“Si una persona pudiera encarnar la historia de un barrio, la vida de Joaco sería la de Villatina”.
El Flako
Los días sin miedo
Maria Isabel Naranjo. Fotografía: Juan Fernando Ospina
Allá arriba dicen que el cerro Pan de Azúcar es un volcán sin boca.
Su pico redondeado sobresale entre la cadena montañosa del centro oriente de Medellín como un tótem antiguo. A esa ladera de tierra amarilla llegaron campesinos desplazados por la violencia bipartidista (y en adelante de las otras violencias), subieron las mangas empinadas y arañaron la tierra para construir sus casas. Han pasado más de sesenta años, y se han levantado 35 barrios (dieciocho reconocidos legalmente como la Comuna 8) en el que hoy viven más de 137 mil personas.
El setenta por ciento de uno de esos barrios, Villatina, está construido sobre terrenos inestables que las autoridades han declarado en alto riesgo. Mide ocho calles y siete carreras, y allí está ubicado el primer camposanto de Medellín (el segundo en Colombia después de Armero).
Sentado en una banca, un hombre dibuja un mapa de la comuna en una hoja para señalar los lugares de una historia que hace rato no cuenta: la antigua acequia, que ya es una calle; la cancha de los pomales, que ahora es una Unidad de Vida Articulada (UVA); la Mano de Dios, que ardió en 2003; la capilla, cerca de donde hubo una masacre en 1992; las letras blancas en el cerro que dicen “Jardín” —tan grandes como alguna vez fueron las de Coltejer—; y, en el centro de todo, el lugar donde dejó de temer a la muerte.
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José Joaquín Calle Ramírez acaba de cumplir 43 años y una de las frases que más repite es: “Un hombre que con la fuerza de su voluntad transforma el devenir catastrófico de su entorno y en medio de la muerte enaltece la vida”. La misma frase inscrita sobre la placa del monumento que construyó con sus amigos en 2007, cuatro años después de la desmovilización del bloque Cacique Nutibara de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).
Suelta las frases a cada paso, mientras subimos por los escalones que conducen al monumento. Va lento, con el entrecejo fruncido y los ojos fijos en el suelo, como si escarbara recuerdos.
—Porque el camino recorrido, lleno de dificultades y de dolor, engrandece aún más los buenos momentos y abona con mayor vigor la semilla que hoy sembramos —dice.
Son frases que memorizaba en las tardes de encierro, de solar con árboles y cigarros de marihuana, cuando su amigo misterioso, el juez, el sabio loco, le contaba las historias de Calila y Dimna, el único libro que ha leído desde que dejó la escuela San Francisco de Asís, en cuarto de primaria.
—Ese loco vive en Envigado, pero es buen loco, un abogado teso. Él me decía “lea hermano, que tin, que vea”, y como yo no sabía leer casi, él mismo me leía a Calila y Dimna. También me decía que ni los libros ni la música ni las herramientas se prestan, pero me dejó ese libro. Y cuando lo abro, me meto como si fueran cosas que me hubieran pasado.
—Bueeenas Joaco —le gritan al pasar. En los periódicos de años recientes aparece como “reconciliador”. En 2014 fue personaje del año de la revista Semana, y ha figurado en las páginas de El Tiempo, El Mundo y El Colombiano como un líder social que recupera espacios verdes en la Comuna 8. Reconocimientos que no esperaba diez años atrás, cuando hacía parte de los 868 desmovilizados del bloque Cacique Nutibara, y menos hace veinte, cuando le decían Calvo, cuidaba el barrio y no sabía qué era el miedo.
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El día que el nombre de Villatina apareció por primera vez en la prensa junto a la palabra “tragedia”, nadie sospechó que no sería la primera.
Sucedió el domingo 27 de septiembre de 1987 a las 2:40 de la tarde. Antes, en la transmisión del partido del clásico paisa en el Atanasio Girardot, el locutor diría que era un día hermoso, con brisa. En la cancha de los pomales, el equipito de los Once Amigos —así los llamaban— había dejado a un lado la pelota para ir a almorzar. Bajaban por el morro aledaño cuando veinte mil metros cúbicos de tierra rodaron por el cerro Pan de Azúcar dejando más de 500 personas muertas y otras 1.700 sin hogar (dicen, porque de ese día no hay cuentas oficiales).
El estruendo que escucharon les pareció el del choque de un avión.
Joaquín, de trece años, corrió a buscar a su hermano, a quien había visto irse minutos antes con la camiseta sudada, los guayos viejos y una pantaloneta que él había usado muchas veces. Dijo que tenía mucha hambre y quería llegar primero a la casa, a la que, después de años de meterle material a punta de fiados en el depósito, le faltaban pocos adobes para dejar de ser un rancho de madera.
Era normal que los domingos a las nueve de la mañana el padre saliera con los hijos a misa en la capilla de la Virgen de Torcoroma y luego bajaran en bus a Junín o a Bolívar a ver películas de Bruce Lee o Jackie Chan. Era normal que después su padre jugara billar y tomara cerveza hasta las cinco de la tarde, y que su madre no estuviera porque trabajaba en Balalaika.
Pero ese domingo nada normal ocurrió. Joaquín paró de correr en el lugar donde esa mañana todavía estaban las casas de los Jiménez, quienes ocupaban casi toda la cuadra. Donde antes había un solar, un patio, una sala y tres piezas, el niño trató de encontrar, debajo de la tierra, a su madre Lidia, a su padre José de Jesús, a sus hermanas Janeth y Lina, y a sus hermanos Hugo y Giovanny. Lo hizo el resto de la noche. Lo hizo la mañana y la tarde y la noche siguientes.
Ese domingo vería cómo los cuerpos de rescate y los vecinos equipados con palas desenterraban con vida a Mery, otra hermana, con su niña entre los brazos, y, más abajo, a su hermano Hugo. Tres días después, en el anfiteatro, reconocería la ropa que ese día usó Giovanny, lo que quedaba del rostro de su madre, la forma del esqueleto de su padre. Reconocería todo porque todo le pertenecía.
Los cuerpos de Janeth y Lina quedaron sepultados en el terreno, declarado camposanto días después por el cardenal Alfonso López Trujillo. Ese día, dice, la cal arrojada desde un helicóptero que sobrevoló el pico del volcán sin boca cubrió con un manto blanco la tierra amarilla.
De la familia de nueve solo quedaron los hermanos Joaquín, Duber, Mery y Hugo, huérfanos como centenares de niños de Villatina después de la tragedia, una de las diez catástrofes por deslizamiento más grandes que han ocurrido en el mundo, según datos del Centro de Epidemiología de Desastres de la Universidad Católica de Lovaina.
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Es una noche fría de marzo. La montaña que subimos está iluminada por reflectores de luz blanca que resaltan la escultura de dos metros color café tierra, dos brazos extendidos que sostienen con fuerza a un niño recién nacido. Cuando estamos cerca, un humo espeso de marihuana asciende y se dispersa hasta nuestras narices. Joaquín sonríe:
—Bueeenas Joaco —le dicen cinco pelaos que están sentados alrededor de la escultura quemando yerba.
—Buenas noches muchachos. Los cinco se retiran como si hubieran recibido una orden y suben rápido hasta unas escaleras más altas. Joaquín se sienta en los muros que han dejado libres.
—Este es el monumento que hicimos nosotros, los carelocos que nos manteníamos por acá —dice—. Mi hermana Mery sobrevivió con su hija, pero la mayoría de gente que murió aquí estaba destrozada. La hicimos con ella. La idea era dejar un mensaje de esperanza, de que no todo murió con la tragedia.
La historia de la tragedia siempre empieza con las banderas del M19 en el cerro Pan de Azúcar, a principios de los ochenta. Muchos recuerdan las reuniones con la gente en el colegio San Francisco de Asís, los robos a los carros de la leche y cuando repartían mercados.
—Quién iba a saber que iba a haber más de 500 muertos por causa de sus explosivos —dice.
En veintiocho años, ningún técnico ni geólogo ha podido convencerlos a ellos, los que vieron la tierra amarilla rodando por las laderas, de que la causa fue el agua represada de la acequia. Los textos de expertos dicen: “La masa físicamente se elevó —por el agua represada— y al caer atrapó el aire y descendió por la pendiente sobre un colchón de aire. Al caer, la masa comprimió el aire, por lo cual el sonido fue de un golpe seco”.
—Donde hubiera sido agua estancada como dicen, hubiéramos encontrado los cuerpos empantanados como Omaira, y no descuartizados.
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Sin mesas ni sillas ni baños, lo que antes fue una capilla de madera que congregaba a familiares de las víctimas hoy es una estructura en concreto, negra, con un gimnasio al aire libre de día y un fumadero de yerba en la noche. Un diseño con el sello de la EDU que ganó el premio Santiago de Compostela en 2010, y con el que la administración municipal dice que evitó la invasión del lugar y advirtió a la comunidad sobre el peligro de habitar zonas de alto riesgo.
—Ahí quedaba mi casa, y fue donde hice la primera capillita para recordar a las víctimas —comenta Joaquín—. Orábamos, hacíamos lunadas y veíamos cine. Pero ahora, si vamos a hacer una reunión, no tenemos sillas dónde sentarnos, y así las tuviéramos no hay dónde guardarlas. La alcaldía insistió en construir un lugar así, abierto, y vea pa lo que sirve.
Mira alrededor los pequeños grupos de donde salen humaredas.
—Cuando yo era niño, los bazuqueros nos daban un ejemplo el hijuemadre: se encerraban en los matorrales y no se dejaban ver fumando de nadie. Ahora a los pelaos les gusta es que los vea todo el mundo. Vea que yo andaba con el juez y se me pegaron cosas del juez. Pero si los peladitos lo único que ven es mariguaneros, eso se les pega.
Dijo Dimna: “No vez acaso que el agua es más suave que la palabra y que la piedra es más dura que el corazón, y, sin embargo, si el agua corre sin cesar sobre la piedra, acaba dejando en ella su huella”.
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En enero de 1988 Joaquín vivía en la casa de una tía en el departamento de Caldas, pero un día pensó que era mejor un parque, cualquiera, a una casa extraña donde todo giraba en torno a la plata que consiguiera para justificar su presencia. En la calle, esperaba que todo estuviera oscuro para acostarse en un rincón donde nadie lo viera, y a las cinco de la mañana, cuando sonaban las campanas y se abrían las puertas, entraba a la iglesia para protegerse del frío.
La vida en Caldas pasó así: dormir, pedir comida, dormir… Fueron seis meses o dos años, una época de la que recuerda poco.
—Yo era aburrido de la vida y no soportaba que me mencionaran nada que tuviera que ver con mi mamá porque iba encendiendo a puñaladas al que fuera. Yo le pedía a mi diosito que me llevara, y nada. Él me tenía pa otras cosas.
A los dieciséis años Joaquín ya tenía un balazo en la espalda y una pistola 7.75. Allá arriba dicen que si Bienestar Familiar no amparó a los huérfanos después de la tragedia, la delincuencia sí lo hizo.
Después de Caldas aterrizó en Bello
—donde 85 familias damnificadas recibieron asesoría técnica para la autoconstrucción del barrio San Andrés—, y luego de que los combos le dieran los balazos en la espalda, llegó a Caicedo, donde la suegra de una de sus hermanas. Los muchachos del barrio lo recibieron con un arma para que se defendiera y lo invitaron a jalar carros con la banda de La Cañada.
—El primer carro que nos robamos fue una Mini Blazer.
Todos los días madrugaba a trabajar con Óscar y Edwin —ya muertos—. Robaban un carro por la mañana y otro por la tarde, y por la noche viajaban a Tuluá, a Montería, o adonde tuvieran que llevarlos.
Cuando robaba, dice, lo hacía con diplomacia, según la moda del momento. Cuando estaban Los Pepes (Perseguidos por Pablo Escobar), decía: “Vea, nosotros somos de Los Pepes, nos demoramos media horita, no se ponga celoso que tin…”, y la gente le entregaba las llaves.
En el fondo pensaba que la plata de los carros de alta gama que se robaba solo la perdían las aseguradoras. Y en parte tenía razón. Los que más perdían dinero con los robos crearon Majaca (Muerte a Jaladores de Carros). Cada semana empezó a encontrar amigos desaparecidos cerca de la variante a Caldas, con un letrero que decía “Majaca”. Ahora piensa que ese diosito al que le habla con tanta insistencia desde hace diez años siempre lo protegió.
—Cierto día llegué a La 44, una oficina cerca de la Minorista donde nos manteníamos los jaladores de carros y los piratas terrestres, y me encontré con unos parceros que me advirtieron: “Sabés qué Calvito, movete de por aquí”, y yo: “Ah, todo bien mi viejo”, y arranqué otra vez. A la hora volví y me dijeron que se habían llevado a tres.
Dijo Chátraba: “No veo otro camino fuera de la lucha, porque no consigue con sus oraciones el que ora toda la eternidad, ni el caritativo con su caridad, ni el virtuoso con sus virtudes lo que con la lucha consiguen, sobre todo si luchan por una causa justa. Porque quien lucha por su vida, y la defiende, recibirá buena recompensa y dejará buen recuerdo, así resulte vencedor o vencido”.