El cielo está limpio, hay un intenso calor y el estadio Mestalla está por reventar. En mitad de la cancha está la tarima. No es un concierto, es un multitudinario encuentro vocacional del Camino Neocatecumenal en Valencia, España, con treinta mil fieles. Hay exceso de luz, de verano y de gente. No hablo del presente, es solo un video en Youtube. Sobre la tarima hay una cofradía de curas vestidos de negro sentados en medialuna frente a la multitud. Durante el encuentro, realizado el primero de junio de 2014, aparece Kiko Argüello, un católico, laico, veterano de pelo canoso con pantalón y suéter negro. En el video se ve su rostro sólido y potente, me recuerda al escritor Charles Bukowski. Convoca a la muchedumbre: “No tengas miedo, realiza tu llamado, nos está esperando esta generación, tenemos que abrirles los ojos a millones de hombres para que lleguen al cielo y la salvación”.
Argüello habla al público con su cara de tótem: “Padre, suscita vocaciones a tu iglesia”. Dice que necesitan un nuevo clero, “humilde, santo y misionero, necesitamos apóstoles para el Asia. Oremos diciendo: Rogad al dueño de la mies, que envíe obreros”.
Según dice Argüello necesitan evangelizar el Asia. “Te lo pedimos, señor, necesitamos veinte mil sacerdotes para China”. Los que se eduquen para ir a China no tienen que estudiar doce años, solo cinco. “Estudiad dos años de filosofía, tres de teología y partimos donde millones y millones de hombres y familias Monja de clausura que nos están esperando, ciudades enteras donde no hay ninguna presencia de Cristo, todos educados en un marxismo ateo”.
Comienza el gran colofón del encuentro. Dice Argüello: “Si hay algún joven que siente el llamado de Cristo, que quiere ser parte de la nueva evangelización, bienvenidos, venid”.
Algunos comienzan a levantarse y caminan y trotan hasta el césped. Se levanta un aplauso multitudinario. Bukowski, en tono españolete, los azuza: “¡Ánimo! Adelante, jóvenes. ¡Vamos!”.
Es un momento solemne. Varias docenas de jóvenes salen al frente de la tarima para hacerse curas y llevar la salvación a la China.
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Carolina Serna tiene 33 años y desde los catorce sintió una intensa inquietud espiritual. Decidió enclaustrarse como monja en España, pero solo resistió un año en la disciplina de los rezos. Aun así continúa siendo una chica devota y disciplinada en su filosofía. Cuando me lo cuenta, pienso en los chicos que se le han acercado para cortejarla y siento pena por ellos.
Desde los catorce perteneció al Camino Neocatecumenal, una “realidad” de la iglesia católica, un camino de la iglesia, un itinerario de formación cristiana posbautismal, un grupo de oración. “Catecumenal —dice ella— significa preparación para el bautismo. Es volver al cristianismo antiguo en las catacumbas”. A lo largo de ese itinerario católico se hacen varios eventos y encuentros vocacionales.
En Bogotá, en el año 2008, con 26 años y su título universitario, durante una peregrinación nacional de jóvenes en el estadio El Campín, Carolina sintió con profunda energía ese llamado. En la tarima estaban los catequistas itinerantes de la nación, varios sacerdotes, varios obispos. “Fue un 29 de junio, el día de San Pedro y San Pablo”, dice. Carolina siempre tiene un santo para citar, para apoyar sus ideas, para argumentar. Su formación no ha sido en vano y las conversaciones con ella siempre fueron iluminadoras en el tema teológico. Al final del encuentro en El Campín se hizo un llamado vocacional para el sacerdocio para los hombres y para la vida contemplativa para las mujeres. “Cuando hicieron el llamado sentí algo muy impresionante”, dice.
Esta vez Jesús Blázquez, el líder del Camino Neocatecumenal, no llamó para que se sumaran hombres para China. Preguntó quién sentía un llamado a vivir en un monasterio, “a dar su vida por la evangelización, para orar y rezar por el mundo, a salvarlo y ser monja de clausura”. Otras chicas comenzaron a bajar hasta la tarima. “Es un momento muy impactante —dice—. Y se comienza a cantar Eres hermoso. Sentí algo en el estómago, sentí al Espíritu Santo dentro del vientre. Escuchaba una voz que me decía: ven, ven, ven”.
Carolina temblaba y comenzó a llorar. Estaba conmovida. Miró la escalera, se levantó y salió. “Fue como un salto al vacío”, dice. De pronto ya estaba en el césped, temblando y llorando por el trastorno.
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Llegó al silencioso monasterio con otras tres postulantes. Serían sus compañeras de iniciación. El monasterio no era un castillo húmedo y medieval sino una tranquila casa de campo, una finca con jardines en la ciudad de Talavera la Real, en Castilla, provincia de Extremadura. Allí la recibieron las diez monjas que viven en el lugar y dos curas que estaban de visita. La mitad de las monjas eran viejitas. Comulgaban con la orden monacal de los carmelitas. Esa primera noche estaba muy asustada, “no sabía dónde me había metido — dice—, era invierno y estaba haciendo mucho frío”.
Su celda estaba en uno de los corredores. Era una pieza con techo alto y una ventana al jardín, las paredes blancas y una cruz de madera en una de las paredes. El baño era privado pero afuera, frente a su celda.
El siguiente mes la rutina se repitió. La madre dejaba dormir hasta tarde. “Porque ese frío era muy intenso, con esa temperatura tan bajita se purgan todos los pecados”. Carolina habla, en efecto, como una monja.
Dejaron de usar jeans para usar pichis, un vestido colegial café carmelita, largo y escueto, ignorando la vanidad, con camisa blanca por debajo, el uniforme de las postulantes antes de usar el velo. Se despertaban a cualquier hora, desayunaban y, lentamente, se incorporaban a la rutina del monasterio. Esa rutina consistía en seguir el tradicional Oficio Divino, siete oraciones al día: Vigilias, Laudes, Tercias, Sexta, Nona, Vísperas y Completas. Cuando Carolina las menciona, recuerdo la novela de Umberto Eco: El nombre de la rosa, en la que los monjes siguen con estricta disciplina esa jornada de oración.
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Un día en monasterio se resume en levantarse a las 6:30 de la mañana, “con ese frío ni el diablo se levanta más temprano”, dice Carolina. A las 7:00 se reza el Laudes, que dura treinta minutos. “No hacíamos el Vigilia porque de ser así tendríamos que levantarnos de madrugada”. Entonces tomo nota: los monjes modernos han aflojado la cuerda. Carolina sigue: de 7:30 a 8:30 se realiza una oración mental, se lee un libro espiritual, se baja al jardín, en silencio, también se puede arrodillar al Santísimo, haciendo La Oración del Corazón: “Oh Jesús, hijo de David, ten piedad de mí, que soy un pecadora”.
A las 8:30 de la mañana es el desayuno, la primera comida. Cuando me lo dice me retuerzo de hambre: desde las 6:30 en pie y hasta las 8:30 no se come nada. El desayuno consta de una combinación de varias opciones, tipo bufé: naranjas, manzana, durazno y frutas del jardín, galletas, jugos, yogur, té verde o cereales.
Entre 9:30 y 10:30 de la mañana se trabaja en la fábrica de hostias: una panadería para amasar harina, tamizar y hornear. También, y dependiendo de las asignaturas de trabajo, se hace el almuerzo y se organiza la despensa. De 10:30 a 11:30 de la mañana es tiempo de estudio, con el padre Paco, un instructor, un guía espiritual.
En adelante sigue la rutina de la tarde. Poco más o menos que la mañana, pero es mejor girar a otro tema, porque el lector se dormirá si continuamos con esto.
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Le pregunto por qué esa delirante obsesión de los monjes por rezar en todo momento. Lo hacen por el mundo, “se concentran en orar por la humanidad”, dice, y francamente no le entiendo. Creo que debe suceder lo mismo cuando uno le desea “suerte” a un amigo, algo que conmueve, pero que, sin embargo, no influencia para nada el mundo práctico de la decisión ni de la acción.
“También es vivir una prefiguración del cielo —me dice—, porque en el cielo nos dedicamos a dar gracias y a alabar a Dios por la eternidad”.