Se vende Plumalú
Nico Verbeek. Ilustración: Titania Mejía
¿Qué tiene que ver una finca en el suroeste antioqueño con una firma de comisionistas de bolsa en Medellín? No mucho, a primera vista. Pero en mi caso la venta de la primera me llevó a los brazos de la segunda. El hecho de que el comisionista tuviera su propia finca muy cerca de la mía es algo casual, pero le da un toque casi sobrenatural a los acontecimientos que terminaron en drama.
Todos sabemos, según un dicho muy conocido, que solo se es feliz con una finca en dos ocasiones: al momento de la compra y al momento de la venta. Puedo decir, por experiencia propia, que hay mucha verdad en esa sabiduría popular.
Hace más o menos diez años no podía imaginar una felicidad más grande que tener una finquita, un pedazo de tierra con árboles y flores que pudiera llamar mío. Encontré una pequeña finca cafetera en el suroeste antioqueño, a dos horas y media de Medellín, con cinco mil palos de café, un pequeño beneficiadero y una casa de campo de bahareque donde en los fines de semana podía sentarme a ver caer la noche lentamente.
También conocía otro dicho popular que me repitieron algunos miembros de mi familia política varias veces antes de que yo concretara la compra de Plumalú, el nombre de mi futura finca. Me decían que una finca es como un hueco donde se puede enterrar toda la plata que quiera. Llovían advertencias sobre los riesgos financieros que puede traer un sueño bucólico. La experiencia de tener una finquita me enseñó que también en esta última expresión hay mucha verdad.
Efectivamente, no tardaron en aparecer los gastos para los rubros pensados y menos pensados: comida para los animales, herramientas de trabajo, repuestos para la pelton y la despulpadora de café, gasolina para el carro… Nunca había sentido la necesidad de tener un carro en la ciudad pues es mucho más fácil transportarse en bicicleta, bus o taxi. Sin embargo, cuando compras una finca, ya no hay nada que hacer, necesitas un vehículo para llevar y traer bultos cada fin de semana, de la casa a la finca, de la finca a la casa. Y tenía que ser un vehículo capaz de superar el último tramo de la ruta, una trocha espantosa de más que diez kilómetros. Entonces, compré un Lada Niva, un carro con bastantes años y problemas encima. Cada lunes me veía obligado a ir donde mi mecánico de cabecera para que arreglara alguna avería. Me extrañó un poco esa sensibilidad del Lada, debería estar acostumbrado a terrenos mucho más duros en las estepas empantanadas de Rusia.
Otro problema muy mencionado en las anécdotas de terror sobre la dudosa alegría de tener una finca es la lucha permanente con los mayordomos. No soy hombre del Ancien Régime y me considero una persona de firmes convicciones democráticas e igualitarias, pero nunca pude con mis mayordomos. En cinco años tuve seis o siete, y no fue que yo los despidiera. Al contrario, todos se despidieron de mí después de una estadía corta y bastante ociosa en Plumalú. Ni un salario fijo, ni un trabajo suave ni nada podía convencerlos de quedarse.
No ayudó mucho el hecho que el vecino de la finca, que de vez en cuando trabajaba conmigo como jornalero, le dijera a cada mayordomo nuevo que llegaba a Plumalú: “Tranquilo, tómalo suave, a don señor no le importa mucho si trabajas o no. Además, él no se da cuenta de nada…”.
Por cosas del destino me enteré al final, por boca de mi último mayordomo, con quien logré una cercanía poco usual, que a Plumalú se le conocía en el vecindario como “el escampadero”, y que los mayordomos trabajaban durante la semana en otras fincas, cogían café donde los vecinos e, incluso, uno de ellos se divertía en su tiempo de trabajo llevando de paseo a las muchachas del colegio en su moto. Por supuesto que este tipo de cosas no contribuyeron al éxito económico de mi empresa agrícola.
Tampoco quiero ser injusto y descargar todos los contratiempos de la finca en los mayordomos, pues a fin de cuentas la responsabilidad debe recaer en la persona que empezó esa aventura, el propietario. Y sin duda yo no era la persona más indicada para tal empresa agrícola, que requiere casi un superhombre: mezcla de ejecutivo empresarial, jefe de personal, agrónomo graduado, contador…
Después de un tiempo me di cuenta de que si las cosas seguían su curso, tarde o temprano la carga financiera de la finca me dejaría en la calle. Y honestamente no había muchas razones para pensar que las cosas iban a cambiar. El precio del café no iba a subir y otros productos que había sembrado nunca iban a hacer la diferencia, pues la sola distancia de la finca al punto de venta hacía inviable tal empresa.
Es por todo eso que la sabiduría popular se hizo realidad y la venta de la finca se convirtió en el segundo momento de felicidad. O por lo menos en un sentimiento de satisfacción y alivio al haber evitado una bancarrota segura.
Y aquí es cuando entra en la historia Ricardo Vásquez, comisionista de bolsa que me iba a ayudar a encontrar una buena manera de invertir el dinero de la venta de la finca. No tenía ninguna duda sobre los estándares morales o la honestidad de Vásquez, pues me fue recomendado por mi propio cuñado, quien tenía muy buenas referencias de él; además, eran socios en algunas inversiones. Mejor recomendación imposible.
El comisionista tenía su oficina en el último piso del Edificio del Café, en el Centro de la ciudad, detrás del Banco de la República. Cuando entré allá la primera vez me sentí perdido en una película vieja, en blanco y negro. Subí en un ascensor tripulado de principios del siglo XX, deambulé por un laberinto de pasillos y oficinas con puertas de madera pesada, detrás de las cuales, pensé, debían estar adelantando negocios muy sólidos y confiables.
La oficina de Ricardo Vásquez era tal y como yo me imaginaba las oficinas de un gerente de Fabricato o de Coltejer en los años cincuenta del siglo pasado. Escritorios de madera fina, alfombra en el piso donde desaparecían mis zapatos por completo, un techo alto y blanco. Lo único moderno en la oficina de Vásquez era un computador con una pantalla grande para seguir la cotización de acciones en las bolsas de todo el mundo.
La oficina tenía además una ventana enorme con una vista espectacular sobre la ciudad de Medellín y sus rincones más lejanos. Era una ventana de las antiguas, de las que se abrían de par en par, no de las modernas que son una placa de vidrio sin principio ni fin.