Número 71, noviembre 2015

El holocausto sin eufemismos
Eduardo Escobar. Ilustración: Alejandra Congote
 

Historia ilustrada de Colombia
Ilustración: Alejandra Congote
Fig.1   Del fin hasta el fin
 

En la remembranza del desastre que desencadenaron a sangre y fuego los pandilleros del M19 en el Palacio de Justicia hace treinta años, los medios agotaron los testimonios de los afortunados sobrevivientes, las declaraciones amargas de los generales implicados y las protestas dolientes de los familiares de los desaparecidos en la catástrofe. Belisario Betancur pidió perdón por los errores que hubiere cometido. Y el presidente, en nombre del Estado, por cumplirle a una corte internacional.

Hubo pocas novedades en el redescubrimiento de la hecatombe. Que, sobre todo, contribuyó a aumentar la perplejidad. Pasé horas frente al televisor lleno de asco y de tristeza por la estulticia del país que me tocó vivir arrevesado y cruel, tratando de extraer una pizca de verdad. Pero el humo era tanto, el cañoneo, las llamaradas y el palabrerío y tantos los sentimientos encontrados, que al fin quedé en las mismas, sin entender gran cosa. Cándido que es uno. Esperar ahora claridad en esas aguas turbias, cuando en treinta años ha sido imposible desenredar la madeja y ni siquiera hemos podido encontrar la punta del hilo a través de una cadena de fiscales, uno más cómico que otro.

Un periodista de la izquierda exquisita de enorme nariz y anchas trastiendas, que suele rechinar los dientes en todo cuanto se refiere a las fuerzas armadas, dijo que la toma la habían inducido con mucha probabilidad los militares para vengarse de las cortes que odiaban; un magistrado, que los muertos los hizo el ejército; otro, que un bestial Almarales, uno de los comandantes de la horda, fusiló a los rehenes arrodillados en un baño, y que él fue empujado escaleras abajo a las patadas por una heroica guerrillera mientras se hacía el muerto y trataba de encontrar en el desorden su pierna postiza. Y otro, en fin, que los guerrilleros solo querían dialogar. Pero un ministro de Estado de la época dijo que no es cierto, que los guerrilleros se negaron a hablar y cortaron las comunicaciones, ni me llamen que no contesto, dijo el líder, porque aspiraban a tomarse el poder y a la desmesura de enjuiciar al presidente, en su delirio de arrogancia. Aquí nos vamos a morir todos, dicen que dijo. La antigua estupidez altisonante se la escuché a Chávez más tarde: seremos libres o la bandera de la patria ondeará sobre unas ruinas. Y alguien volvió sobre el cuento ya rancio del golpe de Estado y de la reducción del ejecutivo a la impotencia. Y alguien más repitió la fábula de que los guerrilleros le estaban haciendo un mandado a Pablo Escobar. Es posible. Carecían de escrúpulos. Lo habían demostrado cien veces. Con las cárceles del pueblo donde enterraban vivas a sus víctimas. Con el asesinato de José Raquel Mercado sometido a un juicio irrisorio, ejecutado y arrojado en una calle bogotana en una bolsa de basura. Con la muerte inicua de doña Gloria Lara. Cesó la horrible noche. Canta el himno. Mentiras. Las noches se suceden, una detrás de la otra. Y de noche en noche se escribe la historia de Colombia hasta hoy.

Y sin embargo, digo, nadie recordó el germen de la catástrofe, nadie trajo a la memoria a uno de los protagonistas principales del llamado holocausto: a Carlos Lleras Restrepo, a quien un escritor amigo mío llamó “poeta de la acción” durante la botadura del buque escuela Gloria, lo que le valió que sus amigos lo expulsáramos del nadaísmo. Lleras era como era. El último animal político de la llamada violencia liberal-conservadora, uno que arrastró hasta la muerte todos los vicios de su juventud pendenciera, después de azuzar la violencia entre los campesinos liberales engañándolos con discursos y comunicados y promesas de armas y ayudas medicinales. Y cuando el agua subió de punto, como cuenta Eduardo Franco Isaza en su memoria de las guerrillas de los llanos, corrió al exilio diciendo: ni autorizamos ni desautorizamos la guerra, pero díganle a esos muchachos que estamos de corazón con ellos. Y desapareció. Y después, durante el Frente Nacional, dejó de fumar y guardó el revólver de siempre en su mesa de noche y se bajó del sombrero, esa prenda fatal para los pícnicos porque los hace parecer más pequeños. Remache, lo llamaban sus malquerientes. A pesar de sus ínfulas de impulsivo sin desbravar. Y del cómico talante napoleónico. Siempre de berrinche en berrinche. Algunos dicen que fue un patricio liberal, pero yo pienso que fue un demonio tan malo como su adversario Laureano Gómez, a quien la historia le regaló el remoquete del Monstruo. Que harían bien en compartir.

 

Tal vez nada hubiera ocurrido, o hubieran ocurrido otras cosas, mejores o peores, nadie sabe, sin el delito electoral que cometió el político bogotano en las elecciones que enfrentaron a un sonriente Misael Pastrana y a un senil Rojas Pinilla, y que él corrompió a mansalva, alterando las urnas a última hora y mandando a dormir a los colombianos por reloj, para entregarle el poder con perfecta impunidad al opaco político conservador. Uno, dicho sea de paso, que se hizo al amparo de doña Berta Hernández de Ospina Pérez, una paisa aguerrida, una folclórica cultivadora de frases célebres y de orquídeas raras, de donde debieron venirle a Pastrana sus ínfulas de ecólogo de coctel.

El fraude de Lleras atestiguado por sus cómplices en el crimen contra la democracia, explicado por el llamado Tigrillo Noriega, cuando ya era tarde, y reseñado en extenso en El libro rojo de Rojas, un esperpento ilegible, fruto del oportunismo de los nadaístas caleños Jotamario Arbeláez y Elmo Valencia, el fraude de Lleras, digo, envalentonó a la cuadrilla de cocacolos del M19, pues los dejó convencidos para siempre del aserto del padre Camilo Torres que repetía una frase que hizo carrera: el que escruta, elige. Y le acarreó al país innumerables infortunios. El infausto mandato upaquizador de Pastrana, primero. Y luego la herencia de su hijo, que sin otros méritos que ninguno, apoyado en la maquinaria del partido de papi, fue senador, y el más torpe de los alcaldes en el registro de los torpes alcaldes bogotanos, pues destruyó un montón de obras históricas como la avenida Caracas que diseñó Karl Brunner para que Bogotá se pareciera a Berlín, y construyó cosas como el bendito puente de la calle 92 que ha sido hasta hoy una trampa para automovilistas. Y al fin se sentó sin rubor en ese taburete viejo que llamamos el solio de Bolívar, transitoriamente, digo, pues después de posesionarse, se levantó y se fue a gastar el mandato reeditando la vocación turística de su padre. Y humillado por Tirofijo, montó unas conversaciones de paz que convirtieron el Caguán en un sainete, a donde fueron todos los bufones y los saltimbanquis de la república con sus charangos y hasta los piratas de Wall Street, mientras él, Pastrana, consumía millas aéreas, saltando entre las cortes europeas en el papel del besamanero, para enriquecer el álbum familiar con la iconografía. Recuerden ustedes. Hasta hizo de cicerone de los comandantes farianos por los países de la Europa hiperbórea, tratando de convencerlos de que resultaba mucho mejor que el ruin bolcheviquismo de Lenin el socialismo de la monárquica Noruega. Y así, de bote en bote y de aeropuerto en aeropuerto, al niño acabó por hipertrofiársele la vanidad, hasta la fecha, cuando con asiduidad desvergonzada sigue mimando el rol del conductor de masas y del estadista. Escribiendo cartas y mostrándole los dientes de conejo de la suerte a Nicolás Maduro. Pero me voy de la lengua. Es que me resulta tan repelente Andrés Pastrana que no aguanto las ganas de obviar el lirismo que me caracteriza para convertirme, cuando lo veo, en el ponzoñoso panfletista que siempre quise ser en el fondo de mi amargura.

El trampantojo de Lleras no salvó al país del decrépito general que corría las plazas blandiendo yucas en las jetas de sus descamisados. Sus ávidos nietos se colaron de todos modos en la vida política con el desempeño de todos sabido. Y asaltaron las arcas de la alcaldía bogotana. Y burlan la justicia como les da la gana. La artimaña sembró el país de latrocinios, para empezar. Y avivó los desórdenes y las tragedias. Que desembocaron en el horror del Palacio de Justicia, cuando se retaron la estupidez y la brutalidad. Así lo había decidido uno que sus publicistas graduaron de comandante Papito. E invistieron con un sombrero de jipijapa. O de pipiripao, ya no sé. Me acuerdo cuando me asomé a la Plaza de Bolívar después de la hecatombe. Se olía el miedo. Había un aire oscuro que llegaba hasta el cielo. Y las palomas temblaban en las cornisas de la catedral bogotana. Dicen que jamás se asientan sobre el nuevo palacio de justicia.

El Dios bíblico cobraba en los nietos los pecados de los abuelos. Y así sigue pasando. Tal cual. Hasta hoy. Cuando vivimos bajo una democracia de nietos. El nieto de Lleras, los nietos del general, los nietos de Laureano Gómez y los sobrinos nietos de Eduardo Santos, que fue horro. Porque los nietos de doña Berta, son otra triste historia. UC

 
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