CAÍDO DEL ZARZO
NO NOS MOVERÁN
Elkin Obregón S.
Un centinela queda frente al edificio, emboscado en la sombra. Los demás entramos. La habitación, al final de un pasillo, es discreta y pequeña; sobre la mesilla de centro, una lámpara con pantalla mitiga la penumbra; hay también una botella de vino, y unas copas. En voz baja, pero firme, pronunciamos nuestro lema; al unísono, como debe ser.
Después se da paso al orden del día. Juan Gabriel lee una ponencia en la que muestra a Walt Disney como precursor de nuestros acosos: puso a hablar a los animales. Todos aprobamos con nuestro silencio. El más letrado de nosotros recita un poema de Borges, Los conjurados, y enfatiza un verso: “… Han resuelto olvidar sus diferencias y acentuar sus afinidades”. Breves sonrisas de asentimiento.
Una pausa para beber una copa de vino; el efecto es visible, acrecienta la calidez del recinto, y afirma nuestra fe, nuestra hermandad. A continuación Gabriel pasa algunos videos en un televisor de catorce pulgadas. Películas viejas, que hemos visto muchas veces, y nunca nos cansan. En una de ellas un hombre embozado da la orden de marcha a un cochero de pértiga; en otra, una dama joven y bien acompañada se roba por un instante la atención de la cámara.
En esas estamos cuando una llamada de celular nos interrumpe. Es nuestro espía de abajo, anunciándonos la llegada de tres sujetos de sospechoso aspecto, presididos por un hombre en silla de ruedas; ya franquearon la puerta, y se dirigen al ascensor. Muy pronto estarán aquí. Recogemos a toda prisa las evidencias, apagamos la luz, y en perfecta fila india (siempre prevemos eventuales intromisiones), salimos por la ventana de atrás. Bajamos la escalera de incendios, y desembocamos en el callejón de los fondos, protegidos por las sombras; la maniobra ha sido rápida, de nuevo estamos a salvo. Habrá tiempo para acordar un nuevo punto de encuentro, pues volver a este sería correr un riesgo más que temerario.
Antes de dispersarnos, repetimos nuestra consigna. Gabriel y yo vivimos cerca, así que nos vamos juntos; hacemos escala en un bar, repleto de parroquianos que no nos prestan atención. Pedimos dos aguardientes, y una tapa de crispetas. Con un fondo de bolero cubano, Gabriel me dice que, en su opinión, Joselito fue mejor que Belmonte. Disiento, y pedimos otra tanda; a veces es bueno no olvidar nuestras diferencias. No nos moverán.