Lo primero es desmenuzar el moño hasta dejar un oloroso ripio uniforme; se recomienda usar tijeras, rascador o las uñas gomosas como instrumento. Luego, con delicadeza, se distribuye la hierba, sin palos ni pepas, sobre el papel, se dobla hasta lograr una diminuta batea para ir comprimiendo la picadura con una presión firme entre pulgares e índices, y poco a poco se logra la forma del cigarro. Los pulgares en posición horizontal deben abarcar toda la longitud del futuro bareto para lograr una estructura uniforme, sin protuberancias. Entonces es el momento del apretón definitivo, de ayudar a dos de las puntas del papel a cubrir la picadura y dar el pequeño toque, el giro del curtido operario que el aprendiz mira con asombro. Al final no queda más que mantener la presión, liar el resto del papel y usar la lengua sobre la pega, sin pudor, como si se tratara de sellar uno de esos viejos sobres de ribete blanco, azul y rojos. Con la punta de la lengua puede dar los últimos detalles sobre los bordes rebeldes. Luego de tres segundos de secado, el barillo está listo para el fuego.
Hubo un tiempo en que los papeles eran más escasos que la hierba. Se fumaba en papel globo, en las hojas de la biblia, en los códigos profanos de los abogados. En esos días Karoty caminaba por la calle con la mirada clavada en el piso, buscando el “papel dulce” que dejaban las cajetillas de Pielroja. Separaba la hoja liviana del papel aluminio y guardaba sus hallazgos como si fueran pergaminos. Conocía bien el suelo del Centro de Medellín por su trabajo como ventero en La Playa, en La Oriental y en Junín: extender el trapo, organizar las artesanías, recoger el trapo, convertirlo en saco y caminar. Los papeles eran apenas un negocio menor y un gusto para su paladar. Comenzaban los años ochenta y Karoty ya tenía su kilometraje al lado de Carolo, lo que queda del cerebro de Ancón, y otros socios fundadores de la secta humeante en Medellín.
Lo espío desde una esquina del Centro Comercial Medellín, contiguo a la Minorista. Su local es un pequeño cubículo forrado con leyendas, consejos, consignas, marcas de papeles y calcomanías varias. Arriba, en la cornisa de su almacén, un estribillo acompaña el letrero de “Aquí es Karoty”: “Cómo fue que, qué fue que”. Leo con dificultad el trabalenguas. Los clientes más jóvenes paran, preguntan, les brillan los ojos, pagan y se van. Los habituales del centro comercial le sueltan una frase, le ofrecen el puño a manera de saludo, le tiran un chiste sobre el mostrador, le dejan oler el aroma de un caldo del restaurante a la vuelta de su local. Me presento como reportero de Universo Centro y Karoty suelta la primera carcajada. No sé si es burla o temprana amabilidad. Le pregunto si conoce el periódico: “Quién no lo va conocer aquí en el Centro, el que no sepa qué es Universo Centro está perdido”.
Le cuento mis intenciones: vengo en busca de la biblia de los papeles en Medellín, del hombre que lleva cerca de treinta años dando de armar al que tiene una mota en el bolsillo, al que lleva una bolsa en la mochila, al que tiene una paca en un garaje, al que espera un camión en un parqueadero. “Esto es un machete, es que el papel es un producto que va dentro de la canasta familiar, como el maíz, el chocolate, los fríjoles”. Karoty trabaja y habla con la naturalidad de quien ejerce un comercio legal, de quien vende cuarenta referencias de papeles para fumar, candelas, bates, pipas, máquinas para armar, condones (tres por mil), cigarrillos, inciensos, chicles. Habla también con la convicción del activista cannábico y la gracia del aventurero de profesión.
A mediados de los ochenta se topó con dos amigos de Bello que tenían algunos rollos de papel para fumar. Ellos ni sabían qué tenían en la mano, pensaban más en el carrete de una registradora que en armar un porro. Karoty les compró los rollos y empezó a desenrollar contando hasta dieciocho; ahí cortaba, metía sus papeles en pequeñas bolsas y grapaba. Empezaron a buscarlo fumones de acá y de allá y se hizo “agente de comercio”: “Yo surtía en el Barrio Antioquia, madrugaba todos los días a las seis de la mañana con mi maletín. El Ñato fue el primero en vender armados en Medellín, lo mataron, era hijo de una de las Mellizas, cinco mujeres que han trabajado toda la vida allá”.
Con las primeras cajas de los importadores comenzó el negocio en serio. Al Bar Ganadero en el Centro llegó un español, Alberto Mayor Marcas, con setenta pacas de papel Smoking. Y vamos haciendo cuentas de una vez. Una paca trae 30 display con 100 paquetes cada uno y cada paquete viene con 75 papeles, de modo que una paca tiene 225.000 cueros listos para enrollar. Y manos a la obra que la gente está ansiosa en la calle. El español preguntó por el vendedor estrella de papeles en la ciudad y le señalaron a un tal Karoty. Quizá no lo convenció ese nombre extraño, heredado de un partido de fútbol de infancia y de un tronco argentino, Juan Carlos Carotti, que alineaba en el Medellín de 1970; o no le gustó la facha de vendedor ambulante de su futuro “gerente comercial”, y decidió entregarle una sola paca a quien le presentaron como un genio para enrollar. Lo demás quedó en manos de un taxista con ínfulas de millonario y de un peruano que alardeaba de sus contactos. Dos días después peruano y taxista ya le habían entregado la mercancía a Karoty, y la gente del Bar Ganadero que manejaba el papel sobrante le siguió soltando el empaque de los porros al hombre que sabía.
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En el local ya estamos echando pola, es de mañana pero la boca se seca cuando uno menos piensa. “Lo va a pegar o lo pego yo”, grita un trabajador de plaza –minorista– a manera de saludo cuando pasa por el local. Karoty suelta la segunda carcajada del día, echa el cuerpo hacia atrás y muestra la muela del desjuicio. Esa risa resuena en el Centro Comercial Medellín desde el 17 de enero de 1989. La alcaldía de Juan Gómez Martínez reubicó a algunos venteros del Centro, que se convirtieron en propietarios y almas en pena: “Nos íbamos a enloquecer, esto parecía un psiquiátrico, acostumbrados a caminar y ahora celando un mostrador al que no arrimaba nadie”. Karoty seguía surtiendo en Cisneros, el Centro, el Barrio y abría el local de vez en cuando para que no se oxidaran los candados. Cuando la cerveza ha ablandado cualquier recelo, mi anfitrión me lleva hasta un teléfono público en las afueras del centro comercial, descuelga la bocina, saca un bareto y le echa candela. Nos metemos bajo la cabina, y entre humos elogiamos cuatro cachorros de labrador que duermen sobre un cartón a la espera de un cliente en camioneta. Nunca me había escondido tan mal para darle tres plones a un noble barillo.