Número 70, octubre 2015

Se vende Plumalú
Nico Verbeek. Ilustración: Titania Mejía




 
 

¿Qué tiene que ver una finca en el suroeste antioqueño con una firma de comisionistas de bolsa en Medellín? No mucho, a primera vista. Pero en mi caso la venta de la primera me llevó a los brazos de la segunda. El hecho de que el comisionista tuviera su propia finca muy cerca de la mía es algo casual, pero le da un toque casi sobrenatural a los acontecimientos que terminaron en drama.

Todos sabemos, según un dicho muy conocido, que solo se es feliz con una finca en dos ocasiones: al momento de la compra y al momento de la venta. Puedo decir, por experiencia propia, que hay mucha verdad en esa sabiduría popular.

Hace más o menos diez años no podía imaginar una felicidad más grande que tener una finquita, un pedazo de tierra con árboles y flores que pudiera llamar mío. Encontré una pequeña finca cafetera en el suroeste antioqueño, a dos horas y media de Medellín, con cinco mil palos de café, un pequeño beneficiadero y una casa de campo de bahareque donde en los fines de semana podía sentarme a ver caer la noche lentamente.

También conocía otro dicho popular que me repitieron algunos miembros de mi familia política varias veces antes de que yo concretara la compra de Plumalú, el nombre de mi futura finca. Me decían que una finca es como un hueco donde se puede enterrar toda la plata que quiera. Llovían advertencias sobre los riesgos financieros que puede traer un sueño bucólico. La experiencia de tener una finquita me enseñó que también en esta última expresión hay mucha verdad.

Efectivamente, no tardaron en aparecer los gastos para los rubros pensados y menos pensados: comida para los animales, herramientas de trabajo, repuestos para la pelton y la despulpadora de café, gasolina para el carro… Nunca había sentido la necesidad de tener un carro en la ciudad pues es mucho más fácil transportarse en bicicleta, bus o taxi. Sin embargo, cuando compras una finca, ya no hay nada que hacer, necesitas un vehículo para llevar y traer bultos cada fin de semana, de la casa a la finca, de la finca a la casa. Y tenía que ser un vehículo capaz de superar el último tramo de la ruta, una trocha espantosa de más que diez kilómetros. Entonces, compré un Lada Niva, un carro con bastantes años y problemas encima. Cada lunes me veía obligado a ir donde mi mecánico de cabecera para que arreglara alguna avería. Me extrañó un poco esa sensibilidad del Lada, debería estar acostumbrado a terrenos mucho más duros en las estepas empantanadas de Rusia.

Otro problema muy mencionado en las anécdotas de terror sobre la dudosa alegría de tener una finca es la lucha permanente con los mayordomos. No soy hombre del Ancien Régime y me considero una persona de firmes convicciones democráticas e igualitarias, pero nunca pude con mis mayordomos. En cinco años tuve seis o siete, y no fue que yo los despidiera. Al contrario, todos se despidieron de mí después de una estadía corta y bastante ociosa en Plumalú. Ni un salario fijo, ni un trabajo suave ni nada podía convencerlos de quedarse.

No ayudó mucho el hecho que el vecino de la finca, que de vez en cuando trabajaba conmigo como jornalero, le dijera a cada mayordomo nuevo que llegaba a Plumalú: “Tranquilo, tómalo suave, a don señor no le importa mucho si trabajas o no. Además, él no se da cuenta de nada…”.

Por cosas del destino me enteré al final, por boca de mi último mayordomo, con quien logré una cercanía poco usual, que a Plumalú se le conocía en el vecindario como “el escampadero”, y que los mayordomos trabajaban durante la semana en otras fincas, cogían café donde los vecinos e, incluso, uno de ellos se divertía en su tiempo de trabajo llevando de paseo a las muchachas del colegio en su moto. Por supuesto que este tipo de cosas no contribuyeron al éxito económico de mi empresa agrícola.

Tampoco quiero ser injusto y descargar todos los contratiempos de la finca en los mayordomos, pues a fin de cuentas la responsabilidad debe recaer en la persona que empezó esa aventura, el propietario. Y sin duda yo no era la persona más indicada para tal empresa agrícola, que requiere casi un superhombre: mezcla de ejecutivo empresarial, jefe de personal, agrónomo graduado, contador…

Después de un tiempo me di cuenta de que si las cosas seguían su curso, tarde o temprano la carga financiera de la finca me dejaría en la calle. Y honestamente no había muchas razones para pensar que las cosas iban a cambiar. El precio del café no iba a subir y otros productos que había sembrado nunca iban a hacer la diferencia, pues la sola distancia de la finca al punto de venta hacía inviable tal empresa.

Es por todo eso que la sabiduría popular se hizo realidad y la venta de la finca se convirtió en el segundo momento de felicidad. O por lo menos en un sentimiento de satisfacción y alivio al haber evitado una bancarrota segura.

Y aquí es cuando entra en la historia Ricardo Vásquez, comisionista de bolsa que me iba a ayudar a encontrar una buena manera de invertir el dinero de la venta de la finca. No tenía ninguna duda sobre los estándares morales o la honestidad de Vásquez, pues me fue recomendado por mi propio cuñado, quien tenía muy buenas referencias de él; además, eran socios en algunas inversiones. Mejor recomendación imposible.

El comisionista tenía su oficina en el último piso del Edificio del Café, en el Centro de la ciudad, detrás del Banco de la República. Cuando entré allá la primera vez me sentí perdido en una película vieja, en blanco y negro. Subí en un ascensor tripulado de principios del siglo XX, deambulé por un laberinto de pasillos y oficinas con puertas de madera pesada, detrás de las cuales, pensé, debían estar adelantando negocios muy sólidos y confiables.

La oficina de Ricardo Vásquez era tal y como yo me imaginaba las oficinas de un gerente de Fabricato o de Coltejer en los años cincuenta del siglo pasado. Escritorios de madera fina, alfombra en el piso donde desaparecían mis zapatos por completo, un techo alto y blanco. Lo único moderno en la oficina de Vásquez era un computador con una pantalla grande para seguir la cotización de acciones en las bolsas de todo el mundo.

La oficina tenía además una ventana enorme con una vista espectacular sobre la ciudad de Medellín y sus rincones más lejanos. Era una ventana de las antiguas, de las que se abrían de par en par, no de las modernas que son una placa de vidrio sin principio ni fin.

 

 
Ilustración: Titania Mejía

De inmediato se me vino a la mente una película que había visto hace muchos años y que revivió en mi recuerdo gracias a ese edificio, esa ventana y esa imagen de altas finanzas en un cuadro de época. El gran salto, de los hermanos Coen, un par de gringos locos con un sentido de humor algo extraño y una visión aguda y satírica del mundo. En la película se burlan de la vida empresarial y su codicia amoral. Todos los trabajadores de la empresa comparten la ambición de convertirse en directores de la compañía y mudarse al último piso del edificio, pero poco después de lograrlo se suicidan saltando por la ventana. Al menos así era como recordaba la trama de este film.
 
Tengo que confesar que sentí una inmediata empatía con Ricardo Vásquez. Era un hombre supremamente amable, transmitía una extraña familiaridad. Tenía cerca de cincuenta años, vestía un traje no demasiado fino, algo casual diría yo. El día que llegué a su oficina estaba leyendo un periódico. Primero hablábamos, como es costumbre en Antioquia, de posibles conocidos en las dos familias y rápidamente nos dimos cuenta de que habíamos sido vecinos, pues su finca estaba ubicada en una vereda cercana a donde estaba mi querida Plumalú.

Lo que no me parecía muy usual para un comisionista era que en ningún momento trataba de convencerme de comprar algo, ni siquiera me trataba de seducir para engancharme en algún plan supremamente rentable y seguro al mismo tiempo, como deben hacer todos los comisionistas de bolsa del mundo. Al contrario, parecía que su corazón no estaba en eso, como si en realidad no quisiera vender nada.

Vásquez hablaba mucho sobre su familia, sobre su finca y sobre sus años como aprendiz cuando había vivido en los Estados Unidos. Tuve que ser yo mismo quien pusiera el tema de rigor sobre la mesa, y apenas en ese momento accedió a hablar sobre intereses, plazos, riesgo de inversión y cosas por el estilo.

Me dijo que las cotizaciones de bolsa en muchas partes del mundo venían cayendo, pero tampoco parecía algo que lo preocupara realmente. Por lo menos así lo entendí en el momento. En retrospectiva, y sabiendo lo que iba a pasar, esta pudo haber sido una mala interpretación.

A final de nuestra conversación quedamos en que yo iba a pensar todo muy bien y que en el momento en que tomara una decisión volveríamos a hablar. Quedamos en vernos la semana siguiente para entregarle el dinero que había recibido por la venta de la finca.

Recuerdo la voz temblorosa de mi cuñada cuando me llamó pocos días después de mi visita a la oficina de Vásquez. Al principio no entendía muy bien de qué me estaba hablando. “¿Le entregaste la plata a Vásquez?”, me repitió varias veces.
“¿Qué, por qué, qué pasó?”, le contesté yo, confundido. Yo no estaba pensando ni en mi comisionista, ni en la finca, ni en la plata, en nada de eso, y me costó cambiar el chip para saber de qué hablaba. Solamente atiné a repetir, “¿pero por qué, pasó algo?”.
“Pues sí, Ricardo Vásquez se suicidó. La empresa está en bancarrota. Todos perdieron la plata…”.

Me quedé callado un buen rato. Tenía planeado cuadrar la cita con Vásquez el día siguiente para cerrar el negocio. No lo hice antes porque pensé que no había prisa. Sinceramente no tenía dudas sobre Vásquez.

Sin embargo, con la nueva información que me dio mi cuñada, vi con otros ojos la conversación que habíamos tenido unos días atrás. Tal vez de forma inconsciente, Vásquez me había mandado el mensaje de esperar un poco, de pronto hasta que él solucionara sus problemas.

Nunca sabré si en ese momento pensaba en una solución tan drástica para salir de sus afugias, pues parecía que sus negocios iban de mal en peor desde hace tiempo, y con las últimas noticias sobre sus acciones se hizo evidente que nunca podría responderles a sus clientes.

Me demoré un buen rato en darme cuenta de mi suerte al librarme de la doble amenaza luego de los felices momentos de compra y venta de la finca: primero perderla por uso y abuso de mis trabajadores y mi propia ineptitud agrícola, y después perder el dinero de la venta al invertir en una empresa quebrada.

Vásquez no había saltado por la ventana como los empleados en la película que yo había tenido en mente. Se suicidó con un tiro en la cabeza y lo encontraron en el cafetal de su finca, muy cerca de otra finca que a esas alturas ya no era mía.UC

 

 

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