rescaté unos ripios que esta vez prendí con todo y pelusas.
A las dos semanas, cuando había perdido toda esperanza y pensaba que era obvio que el paquete iba ser detectado en alguno de los aeropuertos, encontré una boleta de La Poste al llegar a casa: habían ido a llevarme la encomienda pero como nadie atendió el citófono debía presentarme en la sucursal del barrio para reclamarla. Oh merde, hubiera querido pensar, pero no, me dije: ay jueputa, ¿y ahora qué?... De los nervios me comí un pan entero con queso y sopa de tomate, la idea era llegar bien lleno a La Poste por si me detenían. En ningún momento se me ocurrió la posibilidad de abandonar la operación que hasta bien lejos había avanzado la Polla. Fui caminando al correo y los pies me temblaban, entré a la oficina con cara de buen ciudadano, sonriendo sin mirar a nadie a los ojos, e hice la fila. El pensamiento triunfal de que la yerba de Barrio Antioquia había cruzado el Atlántico entre unos acetatos empresariales se mezclaba con la sensación de que en cualquier momento iban a sonar las alarmas y me iban a tirar al piso. Por fin llegué a la taquilla y en cuestión de segundos, sin que me tocara mediar palabra, una rubia me entregó el paquete. Corrí a casa, me encerré en la chambre y despejé el escritorio; desnudé con cuidado la envoltura, quitando las cintas con delicadeza y separando las hojas de acetato que la Polla había incluido para hacer bulto. Muy pronto encontré los acetatos madre, unidos por una cinta delgada; entre esos dos acetatos, que tenían información textual y gráfica sobre mejoramiento continuo y que la Polla proyectó más de una vez en sus capacitaciones, estaba la yerba, desmenuzada parejita como si fuera avena; en alguna parte de Medellín debió sonar pólvora mientras la vertía sobre una hoja blanca. La ración, que más o menos daba para armar cuatro barillos decentes, fue administrada en la pipa y me duró un par de semanas.
Y así como me imaginó mi padre alguna vez, vago, sentado en un toldo en las afueras del estadio, de mocasines y cerveza en mano, leyendo la sección deportiva del periódico, lo único que le calaba a mi mente de pollo, así más o menos me encontraba ahora, pero en las afueras de la torre Eiffel, de boina, dándomelas de poeta con libreta en mano y de borracho con un vino barato para remojar las bocanadas. La idea de la Polla había sido un éxito y con astucia alistó un segundo envío, pero ese jamás llegó y los días de escasez regresaron. Para entonces ya tenía dos amigos en el curso, un mejicano y un alemán, Nils Peter, con quien compartía el gusto por el THC y sus variaciones. Mi única ilusión en ese momento era que el hombre concretara una cita con unos escurridizos dealers marroquíes que vendían barritas de hachís. La Polla, ante la caída del segundo paquete, tomó medidas preventivas y suspendió indefinidamente los envíos. Eso sí, su mente creativa seguiría fraguando una nueva forma de abastecer a su amado jumento en suelos galos. Y la oportunidad se daría gracias a las vacaciones de Semana Santa.
A comienzos de abril, días antes de salir para Roma a encontrarme con unos primos y otros familiares que venían de Medellín, recibí una llamada de la Polla. Casi ni me saluda para decirme que ya se había craneado un nuevo envío. Quedé helado cuando me contó de qué se trataba. Si el primer modus operandi me causó temor y ansiedad, el nuevo procedimiento me enfermó. Casi le rogué para que no me pusiera en esa situación pero me dijo que tranquilo, que después le iba a agradecer y que ella corría más riesgos. El envío consistía en un bluyín nuevo, pero con su toque mágico: tres barillos incrustados dentro de la marquilla de la prenda, la cual tuvieron que descoser y coser de nuevo. Lo peor de todo era la persona que en Roma me entregaría el bluyín que supuestamente me estaba haciendo falta: mi inocente abuela.