Había cumplido apenas diez años pero ya entendía mucho del mundo que me rodeaba. Ya sabía cuáles piedras pisar y cuáles no. El calendario marcaba 1987. Habíamos llegado a El Socorro, San Javier, dos años antes, desde el barrio Popular 2. Nos habíamos ido de allá, pese a tener casa propia, huyendo de la balacera. Los enfrentamientos entre Los Priscos, Los Nachos y Cañada Negra nos obligaron a dejar nuestro único patrimonio. Para colmo, guerrilleros del ELN, el EPL y las Farc habían comenzado su avanzada hacia los barrios de las grandes ciudades, y en Medellín habían empezado por la comuna 1, justamente por Santo Domingo Savio.
De modo que nos fuimos para El Socorro, un barrio pequeñito, construido sobre el paso de dos quebradas, al pie de una colina y al lado de una caballeriza de los Ochoa. Al principio nos pareció un barrio normal, tranquilo, muy familiar. En las calles, niñas y niños perseguían cometas, globos o llantas de moto y bicicleta. Los niños jugaban fútbol con pelotas de trapo en arcos de piedras; las niñas observaban desde las aceras mientras dibujaban príncipes en sus cuadernos de sirenas o de Menudo.
Íbamos a estudiar, casi todos, a la escuela El Socorro, en los límites con Antonio Nariño. Quedaba al pie de una cancha de arenilla donde estrenaron su juego Daniel Vélez, José de Arco, Sergio Otálvaro, Diego Álvarez y Juan Fernando Quintero.
Los clásicos entre El Socorro y El Coco eran inolvidables, al igual que los cotejos entre San Javier La Loma y Antonio Nariño. Nosotros, los más pequeños, los veíamos desde una improvisada tribuna de piedras, troncos y tierra, emocionados, imaginándonos en la cancha, con el 10 en la espalda.
La otra diversión era subir al morro, donde pastaban los caballos de los Ochoa y de Carlos Lehder. No sabíamos quiénes eran esos señores hasta que estalló la bomba en el almacén La casa del niño y el deportista, y ahí sí supimos del Cartel de Medellín, de “don Pablo” o “Pablito”, de ‘Popeye’, ‘La Kika’ y los demás asesinos.
Una vez un amigo me dijo: “Mirá, ese es Popeye, el que se bajó de ese carro”. Estaba vestido de blanco, de saco y corbata, y tenía puesto un curioso sombrero blanco. Caminó hasta una esquina, habló con unos jóvenes que estaban sentados en la mesa de un granero y se fue. Yo me quedé atónito, pues ya lo había visto años atrás, igual de bien vestido, en la cancha del Popular 1.
En 1988 el combo de Los Montañeros le declaró la guerra al de Los Duros tras el asesinato de Raúl, hermano del duro de Los Montañeros. El pelao subió a “la plaza” de la cancha, compró y no le alcanzó la plata. Pidió una espera, dijo que ya volvía con lo que faltaba. Los Duros le dijeron que sí y lo dejaron ir con su “envuelto”. Los Montañeros siempre andaban a caballo, así que Raúl salió en su tordo flaco, al trote por toda La 43. Cuando iba camino a El Chispero, un sector cercano a Juan XXIII, Los Duros lo acorralaron entre dos carros y lo mataron, junto con el caballo. La tragedia tuvo escena surrealista, pues una vaca que pastaba al pie de la carretera, se asustó y salió corriendo al escuchar los disparos, perdió el control y cayó justo en la parte delantera de uno de los vehículos de los asesinos, quienes siguieron a pie. El carro abandonado delató a los sicarios, y se prendió la guerra en El Socorro. Los Montañeros salieron a caballo a enfrentar a Los Duros. Mataron cinco. Luego se emborracharon en el granero de la 102. Esa noche, un miércoles de octubre, vi a Popeye por segunda vez, de nuevo en su carro de color azul, otra vez de blanco y con sombrero. Se bajó con un arma en la mano. Caminó despacio hasta donde estaban Los Montañeros. Cuando estuvo frente a ellos se detuvo, dijo un nombre y, al obtener respuesta, disparó. Luego, como si nada, se devolvió hasta el carro y se marchó.
Se confirmó que El Socorro era un barrio destinado a la tragedia, al que le estaban llegando telegramas del infierno desde el día en que un psicópata mató a varias mujeres y se metió al morro para escaparse. La policía no pudo dar con él, pero algunos familiares de las víctimas sí. Lo colgaron en la rama más alta de un eucalipto.
Antes, en 1987, un aguacero desbordó varias quebradas, entre ellas La Hueso y la Ana Díaz. El barrio se inundó y la borrasca se llevó las pocas pertenencias de las familias: televisores, colchones, equipos de sonido, ropa... Lo peor fue que la crecida arrastró a un recién nacido y dejó a su madre arrodillada al pie de la corriente. Esa tragedia nos marcó a todos, al igual que la historia del psicópata y la de la vaca suicida y el caballo sentenciado. Luego apareció otro engendro, un violador de menores a quien nadie tuvo la valentía de denunciar.
En fin, El Socorro mereció su nombre. Poco a poco se fueron extinguiendo los buenos años. Los años de comer marrano en familia con todos los vecinos, como si hubiéramos nacido del mismo vientre. En Navidad nos uníamos para poner cadenetas de colores y decorar las casas con árboles de papel, gorros de Papá Noel y farolitos de cartulina. Los más pequeños hacíamos la novena hasta el 24, y no nos faltaba aguinaldo.
Doña Ana Tabares, la señora prominente de la cuadra –tenía una microempresa de modistería–, se unía con doña Gabriela, que también cosía, y compraban mercados para repartir entre los más pobres. Las familias de Dieguito y de Octavio siempre eran las primeras en recibir el regalo. Doña Ana y doña Gabriela fueron las fundadoras de la barra El Hincha Fiel, y todos nos volvimos hinchas del Medellín. Íbamos al estadio uniformados con las sudaderas y camisetas que ellas confeccionaban.
Ir a fútbol los domingos era una religión, y una delicia para todos. Las señoras llevaban sancocho o arroz con pollo y lo repartían en el entretiempo. Íbamos a Oriental, y en los clásicos compartíamos tribuna con los hinchas de Nacional. Si el sancocho de alguna de las barras se malograba, las demás juntaban porciones para compensar la pérdida.
Doña Ana Tabares tenía tres hijos: Nandito, Wilmar y David. Nandito, el mayor, trabajaba como chófer de bus y de taxi, y había sido mi padrino de confirmación. Wilmar era el segundo, un pelao alegre, buen futbolista, amante de la salsa. David era el menor, el mimado de la familia, y amigo de todos los niños del barrio: Sergio, Diego, Juan Carlos, Juan K., Octavio, Danilo, Carola, Bertha, Sandra.
La violencia del narcotráfico lo cambió todo. Los combos crecieron, se multiplicaron y se dispersaron por todos los rincones de Medellín. Ya no se trataba de ladrones de bolsos y de antenas de carros como Los Montañeros, quienes jamás se metían con los niños del barrio ni con los vecinos. Eran otras “ligas”. La plata abundaba en ese camino de fieras.
Muchos de los jóvenes de El Socorro se convirtieron en adictos y empezaron a formar grupos delincuenciales. Amigos de infancia como Alejo, ‘Yuma’ y ‘Gori’ fueron los primeros en conseguir armas: navajas y cuchillos al principio, luego trabucos y pistolas hechizas.
La guerrilla había empezado a llegar a la comuna desde los cerros y matorrales de San Cristóbal. Se acabaron los paseos de olla al morro, a elevar cometas y a rodarse en costales de fique. Era peligroso subir, y era peligroso dejar la calle 101, el último rincón pacífico que le quedaba al barrio. Los guerrilleros mandaban en lo alto, la periferia. Escribían panfletos amenazantes, decretaban horarios de salida y llegada a las casas. Decían, incluso, qué música se podía oír.
Sobrevivimos al 88. Aunque con problemas, el barrio seguía adelante. Las mismas familias, costumbres similares, los mismos amigos. Las niñas se metieron a clases de modistería, los pequeños nos hicimos Boy Scouts; seguíamos estudiando y soñando con ser futbolistas.
Nacional ganó la Copa Libertadores y, aunque éramos hinchas del DIM, todos en la 101 salimos a celebrar. Fue uno de los últimos abrazos grupales en El Socorro, una de las últimas veces que trasnochamos al ritmo de Lisandro Mesa y Los Corraleros de Majagual.
Días después supimos de la llegada de refuerzos para Los Duros y de la aparición de un nuevo combo en El Chispero. También se hablaba de gente rara que deambulaba por Juan XXIII, La Pradera, El Coco y el 20 de Julio. Cosas extrañas sucedían en las noches. A los parqueaderos llegaban buses cargados de jóvenes procedentes de Castilla, Manrique o Belén. Al morro llegaba gente armada y encapuchada. Las mamás nos prohibían salir a la calle, ya no se respetaba ni el mediodía. A cualquier hora se podía ver a los “capuchos” persiguiendo jóvenes drogadictos. Los mataban al pie de las casas, junto a sus madres y hermanos. Los mataban solo a ellos, a los “drogos”, para dejar un mensaje claro.