El gran payaso de la prosa moderna, el celebrado palabrero de Aracataca, dijo alguna vez, a propósito de su autobiografía a punto de publicarse, que al principio había querido llamarla Memorias falsas, porque, según sus palabras, la vida no es la que uno vivió sino la que uno recuerda para contarla.
Y bien puede ser. Porque la memoria es selectiva y en últimas nunca pasa de ser el reflejo flexible de los sucesos, los seres y las cosas, en la corriente de una conciencia inestable. A veces se parece a un museo de objetos queridos expuestos con la claridad de un orden y, a veces, a un confuso basurero de fuegos fatuos y de gases que deforman, agrandan o disminuyen los materiales de sus contemplaciones como una lupa defectuosa donde la luz se comba o se quiebra.
Las desgracias se degradan o empeoran según el humor de los tiempos, y las alegrías concedidas, de acuerdo con la calidad de la luz, también sufren transformaciones inesperadas. Si la vida es sueño, como se ha repetido mil veces desde cuando lo dijo un poeta antiguo, entonces la memoria que de esta guardamos debe ser considerada como esas sensaciones vagas del despertar, como esos sentimientos difusos que persisten, cuando abrimos los ojos, de que algo pasó sin que sepamos bien qué significa, cómo definirlo ni lo que de veras vale. Los kogui de la Sierra Nevada dicen que soñamos para no perder la costumbre de ver. Pero el mundo es tan misterioso que podría ser al contrario: tal vez vivimos y nos movemos entre las apariencias para poder ejercer la facultad de ensoñar y filtrar las sustancias que servirán de alimento a nuestros sueños, los dulces y los amargos, los de las espinosas pesadillas.
Los escrutadores del alma humana, esa noción inasible, esa compañera inevitable del embuste del ser, del mismo modo como la sombra realiza a su modo el cuerpo que la acompaña, saben que el recuerdo potencia e inhibe muchas cosas que podrían lastimarnos, porque algo en nosotros quiere protegernos del autodesprecio. Pero a veces también nos sobrevalora. Por vanidad, por arrogancia o por autocomplacencia, a fin de darnos ánimo para cuando nos falte.
Pienso en Walt Whitman que cantó las banderas de los regimientos y el redoble de los tambores de guerra, y llamó a la muerte, con ternura, su novia, con el talante de un brahmán sabedor de que todo ocurre por una necesidad de la justicia y el equilibrio, sin desesperación, lejos del horrible concepto católico que convirtió la muerte en fuga y descanso, menospreciando de paso la existencia. De cualquier modo, parece obvio que no estamos aquí para ser felices —desgraciados tampoco— sino para experimentar, para vivenciar y para testificar, en fin, quien sabe, si nos da la gana. Los espiritualistas piensan que debemos aprender ciertas habilidades, que nacemos para digerir unas esencias y pulir algunas imperfecciones, antes de emprender la siguiente ronda, hasta alcanzar la sabiduría y escapar de la rueda del samsara de los renacimientos. Para el Buda, el retorno es una pena y un agravio, en contravía de lo que pensaba en su optimismo invencible el gran poeta del imperialismo norteamericano.
Mis recuerdos del Medellín de los años del tranvía son imprecisos pero imborrables. Y no estoy seguro si debo llamarlos felices o tristes, brillantes o grises. Tal vez he vivido desde la infancia para la indiferencia, al amparo de una incierta invulnerabilidad, con una inmerecida habilidad para asumirlo todo, o casi todo, como si fuera apenas un espectador ocasional, incapaz de emitir un juicio sobre el espectáculo terrestre. Sin embargo, algunas cosas hubo en mi vida que no dejaron de asombrarme. Recuerdo la estupefacción tranquila que experimenté cuando, con un toque de envidia, vi el primer perro lamiéndose la rosada verga con serenidad filosófica en algún portal envigadeño cerca del descampado donde aterrizaban los circos. Recuerdo que en mi primera visita a un circo, allá mismo, no hice más que preguntarme por qué razón la gente se reía de los pobres payasos si tenían esas narices trágicas y ese gesto de desdicha pintado en la boca y por qué, si echaban esos chorros de lágrimas sobre el público, este batía palmas como los monos.
Un día, el de la muerte de mi tía Carmelita, que se fue dejando un reguero de huesos en el tránsito, supe, con un vano y distraído temblor, que la gente se moría sin remedio. Aunque lo acepté amparado en la conciencia precoz de que todos estábamos avocados al mismo destino. Pero fue una mañana, de jueves según me parece, después de mi primer viaje en tranvía, cuando tuve mi primera impresión del absurdo. Cuando el conductor desarmó su timón, se dio la vuelta y repuso las clavijas atrás, cambiando de frente con seriedad sacerdotal para iniciar el regreso hacia el lugar de donde había partido sin asomo de resignación, como quien cumple con un deber perentorio, quedé lelo. El absurdo habría de convertirse para mí en una costumbre después de mi primera lectura de los diarios de Kafka en las ediciones verde oliva de la argentina editorial Emecé. Aún la conservo. El colofón señala que se terminaron de imprimir en Buenos Aires el 20 de agosto de 1953 en los talleres de la compañía impresora Argentina, S.A., situada en Alsina 20-49, por lo que pueda servir el dato. Y sobre todo, me impresionaron las cualidades convertibles de las sillas de madera del tranvía que les permitían a algunos desplazarse de espaldas a su destino, como si le jugaran una broma macabra al orden natural de las cosas. Indiferentes al futuro prometido, aferrados al inseguro inconstante pasado de las cosas.
Ahora me pregunto por qué los tranvías cambiaban de frente y solo se entendían con la línea recta en vez de hacer un círculo en alguna glorieta antes de rehacer su camino. Por qué a nadie se le ocurrió inventar el tranvía escualizable, articulado, si el principio ya funcionaba bastante bien en las uniones de los vagones de los ferrocarriles. Pero entonces no me atrevía con los misterios de la mecánica. En mi recuerdo, el timonel, vestido de paño azul y con un quepis de visera de charol, cambió de frente en el Parque de Berrío, sin más, porque así funcionaban las cosas para él, y nosotros estábamos obligados a aceptarlas de ese modo si queríamos viajar en el tranvía.
Es posible que mi madre llevara un pequeño sombrero en forma de croissant, el propio de las señoras de aquellos tiempos, con un velo de hollines de punto sobre el rostro, y que yo ya estuviera incubando algunas ambiciones inverosímiles, sin decidir todavía si quería ser papa o torero. Yo no sé si mamá y yo veníamos en ese tranvía desde la Puerta Inglesa, que, si no estoy del todo equivocado, era la puerta del palacete campestre del legendario Coriolano Amador, el hombre más rico de Medellín en su tiempo, tanto que tenía la potestad de emitir billetes con su propio retrato. Muchos años más tarde supe que Coriolano, un personaje muy respetado en la casa de mi abuela porque una hermana suya, Delfina, estaba casada con un hombre que trabajaba para él, era además un hombre cruel. Que había hecho apalear al poeta Arcesio Escobar (1832-1867), un probable pariente mío, por el único pecado de haberse enamorado de la mujer del fabuloso empresario. Arcesio la asediaba con incansables serenatas de madrugada y con ringleras de versos más o menos cojos a cualquier hora. Hasta que Coriolano se hartó de él. El pobre Arcesio perdió la razón después de la zurra. Y la historia lo recuerda por un poema que le dedicó al valle de Medellín, cuando el Aburrá destrenzaba su corriente como cinta de plata enredada en las lajas y el juncal, según atestigua en la cuarta cuarteta. El poema puede leerse en Medellín en la poesía, colección recopilada por Jaime Jaramillo Escobar para la Biblioteca Básica de Medellín, financiada por el Instituto Tecnológico Metropolitano, por lo que pueda servir el dato.
En las brumas de mi memoria me parece recordar que en Medellín jamás llovía. Todos los días de los que consigo acordarme son diáfanos, bajo el toldo azul del cielo, y de un aire fácil de tragar, porque los tranvías no contaminaban. Y me parece recordar que esos mastodontes de hierro y maderas curadas llegaban todos al Parque de Berrío, escorando suavemente y traqueteando como si musitaran alguna cosa. Desde el barrio Los Ángeles, unos; y otros, desde Ecuador arriba, muy cerca de donde tenían un pequeño almacén de hilos y botones mis viejas tías Puerta, esas hermanas de mi madre que habían tenido tratos con el diablo en su juventud y que al fin se quedaron de solteronas. Y desde las cumbres, en fin, de Buenos Aires, donde yo comenzaba a crecer, en el barrio Alejandro Echavarría, y donde ya comenzaban a construir el Club Miraflores cuyos jardines estuvieron adornados con los bronces art decó de los tiempos de la prosperidad de mi tía Delfina. Ah. Coriolano además trajo el primer automóvil, antes de que Medellín tuviera las calles apropiadas para esos monstruos mecánicos que más tarde habrían de atosigar el mundo, como saben. Me parece recordar en una vieja revista el tranvía que llegaba a Envigado. Pero puede ser un falso recuerdo. Uno tiene derecho a tener sus propios recuerdos falsos como otros falsifican sus diplomas. Los recuerdos falsos valen tanto como los auténticos.
Algunos críticos del nuevo tranvía de Medellín se quejan de la lentitud de este antiguo medio de transporte. Pero la gente es así. Inconforme. Debo anotar que cuando comenzaron a correr los primeros ferrocarriles norteamericanos, el puritanismo anglosajón escandalizado advertía que el cuerpo humano no estaba diseñado para ir dentro de una máquina que desarrollaba cuarenta kilómetros por hora y que probablemente se les iban a desbaratar los esqueletos a los pasajeros y se les iban a desordenar las vísceras destrozadas por el orgullo técnico.