Antes de que Pablo Escobar fuera famoso, antes de los computadores y del compact disc, antes de que las casas quedaran en unidades cerradas y de que las mascotas se alimentaran con cuido, las amenazas en Medellín eran solo eso, amenazas, y aunque un par de años después cada anónimo llegaba con su bala, esto pasó antes. En ese entonces las noticias llegaban de cuatro formas: porque te lo contaban, porque lo oías en radio, porque aparecía en un noticiero de televisión o porque salía en El Colombiano.
En 1981, Anita, mi mamá, tenía un esposo y tres hijos. Y más o menos la edad que tengo yo ahora. En mi casa no era raro que el teléfono sonara a cualquier hora; durante varios meses llamaron cuando mi mamá estaba en el trabajo y nos soltaban toda clase de insultos. Desde el principio nos enseñaron a no poner cuidado y cortar la llamada. El sábado 29 de agosto el teléfono sonó desde antes del amanecer, y aunque yo sentía que lo contestaban, volvía a repicar apenas colgaban. Con tanto ruido me levanté temprano a ver qué pasaba. Cuando salí de mi pieza se me acercó mi hermana y me dijo: “¡Se murió mi mamá!”, y soltó una carcajada. No me alcancé ni a poner triste porque apareció Anita y me mostró que estaba viva. Mi hermano estiró una página de El Colombiano donde había dos obituarios con el nombre de mi papá acompañando a sus hijos en un aviso (fue mi primera aparición en un periódico), y otro con el nombre de la universidad donde ella era decana de la Facultad de Enfermería. Ambos obituarios invitaban a las exequias de mi madre. A la prensa había que creerle, ¿quién era esa mamá que estaba ahí? El periódico decía que la mía estaba muerta.
A las siete de la mañana mi papá y mi mamá ya habían hablado con cien personas, o con mil, no sé. Un poquito más tarde empezaron a llegar ramos y mi casa se llenó de rosas blancas y beige que estaban de moda para los entierros; con cada arreglo llegaba un sufragio, y desde temprano empezamos a quitar los crucifijos para convertir los ramos fúnebres en flores decorativas. Las tarjetas las metimos en un cajón para leerlas después, con calma.
Como tampoco existía la llamada en espera ni el buzón de voz, algunas personas decidieron ir a la casa y acompañarnos. Casi todos llegaban con comida para los niños; nos llevaron muchas galletas, chocolates, pasteles, empanadas y arroz chino para que mi papá no tuviera que cocinar. Una vecina casi se muere del susto cuando la muerta en persona le abrió la puerta. Al mediodía ya nos habíamos acostumbrado a la muerte de mi mamá para el resto del mundo. Le hacíamos chistes a la gente que llamaba, que no podía sino preocuparse porque nosotros estábamos diciendo incoherencias, hasta que ella agarraba el teléfono y el desconcierto era mayor.
No fuimos al velorio. Creo que alguna de mis tías se paró en la entrada de Campos de Paz para devolver a los que llegaban y contarles que ella seguía viva. Fueron al entierro sus compañeras lejanas del colegio a las que nadie les alcanzó a avisar, las vecinas de su infancia, alumnas, personas con las que había trabajado y los parientes de los parientes que querían acompañar a algún pariente.
Ese día fue especial. No solo comimos rico, tuvimos compañía y la casa se llenó de flores, sino que en medio de todo el drama y de la violencia implícita en la situación, ahora lo recuerdo como un día en el que hubo abrazos, solidaridad y mucho amor; un día en el que todos celebramos que mi mamá estaba viva. El lunes siguiente fui al colegio y sentí que todas me trataban como si me hubiera quedado huérfana el fin de semana.
Durante varios meses siguieron llamando con amenazas e insultos que la policía grabó, y aunque supimos quién mandó a hacer la vuelta, nunca hicimos nada. El 12 de mayo siguiente, día de la enfermera, enviaron a mi casa otro ramo fúnebre, y durante algunos años siguieron llegando acompañados de sufragios en esa fecha, pero ya sabíamos cómo convertirlos en decoración. Un día cualquiera simplemente no hubo más insultos por teléfono, se acabaron las flores y el entierro de mi mamá se volvió una anécdota familiar. El 29 de agosto de 1981 fue el primer entierro de mi mamá pero ella no estuvo, ni viva, ni muerta.