Viernes 13 de noviembre de 2015: París es atacada por jóvenes europeos radicalizados con la yihad promovida por el Estado Islámico de Siria y del Levante (ISIS en inglés, DAESH en árabe). Las redes sociales y los medios de comunicación informaron, en vivo, la puesta en escena de un guión macabro: las explosiones suicidas a las afueras del Estadio Nacional de St. Denis —donde las selecciones de Francia y Alemania jugaban un partido amistoso—, el fusilamiento de inocentes en las terrazas de bares y pizzerías y el asalto a la sala de espectáculos Bataclan —donde se presentaba la banda de rock estadounidense Eagles of the death metal—.
La embestida, que acabó con la vida de 137 personas, arrojó al menos 420 heridos a un vecindario acostumbrado al ocio y el comercio. Ciudadanos, policías, bomberos y paramédicos demostraron su heroísmo; el ejército se tomó la ciudad; Francia cerró sus fronteras. París no vivía una situación semejante desde la Segunda Guerra Mundial.
La compasión y la solidaridad con la cuna de la República moderna y los Derechos del Hombre han sido contundentes. No se trata de que la humanidad discrimine entre tragedias de primera y de segunda, sino que reconoce la gravedad de los hechos. En menos de cuarenta días ISIS golpeó Ankara con dos atentados suicidas que se cobraron cien vidas. En la Península del Sinaí sus adeptos hicieron estrellar un Airbus ruso con 224 personas. En Beirut, el ataque al barrio chií de Bourj al-Barajne, de vida occidental pero considerado un bastión de Hamás, dejó 24 víctimas. Al atacar a los ciudadanos de París el Estado Islámico ha llevado el conflicto a un punto sin retorno. No se trata, como critican los indignados de profesión, de que unos muertos valgan más que otros, sino de un casus belli. La humanidad no olvida la sangre derramada hace cien años, cuando las balas de un anarquista serbio sobre un príncipe Habsburgo dieron pie a una barbarie sin precedentes que transformara la historia y el orden mundial.
En esta ocasión los barrios 10 y 11 de la capital francesa —con el Boulevard Voltaire como eje— fueron el campo de batalla de una guerra de combatientes apocalípticos que luchan a nombre de la muerte. Habían pasado once meses desde que otros jóvenes yihadistas entraran a las instalaciones del tristemente célebre semanario satírico Charlie —entre la Bastilla y la Place de la République—, armados con fusiles Kaláshnikov, para acabar con la vida de artistas infieles. Durante estos meses las fuerzas de inteligencia de Francia neutralizaron seis planes de atentados. No pudieron hacer lo mismo el pasado viernes 13.
Es altamente probable que el ataque haya sido orquestado en el barrio Molenbeek de Bruselas, la capital de Bélgica y de la Unión Europea. La complejidad para coordinar información entre las fuerzas de seguridad de ambos países (así como de implementar leyes antidemocráticas de detención preventiva) permitió el desplazamiento de los terroristas aunque estuvieran en la mira de los servicios de inteligencia. Moleenbek y St. Denis son barrios de inmigrantes donde encuentras ciudadanos integrados a la sociedad que conviven con otros cuya marginación es alarmante. Tras una década caracterizada por las políticas de recesión ante la crisis económica, los jóvenes de estos barrios son una población de alto riesgo. Los pequeños criminales como los vendedores de hachís han pasado a ser un mal menor: el primer ministro Manuel Valls ha declarado que se estima en 1.800 el número de franceses que han colaborado con las redes yihadistas. DAESH tiene una propuesta de realización económica, espiritual e histórica para los jóvenes europeos.
De dientes para afuera, no yerran quienes entienden la formación del Estado Islámico, su expansión y su brutalidad, como una de las consecuencias del fracaso de las políticas intervencionistas de Occidente en la región: desde la segunda guerra de Irak hasta la invasión de EE.UU. en Afganistán, el derrocamiento del general Gadafi en Libia y la actual carnicería que vive el pueblo sirio, enfrentado en una guerra civil cuyos bandos reciben apoyo extranjero.
Tampoco se equivocan quienes señalan al acuerdo secreto Sykes-Picot como un motivo histórico y político de la desestabilidad de Oriente Medio. Se trata, de hecho, de una de las reivindicaciones del Estado Islámico. Firmado entre Inglaterra y Francia en la Primera Guerra Mundial tras la caída del Imperio otomano, el acuerdo Sykes-Picot prometía el reconocimiento de un gran Estado Árabe al mismo tiempo que trazaba fronteras que no respetaban la identidad de sus habitantes y delimitaba zonas de influencia francesa, inglesa y rusa.
Hay también quienes aprovechan la situación para mirar mil años atrás y condenar a Occidente por las cruzadas. El modo de vida occidental contemporáneo fomenta y favorece la autocrítica, así como el respeto y la valoración de la diferencia: “Islam es una religión de paz y amor”, es una frase repetida los últimos días con el noble fin de evitar la estigmatización de la comunidad musulmana. Esto es loable.
Pero ISIS no piensa de esta manera y se ha declarado califato, ha implementado la medieval ley sharia y lanzado una yihad expansiva a nombre de la muerte. Sus integrantes han declarado constantemente la voluntad de exterminar las democracias, las religiones y a los islámicos que no acepten su forma de interpretar el Corán. Sus principales víctimas son los propios islámicos que ataca militar y espiritualmente, al ponerlos a elegir entre la radicalización o la herejía. Se estima que hasta treinta mil combatientes extranjeros se han unido a sus filas. La cifra de adhesiones creció el 80% en el último año, desde que Abu Bakr al-Baghdadi se autoproclamara califa e imán de todos los musulmanes en la gran mezquita de Mosul.
Pero, ¿cómo reconocer que un león es un león por dentro?
Si bien es cierto que ISIS representa un fracaso de la política exterior de Europa y EE.UU., el ataque a París pone en evidencia varios fracasos al interior de la República francesa. El modelo francés de integración y la educación nacional están en la mira y esto es doloroso. Durante los últimos veinte años de gobiernos de derecha, los inmigrantes naturalizados siguieron recibiendo los envidiables beneficios de la República: salud universal, educación gratuita, derecho al paro, protección social, subsidios a la natalidad. Cualquier colombiano que pidiera esto en su país sería llamado mamerto, comunista, sinvergüenza. Pero tal parece que ni estos beneficios bastan para tejer lazos sociales en un Estado. Es necesario un mayor esfuerzo político y una honda reflexión humanista, sobre todo cuando la integración no forma parte de las prioridades de una comunidad de inmigrantes, cualquiera que sea su origen.