La decimoprimera fue un sofá en Midwood. Al principio pensé que era una oferta generosa. Ahora solo recuerdo los excesos de vodka y piscolas.
La decimosegunda fue en Washington Heights. Fruta en la mañana y la revelación de los libros que querían mostrarme mi rostro en todas sus dimensiones.
De la trece prefiero no acordarme.
Fue en la catorce en la que comencé a sentir envidia. Abría los ojos y pensaba que era mía, que lo había logrado, que había reconquistado un espacio solo para mí. Luego me daba cuenta de que era prestado y bajaba la mirada decepcionada.
La quince fue acogedora y ratificó mi necesidad de soledad. La de la felicidad y la escritura a mano. También fue la del ritual de leerme, antes de dormir, oráculos en donde proyectaba todo eso que deseaba y que esperaba encontrar pronto.
La dieciséis iba a ser solo por un tiempo y se convirtió en compañera por cuatro meses. Y en realidad no era una cama sino un futón. Aprendí a vivir en medio de una sala, inventándome puertas y paredes invisibles que al principio no supe levantar. Aprendí a no tener casa, o mejor, a hacer de mí misma una casa, llevándome en la espalda las maletas, las heridas, el silencio y las rutinas de un tiempo en el que no me permití sentir. Ni parar, ni llorar, ni respirar porque, dice el I Ching, “no detenerse jamás en medio del peligro”. Dormía cuatro horas en las noches y luego tomaba una siesta de dos horas en un sillón en la biblioteca. Escribí parte de mi libro y descubrí que no hay nada mejor que perderlo todo e inventarse otra vez y otra y otra hasta que salgan nuevas líneas en las manos. La extraña constancia del masoquista. A veces, cuando todo me daba miedo, me subía sobre el futón e imaginaba que nada podía llegar hasta allí porque, de todos los lugares en el universo, ese era el único enteramente mío, así fuera prestado.
La diecisiete fue otro futón en Chicago.
La dieciocho otro futón en Ann Arbor. Allí vi los espejos
La diecinueve fue prestada y me hizo redescubrir la maravilla de tener una puerta. Para encerrarme. Y ver películas de Jarmusch a todo volumen. E imaginarme dobles de Europa Oriental que van por la vida rechazando vestidos y regalos.
La veinte fue la que espero sea por mucho más tiempo. Cómoda y mía. Mía. Mía. Allí me di cuenta de las muchas maneras en las que hacía de mi camino un zigzag mareador y culebrero que me dejaba los tobillos torcidos.
La veintiuna fue en otra Bogotá distinta a la que visité hace un año. Y me trajo sueños larguísimos con historias aburridas que se parecen más a la vida misma que a las pesadillas que antes tenía en esa misma cama, y que me hacían levantar sonámbula a gritar por toda la casa despertando a mis padres y a mi hermana.
La veintidós, cerca al mar.