Tal vez nada hubiera ocurrido, o hubieran ocurrido otras cosas, mejores o peores, nadie sabe, sin el delito electoral que cometió el político bogotano en las elecciones que enfrentaron a un sonriente Misael Pastrana y a un senil Rojas Pinilla, y que él corrompió a mansalva, alterando las urnas a última hora y mandando a dormir a los colombianos por reloj, para entregarle el poder con perfecta impunidad al opaco político conservador. Uno, dicho sea de paso, que se hizo al amparo de doña Berta Hernández de Ospina Pérez, una paisa aguerrida, una folclórica cultivadora de frases célebres y de orquídeas raras, de donde debieron venirle a Pastrana sus ínfulas de ecólogo de coctel.
El fraude de Lleras atestiguado por sus cómplices en el crimen contra la democracia, explicado por el llamado Tigrillo Noriega, cuando ya era tarde, y reseñado en extenso en El libro rojo de Rojas, un esperpento ilegible, fruto del oportunismo de los nadaístas caleños Jotamario Arbeláez y Elmo Valencia, el fraude de Lleras, digo, envalentonó a la cuadrilla de cocacolos del M19, pues los dejó convencidos para siempre del aserto del padre Camilo Torres que repetía una frase que hizo carrera: el que escruta, elige. Y le acarreó al país innumerables infortunios. El infausto mandato upaquizador de Pastrana, primero. Y luego la herencia de su hijo, que sin otros méritos que ninguno, apoyado en la maquinaria del partido de papi, fue senador, y el más torpe de los alcaldes en el registro de los torpes alcaldes bogotanos, pues destruyó un montón de obras históricas como la avenida Caracas que diseñó Karl Brunner para que Bogotá se pareciera a Berlín, y construyó cosas como el bendito puente de la calle 92 que ha sido hasta hoy una trampa para automovilistas. Y al fin se sentó sin rubor en ese taburete viejo que llamamos el solio de Bolívar, transitoriamente, digo, pues después de posesionarse, se levantó y se fue a gastar el mandato reeditando la vocación turística de su padre. Y humillado por Tirofijo, montó unas conversaciones de paz que convirtieron el Caguán en un sainete, a donde fueron todos los bufones y los saltimbanquis de la república con sus charangos y hasta los piratas de Wall Street, mientras él, Pastrana, consumía millas aéreas, saltando entre las cortes europeas en el papel del besamanero, para enriquecer el álbum familiar con la iconografía. Recuerden ustedes. Hasta hizo de cicerone de los comandantes farianos por los países de la Europa hiperbórea, tratando de convencerlos de que resultaba mucho mejor que el ruin bolcheviquismo de Lenin el socialismo de la monárquica Noruega. Y así, de bote en bote y de aeropuerto en aeropuerto, al niño acabó por hipertrofiársele la vanidad, hasta la fecha, cuando con asiduidad desvergonzada sigue mimando el rol del conductor de masas y del estadista. Escribiendo cartas y mostrándole los dientes de conejo de la suerte a Nicolás Maduro. Pero me voy de la lengua. Es que me resulta tan repelente Andrés Pastrana que no aguanto las ganas de obviar el lirismo que me caracteriza para convertirme, cuando lo veo, en el ponzoñoso panfletista que siempre quise ser en el fondo de mi amargura.
El trampantojo de Lleras no salvó al país del decrépito general que corría las plazas blandiendo yucas en las jetas de sus descamisados. Sus ávidos nietos se colaron de todos modos en la vida política con el desempeño de todos sabido. Y asaltaron las arcas de la alcaldía bogotana. Y burlan la justicia como les da la gana. La artimaña sembró el país de latrocinios, para empezar. Y avivó los desórdenes y las tragedias. Que desembocaron en el horror del Palacio de Justicia, cuando se retaron la estupidez y la brutalidad. Así lo había decidido uno que sus publicistas graduaron de comandante Papito. E invistieron con un sombrero de jipijapa. O de pipiripao, ya no sé. Me acuerdo cuando me asomé a la Plaza de Bolívar después de la hecatombe. Se olía el miedo. Había un aire oscuro que llegaba hasta el cielo. Y las palomas temblaban en las cornisas de la catedral bogotana. Dicen que jamás se asientan sobre el nuevo palacio de justicia.
El Dios bíblico cobraba en los nietos los pecados de los abuelos. Y así sigue pasando. Tal cual. Hasta hoy. Cuando vivimos bajo una democracia de nietos. El nieto de Lleras, los nietos del general, los nietos de Laureano Gómez y los sobrinos nietos de Eduardo Santos, que fue horro. Porque los nietos de doña Berta, son otra triste historia.