Hasta los últimos días del siglo XIX Medellín fue un reino de caminantes, jinetes y carruajes. Así se llegaba o se salía de la ciudad y así se movía la gente por sus calles; con ayuda de las propias piernas o en algún tipo de cabalgadura. A pesar de que en muchas partes del mundo ya había entrado en uso el automóvil a gasolina y el tren a vapor, Medellín era pedestre y silencioso en asuntos de vehículos motorizados y, entre el clima lluvioso y la topografía de montañas, los caminos no tanto se recorrían sino que se padecían.
En cuestión de vías de tránsito no es posible encontrar alguien que se refiera a ellas de manera positiva, salvo en la primeras crónicas de los españoles. Así como los peninsulares del grupo de Jorge Robledo impresionaron a los aburráes con sus caballos, también ellos se vieron impresionados por caminos que los exploradores españoles de la zona de Santa Elena y oriente compararon con los del Cuzco. Juzgando que la civilización que los había construido sería quizá demasiado numerosa para enfrentarla en esa oportunidad, Robledo decidió seguir hacia el norte para pasar de nuevo al valle del río Cauca.
Pero caminos como los hechos por los indígenas, anchos y de piedra, no se volvieron a construir por estas tierras, lo que se usaba eran trochas que se llenaban de pantano en los meses de lluvia y que al secarse apenas permitían una pisada cómoda. Los locales parecían resignarse a esas condiciones y no suelen referirse a ese detalle en sus crónicas de aquel siglo, pero a los extranjeros, que venían de navegar por el Magdalena hasta la población de Nare, era lo primero que les llamaba la atención. Los que viajaron por el río antes de 1850 en bongos arrastrados por bogas quizá lo asumían con cierto estoicismo, pero a partir de aquella fecha, cuando el viaje en barco de vapor era realmente confortable, se quejaban de inmediato.
“Al principio del siglo –dice Frederich von Schenk, en sus Viajes por Antioquia en 1880– existió solamente un camino en pésimas condiciones que llevaba a Medellín, y que arrancó en Juntas, una bodega y fonda ya olvidada, y se encontraba en la confluencia del río Samaná con el Nare y seguía por Canoas, Guatapé y El Peñol: El actual camino que arranca desde Nare, pasa por Canoas, y desde aquí toma una dirección más hacia el sur, entre en el hermoso valle de San Carlos, y deja Guatapé a la derecha. Pero también este camino, por el cual llegué a Medellín en 7 días de viaje a caballo (inclusive un día de descanso en El Peñol), es sencillamente espantoso”.
Para salvar las dificultades de esos caminos las mulas mostraron tener la pisada más segura, pues el caballo, aunque más elegante, se desesperaba en los fangales y terminaba por enterrarse aún más. Sin embargo, no solo eran las mulas las protagonistas del camino, también estaban los bueyes. El francés Charles Saffray dejó testimonio de estas cabalgaduras en su Viaje a Nueva Granada en 1860: “(…) jamás hubiera creído que el buey, tan pesado en apariencia, fuera mejor montura que el mulo en caminos llenos de barrancos, fangosos, obstruidos por raíces, troncos y rocas, cortados por torrentes y bordeados por precipicios. Sin embargo, nada tan seguro como el buey; no siendo cuestión de prisa, sino de llegar sano y salvo, el animal sale de un mal paso allí donde la mula más diestra y vigorosa, perdería pie o se hundiría. Al llegar a un sitio por donde el buey no puede pasar, es preciso dejarse conducir”.
La última palabra de la cita de Saffray se refiere a una costumbre de la que ya Humboldt se había quejado y era el que un hombre llevara a espaldas a otro como si fuera bestia de carga. El viajero francés asocia el camino real a los caminantes, las comunicaciones cortas al caballo y las trochas a los conductores: “Nunca he viajado de una manera tan desagradable; más valdría ir por su propio pie; pero al que no tiene costumbre de recorrer aquellos senderos, le es imposible andar. Sentado sobre la sillita que el conductor lleva al hombro, hay momentos en que vuestra vida y la suya dependen de la inmovilidad; en aquellos momentos no sois más que una maleta o un fardo, y debéis parecerlo así; si el conductor da un paso en falso y os deja caer en el agua, en el cieno o en la piedras, no es responsable de la averías”.
Pero las penurias de la prueba que les significaba a los viajeros ese camino de al menos una semana desde el Magdalena, se desvanecían sin excepción cuando llegaban al alto de Santa Elena. La profunda hondonada llena de luz y la ciudad en ese entonces concentrada en la parte baja de la quebrada que se abría a sus pies, llevó a muchos a decir que era la vista más bonita que habían presenciado jamás. El sueco Carl Agust Gosselman, en su Viaje por Colombia 1825 y 1826, describe ese paisaje: “Desde ambos costados del mirador se extendían montañas, bosques, paredes rocosas y abismos que formaban un semicírculo en intenso contraste con la uniformidad de la cordillera lejana (…). La vista empezaba a descender por las pendientes y sembrados que alcanzaban tonos de verde claro hasta llegar a los pies de las casas, alamedas y plantaciones que rodean el valle como un anfiteatro que reposa con sonrisa infantil en medio de este jardín ideal”. El autor se refiere aquí no al Valle de Aburrá en toda su extensión sino a la parte formada por la cuenca de la quebrada, en cuyos bajos se asentaba la totalidad lo que era la ciudad en aquella época. El descenso desde el alto tardaba un par de horas a caballo y las primeras casas iban a encontrarse a las orillas de la playa pedregosa que formaba la quebrada, por los lados de La Toma.
Dentro del Valle de Aburrá moverse no resultaba menos penoso. Hacia Envigado, escribe Lucio Restrepo, estaba el paso de “la asomadera, cuyos terribles barrizales hacían erizar los cabellos; el camellón del cementerio daba salida hacia el norte, y era milagro llegar al Bermejal sin desmontarse tres o cuatro veces; los pedestres no se afanaban por los malos pasos, porque saltaban las cercas, casi siempre caídas, y se iban por el llano de los Muñoz, quienes nunca llegaron a molestar a los vecinos y pasajeros”. Paradójicamente era más fácil salir de la ciudad por las escarpadas montañas de oriente que hacia el norte o hacia el sur. En la ruta a Envigado no solo estaba el paso de La Asomadera sino los de Villa Carlota, por los lados de lo que es hoy la avenida El Poblado, al norte del barrio Manila, y el de la gruta dedicada a Nuestra Señora de Lourdes, en el intercambio vial de La Aguacatala.
A mediados de los años setenta del siglo XIX la apertura de la calle Ayacucho le cambió la cara a la salida de la ciudad por el oriente. Escribe Tomás Carrasquilla que “cualquier día del año 74, se prolongó hacia arriba, obra de cuadra y media y todavía extramuros, la calle Ayacucho”, y la parte baja de la famosa quebrada comenzó a tener vida. “Un ciudadano Rave levantó por ahí una venta de billares. ‘Buenos Aires’, rezaba su letrero enorme. ¡Y tú que lo dijiste! ¡Eso fue como un sortilegio ineludible! Vecinos y no vecinos acudieron. (…) Pronto cuajó aquello como parte del encantamiento. ‘Buenos aires’, con sus alturas y sus vistas, con su rambla y sus calles adyacentes y sus vertientes a Santa Elena (…) será siempre, en este suelo andino, el paseo sin rival”.
Buenos Aires hacía honor a las hermosas vistas y ambiente sano que se tenía lejos de los pantanos y las crecientes que padecían los que moraban cerca de las vueltas del río Medellín, en predios de lo que luego sería Guayaquil, con su plaza de mercado y su estación de tren, de riberas cenagosas y malsanas en los días anteriores.
Las calles de Medellín en esa segunda mitad del siglo XIX dejaban tanto que desear como los caminos provinciales. En su Descripción de Medellín en 1870 Francisco de Paula Muñoz cuenta que estas eran “de mediana anchura, empedradas, torcidas en la parte más antigua y rectas en la reciente; de aceras estrechas e interrumpidas y, a estilo español, desaguadas por el medio”. Igual que los caminos rurales estaban sometidas a la estación climática: “Polvo en el verano, fango en el invierno, necesidad en todo tiempo, son esas vías medio urbanas del transitar constante, por donde entra y sale cuanto la gente necesita. Su tierra siempre removida por el gran arado del casco y la pezuña, de la rueda y la rastra, del jarrete y del bordón humanos (…)”, agrega Carrasquilla recordando viejos tiempos.
Si andar por allí era incómodo caminando o a caballo, más lo sería en los coches de ruedas que comenzaron a importarse de Estados Unidos y Europa. Según Luis Latorre Mendoza, “el primer vehículo que rodó por estas calles de Medellín fue una carroza que don Juan Uribe Mondragón introdujo de Jamaica en 1836. Cuando el obispo doctor Juan de la Cruz Gómez Plata hizo su entrada a esta, don Juan le envió la carroza hasta el puente de La Toma, pero en vista de las grandes dificultades del tránsito, aquel prefirió entrar a caballo. Era que las calles de esta amada villa en ese entonces, con sus empedrados en declive, con sus baches, con sus cunetas, con sus caños, se presentaban más para el tránsito de bueyes sonsoneños que para el de cristianos, y mucho menos todavía para vehículos de ruedas”.
Latorre Mendoza habla también del que fuera quizá el primer transporte público de la ciudad: “En 1872 empezó a funcionar el coche de un señor Morales. Por el norte iba hasta el Cementerio de San Pedro; por el sur, hasta el puente de Guayaquil; por occidente, al de la Alameda, y por oriente, hasta la plaza de Félix de Restrepo (hoy Plazuela San Ignacio)”. Se trataba pues de una especie de taxi colectivo que en dos ejes nortesur y oriente-occidente replicaba los desplazamientos más comunes y corrientes de la gente de la villa.
En ese entonces, relata Lisandro Ochoa, “las calles centrales de Medellín estaban pavimentadas con pedruscos, con exagerado declive al centro por el cual corrían los desagües de algunas casas. Cuando se comenzó a arreglar el piso con piedras más menudas y en forma ovalada, y con menos declive las aceras, también se fue arreglando el piso de los caminos y como es de suponer, se mejoró el servicio de transportes”. Varias personas adineradas adquirieron coches de lujo para uso personal, cuenta el autor, como es el caso del que importó de Francia Pastor Restrepo, que después pasó a ser de alquiler en manos de “Juan Cochero”. Cuenta el cronista que los coches americanos mostraron un mejor desempeño en estas calles por lo livianos, entre ellos la famosa “berlina de Hill”, propiedad de un jamaiquino. Para ese momento, es sabido que ya se construían en Medellín carros de varios tipos que engrosaban la oferta de alquiler para la comodidad de los ciudadanos.
Del caballo, pues, como dice Enrique Echavarría, se pasó “a los coches de Pedro Antonio Echeverri y de Papa. Coches sui generis; eran una especialidad de fabricación rara; parecían patentados exclusivamente para Medellín; los arneses tenían más lazos que correas; las llantas de hierro sonaban terriblemente sobre los empedrados; casi ni dejaban conversar”. Con el caballo como medio de transporte, ya fuera como montura singular o como tiro, siempre se tenía esa molesta contradicción entre lo que los ciudadanos deseosos de modernidad querían obtener y lo que el carro de bestia y los caminos podían proporcionar. Las costumbres, cada vez más citadinas, no se correspondían a los barrizales que se formaban y a esos ruidos de ruedas duras de los carruajes. De ahí que la carga llevada antes a rastras evolucionara a las carretas tiradas por mulas, y que fuera comprensible que las personas quisieran también algo del confort incorporado ya en los referentes europeos.
El lujo que algunos de los habitantes de Medellín se podían procurar en cuestión de transporte estaba muy lejano a lo que sus calles permitían. No es de extrañar que gracias al estado de las mismas los potros, encargados a Bogotá por don Coriolano Amador en 1892 para que tiraran de un lujoso coche importado de París para la boda de su hijo José María con Sofía Llano, se rancharan en las esquinas. Según cuenta Echavarría, unos mozos contratados tuvieron que tomarlos de las bridas para que accedieran a doblar en las esquinas durante el recorrido el día de la ceremonia.
A pesar de las vías los medellinenses insistían en mejorar los vehículos. En cuestión de transporte público el señor Modesto Molina tuvo un emprendimiento en el ramo con el nombre de La Diligencia. Se trataba de un carruaje principal al que complementaba una flotilla de tres vagones para el transporte de pasajeros, además de varias carretillas de carga. Según Lisandro Ochoa, a “la Diligencia la arrastraban cuatro mulas, las cuales se reponían cada dos leguas; estaba montada sobre cuatro gruesas ruedas de madera guarnecidas con hierro de una por tres y media pulgadas; forrada por dentro y por fuera de vaqueta sin pintar y en lugar de resortes tenía unas correas dobles que le daban un movimiento de “columpio”. Los equipajes se llevaban en la parte de atrás en un espacio en forma de maleta. Tenía también La Diligencia un segundo piso, cuyos asientos eran protegidos por barandas; se le llamaba El Imperial y los pasajeros que preferían dicho sitio estaban expuestos al sol y a la lluvia. Ya podremos imaginarnos cómo eran de agradables y rápidos los paseos y transportes en tales vehículos que carecían de resortes y amortiguadores que nos defendieran de los baches y demás deficiencias de nuestras primitivas calles y carreras”. La Diligencia hacía el viaje Medellín-Barbosa sobre la nueva carretera construida por el doctor Pedro Justo Berrío.