"¡Sicarios!”, “¡lavaperros de Pablo!”, era lo que gritaban algunos de los cuatro mil salseros reunidos el 28 de diciembre de 1991 en el Teatro Los Cristales. Con esos insultos, que por esa época y en ese lugar significaban casi sentencias de muerte, trataban de aliviar la amargura que les causaba lo inminente.
Durante tres horas, ocho orquestas jóvenes se habían enfrentado a punta de timbal, cobres y cuero, y al final dos empataron en el primer lugar, entre ellas Pachanga, la única forastera. El jurado, presidido por la legendaria Amparo Arrebato, resolvió entonces que cada una tocara una pieza más para salir de dudas.
La otra orquesta interpretó muy bien una popular canción ajena, bastante pegajosa, y revivió las esperanzas locales. En cambio, Pachanga tomó la temeraria decisión de batirse con La profecía, una composición propia absolutamente desconocida para cualquiera pero incubada en sus intestinos salseros. Y las ganas con que la tocaron, esa fuerza convencida, hicieron la diferencia. La multitud, pese a estar obviamente inclinada por los de su región, premió con aplausos la calidad de los doce pelaos de Medellín, salvo aquellos infelices que con sus alaridos insinuaban que el cartel de Escobar había comprado el concurso.
Quedó para la historia que Pachanga, una agrupación brotada de los barrios y dedicada a hacerle honores al sabor, se coronó como la Mejor Orquesta Joven de la Feria de Cali, ciudad reconocida nada más y nada menos que como la Capital Mundial de la Salsa.
Una banda juvenil
Pachanga Orquesta nació en los tiempos más oscuros de Medellín, aquellos en que su siempre amenazado futuro se dio por perdido.
Pero como es más que suficiente lo que se ha discutido, hablado, escrito, conversado e inventado acerca de lo que sufrimos en esta ciudad entre los años ochenta y noventa del pasado siglo, dejemos de lado los carrobombas de la mafia, los secuestros guerrilleros, los asesinatos de candidatos, las masacres paramilitares, el exterminio de la UP, los reclutamientos urbanos, la plaga de pistoleros a sueldo, el incendio del Palacio de Justicia y etcétera, para concentrarnos en lo que en agosto de 1990 delataba Alonso Salazar en su oportuno libro No nacimos pa semilla: “Vivimos en una ciudad en guerra donde (…) los protagonistas son los jóvenes. Ellos son los que matan y mueren”.
Así era. La guerra nos confundió a todos. La cruel realidad nos explotó en las narices y nadie atinaba a dar ni con las razones ni con las soluciones. Y mientras lo que apestaba en el país hedía peor en Medellín, los muchachos de Pachanga crecían en barrios donde la violencia era dueña y señora, y acaparaba las oportunidades de ser alguien.
De Manrique y Aranjuez llegaron Tito, Édgar y Albeiro a la Corporación Región —una ONG que fundamos un grupo de universitarios para tratar de entender lo que nos azotaba—. Venían a contarnos que estaban armando una orquesta de salsa con otros parceros de esas comunas y que necesitaban un empujón para salir a mostrar lo que, en sus palabras, tenían: Salsa de Medallo para el mundo entero.
Para esa juventud enredada por tener que hacerse adulta en el más deteriorado de los teatros, la salsa resultó ser un refugio y un símbolo de otra ciudad, una ciudad sombría y paradójica, muy diferente a la Tacita de plata en la que prosperaron sus viejos. Al ritmo de la salsa muchos se destetaron de su origen y se conectaron a su manera con el mundo que está más allá de las montañas, a la vez que comprendían, aunque a la brava, que una ciudad con severos compliques latía bajo sus pies.
Ellos tres ya habían pregonado el sabor por las calles, en huelgas, convites y marchas. Incluso en el festival de teatro de Manizales habían tocado y en las fiestas municipales de Segovia, donde llegaron un día después de que se la tomara el ELN y todavía ardían las cenizas del comando de policía. Ahora estaban dedicados a soñar con una banda grande y para eso reclutaron a Fredy Grisales, hijo de tigre, y en su casa ensayaban con los instrumentos que les prestaba su papá. Hasta allá, por quince largas y empinadísimas cuadras, cargaban el pesado órgano Thomas que la mamá de Hárold compró de segunda en su iglesia, y hasta allá llegaban los reclutados en otros barrios a montar las canciones de Tito y los temas que adoraban, y oían día y noche en Latina Stereo, la emisora que un iluminado inventó para que pudieran traquiar todos los radios con la música que ocupaba el corazón de las mayorías, en tiempos en que un elepé valía un ojo de la cara.
Y hasta allá fuimos la Mona y yo para ayudarles y de carambola salimos favorecidos, pues sintiendo los ánimos con los que ensayaban esos unidos por la fe en la salsa, haciéndose los locos con la calentura que los rodeaba, nos sacudimos un poco esa retórica de la Corporación que rezaba cosas como: “Solo descubriendo la raíz social que da origen a las conductas sociales es posible proponer acciones que realmente incidan de conjunto en la problemática”.
¿Conductas sociales? ¿Acciones que realmente incidan? Pachanga era la prueba evidente, sin rodeos, de que existían caminos para oponerse a la violencia. Esos muchachos militaban en una banda juvenil muy distinta. Eran felices contra la adversidad. Cantaban “y si me amarran los pies, con las manos bailaré / Si me amarran todo el cuerpo, bailaré en mi pensamiento”. Eran la resistencia.