No sé si me perdí algo bueno o si fui privilegiado por la suerte de no haber vivido nunca de veras en un barrio. Pero la cosa es que nunca viví en eso que encierra la palabra de origen árabe encargada de nombrar las afueras de una ciudad. Los primeros años, que según dice el rumor de los aficionados a hacer metáforas son fundamentales en la formación del carácter, los pasé entre dos casas en Envigado: la de mi bisabuela, una casa grande de cuartos en galería, a una cuadra de la plaza, donde después abrieron el almacén Ley, y la de mis padres, mucho más pequeña y luminosa, que tenía el encanto del fantasma de una niña de catorce años y medio que a veces se manifestaba por medio de una luz brillante como una estrella caída y planeaba por el solar entre la raíz del papayo y la fronda del limonero.
La casa de mi bisabuela estaba pintada de un granate de sangre vieja. Aromaba a azaleas, café, cacao y humo de veladoras votivas de ricino, y a veces la invadía el tufo blandengue de la letrina de cajón. Mi bisabuela tenía un gato, que yo traté de ahorcar muchas veces, sin crueldad, por una precoz inclinación a la ciencia, para averiguar qué tan cierto era que los gatos tienen siete vidas. No saqué nada en claro más allá de unos arañazos que no se me infectaron como quizás lo merecía. Pero me gané el odio eterno del gato, que me cogió pavor. Como es apenas gatural.
Yo no crecí en un barrio. Yo crecí entre casas, en un laberinto de casas que me es imposible reseñar, porque mi familia trashumante siempre estaba cambiando de casa y porque se me confunden como si fueran una sola casa plástica que cambia de forma con los años, según se van maleando los recuerdos.
A veces las casas estaban en un barrio. Como la que habitamos mis padres, mis dos hermanas y yo en Armenia, Quindío, en un barrio pobre, según oí decir, el barrio obrero, frente a un cementerio cundido de malezas cuyo silencio no me inquietaba, y donde jamás vi entrar un muerto en andas de un montón de personas con cara de “yonofuí” ni salir un vivo silbando, estrenando zapatos y atusándose el bigote. Las calles eran anchas y destapadas, pero yo nunca les pisé los terrones porque jamás me dejaban salir más allá del antejardín, de modo que la idea de barrio, del barrio propiamente dicho, fue una ilusión lejana, una abstracción, un paisaje remoto que no me incumbía, un reguero de techos de barro o de cubiertas de cinc. A veces una nube de polvo doblaba una esquina, a veces el escándalo de un aguacero formaba un río rojizo y turbulento que corría pegado a las paredes haciendo gorgoritos y arrastrando barcos de papel. Yo nunca pude hacer un barco de papel decente. Pero estamos hablando de otra cosa.
Mis padres, a pesar de las penurias evidentes del hogar, estaban convencidos de que nos corría por dentro una sangre azul espesamente católica, apostólica y romana, y no compaginaban con el populacho del vecindario, con sus radios altisonantes y sus malos modales, sus modas y sus mascotas. Ambos detestaban las mascotas como posibles vectores de enfermedades y problemas. A mi padre que era flaco como un cepillo de dientes le gustaban las zarzuelas, La boda de Luis Alonso le encantaba, y las arias de las óperas italianas, la basura técnica de Paganini y El sombrero de tres picos de Manuel Falla. De modo que tomaba la música popular como una ofensa. Las rancheras y todo eso, y los tangos, propios de putas y de borrachos. Mi padre era abstemio radical. Pero sobre todo los merengues y los porros le parecían bullicios de vidas desarregladas. Cuando comenzaban a sonar, escondía la cabeza bajo la almohada con el mohín de alguien que se siente desgraciado.
Mi padre coleccionaba antigüedades. En cajas de cartón, encima de los escaparates, debajo de las camas. Lujos tallados en cedro, cristales de Bohemia, floreros azules en camas de paja. Para cuando pudiera cambiar la casa por una mejor. Cuando al fin lo consiguió, me confesó que ya no valía la pena, que sus pianos y sus exhibidores de sándalo ya no le sabían a nada porque lo habían cogido viejo.
Jamás me lo dijeron, pero a mis padres se les notaba que se sentían distintos aunque les costara mantener a sus hijos calzados y sin mocos verde pálido sobre los labios, como los que lucían los hijos de la montonera, de los seres comunes y silvestres, con quienes apenas trataban, a quienes distinguían con el saludo de una remota cortesía: mi madre levantando un poco el velo de humo del sombrero fúnebre y mi padre con una inclinación somera de la pequeña cabeza de mono.
Mis únicos amigos eran unos gusanos y un perro muy grande color miel llamado Pipa, o que yo nombré Pipa, que venía a visitarme para recibir el pedazo de panela que yo robaba para él y que él consumía con inmensa dificultad porque tenía tan largas las orejas que temía comérselas y debía espantarlas del plato con enérgicas cabezadas. Qué orejas más tristes. Y qué triste como se marchaba después dando zancadas de perezoso, no sin antes dirigirme una sonrisa amarilla con todos sus dientes, largos y gastados.
Los gusanos, por su parte, vivían en unas matas de anís en el solar, frente a la cocina abierta. Eran anillados en verde y negro, y yo los estimulaba con una espiga del pasto para obligarlos a sacar las diminutas antenas color papaya, blandas y parsimoniosas, y a expeler el olor característico de papaya podrida.
También tuve un enemigo: una novilla sin cuernos de un blanco sucio con manchas color vino que entraba en el antejardín a pisotear los claveles y que yo echaba a patadas, sin odio, como si cumpliera un deber policial, como si contribuyera de ese modo a mantener el orden de la casa y la familia.
Allá viví el 9 de abril. De la fecha conservo unos recuerdos que he intentado poetizar en vano. Veo pasar unos raudos automóviles llenos de desaforados agitando banderas rojas, desgañitándose, los ojos rojos brotados y las lenguas rojas colgando hasta el pecho como corbatas rojas; veo unos furtivos personajes incoloros cruzando el jardín bajo grandes fardos de telas, botines del saqueo; veo a mi padre cuñando puertas y ventanas con el mobiliario, y a la sirvienta, Otilia, una mulata de dientes de oro que mi madre quería como a una hermana, con una expresión de resignación y espanto. Y me recuerdo dando un paseo con mi padre por el centro de la ciudad convertida en cenizas después del zafarrancho que siguió a la muerte de Gaitán. Mi padre era laureanista de misa dominical. Y compró en el baratillo de los despojos un búho de fundición del que estuvo muy ufano hasta que tuvo que venderlo en uno de esos callejones económicos que parecían complacerlo. Eso fue su vida: atesorar para dilapidar. Enamorarse de cosas que terminaban en la prendería.
Ahora que lo pienso, viví en un montón de barrios pero los viví al modo del dormido. Como un marginado. Sin participar en sus movimientos más que de lejos. Después de Armenia, de donde mis padres se fueron aterrados por el incendio, viví en Medellín, en el barrio Boston, arriba, en una casa con vista a la quebrada Santa Elena. Desde la terraza contemplaba los patios de las casas vecinas donde las madres despiojaban a sus hijas, de rodillas ante ellas, pacientemente entregadas, cubriéndoles los muslos con las cabelleras cundidas de liendres. Y más tarde viví en el barrio Alejandro Echavarría, porque mi padre consiguió trabajo en Coltejer. Y recuerdo que su primer reloj de pared, pues ya comenzaba a aficionarse a los relojes, me producía una admirable sensación de seguridad que resultó transitoria, efímera. Porque por una crisis nerviosa, quizás desencadenada por la falta de sufrimientos, mi padre fue internado en la recién fundada clínica Los Ángeles, donde un doctor Jaramillo le partió la columna en seis pedazos con unos choques insulínicos aplicados a la topa tolondra en compañía de una enfermera borracha. Y echaron a mi padre de Coltejer. Y la familia partió a Bogotá con una magra indemnización que mi madre consiguió después de batallar como una fiera con los fieros abogados del “primer nombre en textiles”.
Mis padres debían creer que cambiando de ciudad engañaban a la pobreza. Pero la pobreza es paciente, incisiva y pegadiza, y no se deja despistar con un trasteo. Y nos siguió hasta Bogotá, hasta Teusaquillo, que aunque figura con el nombre de barrio en los mapas de la capital, no sé si tengo derecho a considerarlo como un barrio propiamente dicho, hasta hoy, que sigue siendo el mismo conglomerado de casas de aire europeo rodeadas de pinos ahogados en hollín. Cerca del húmedo apartamento con el entresuelo cundido de babosas, donde mi madre abrió el Salón de Belleza Miami mientras a mi padre se le soldaban los huesos, había dos parquecitos descuidados, sombríos, alrededor de los cuales se había instalado una colonia judía. Me gustaban los suspiros del trolley y el chisporroteo de las cargaderas en las intersecciones. Pero eso no hace un barrio, ni mucho menos. En la esquina había una tienda donde yo compraba las revistas de Hopalong Cassidy y Roy Rogers, La pequeña Lulú y los Halcones negros.
A falta de amigos en esas calles vacías, y a modo de ensayo de fuga de la tutela de los padres opresivos, a veces me iba con mis diez años a ver el ave paraíso que había en una vitrina en la Quinta de Bolívar. O me metía en el Museo Nacional a una exposición filatélica financiada por la embajada de Inglaterra. Allí tocaba siempre el helado aerolito de la entrada aprovechando el primer descuido del guardia. Y jamás dejé de visitar el hacha con que mataron al general Uribe Uribe. De regreso a casa me daba una vuelta por el parque Brasil, me emborrachaba en el carrusel destartalado, apedreaba un pinche y fingía comerme el supuesto despojo para espantar al policía.
Ya empezaba a convertirme en un muchachito muy raro que quería ser santo pero no paraba de masturbarse y quebraba adrede los vasos para ponerle un poco de emoción a la vida. Y entonces me fui al seminario. A hacerme santo. El seminario era lo más distinto a un barrio que se pueda imaginar. Y sobre todo ese seminario en Yarumal bajo un cielo negro como el ala del gallinazo.
Fui privado por la suerte de la suerte de conocer un barrio con todas las de la ley, es decir, una organización definida por una iglesia mastodóntica construida con bases de empanadas, con una carnicería atestada de cadáveres de jóvenes vacas, una tienda de abarrotes atendida por el hijo albino de un alcohólico, un salón de billares que escupe tangos desde que amanece, una escuela con una campana que parte el día en porciones iguales como si fuera una torta, una parada de buses y un peladero que hace de cancha de fútbol, cuyos linderos marca una quebrada por donde bajan periódicos muertos, perros podridos, zapatos nonos, ollas rotas y harapos que cabecean contra las piedras. Porque eso es un barrio, me digo, aunque soy un lego en barrios y apenas vine a conocer el alma de un barrio a partir de cierta clase de literatura que siguió al nadaísmo, escrita por jóvenes de Medellín y Cali: Helí Ramírez, Juan José Hoyos y Óscar Domínguez, entre otros. Jóvenes escritores que se hicieron viejos rememorando partidos de fútbol entre equipos de camajanes y noches de amigos en la esquina mal iluminada donde fumaron el primero cigarrillo y le dieron el primer beso a una novia el mismo día que estrenaron bicicleta.
La cosa puede expresarse mejor de este modo: aunque mi familia como casi todas las familias modestas de esta república modesta a veces debió habitar en barrios, yo no conocí los barrios, pues mi madre mantenía cerradas las ventanas de sus casas. Porque mamá consideraba que la vida era peligrosa y estaba plagada de tentaciones innobles, y mantenía a sus hijos al margen de los riesgos del mundo, el demonio y la carne, los extraños, los negros, los gitanos y los curas, pues aunque era católica como la que más, también desconfiaba de los curas y le parecía que estaban equivocados en un montón de cosas.
El encierro perpetuo me obligó a crecer dedicado a los interesantes menesteres de vigilar, en busca de un modelo, la gravitación de las pequeñas galaxias que forma el polvo en las espadas de luz que entran por los topes de los postigos; de descifrar la música de la gota de una llave cariada en una secuencia de silencios que aprendí a valorar, tic, toc, tic, tictic. Tictic. Pausa corta. Tic. Pausa larga. Toc. Y que me hicieron soñar un tiempo con la idea de hacerme músico para inventar el hidrófono, lo cual se me convirtió en una obsesión, en una especie de hidrolatría.
A veces me pasaba las tardes entresacando un orden en los floripondios del empapelado. O inventaba paisajes en la humedad de la pared de una habitación abandonada. O escarbaba bajo las piedras de un solar y me embelesaba en las faunas que albergaban debajo, colonias de cochinillas, escarabajos solitarios, pequeñas cucarachas deslumbradas y hormigas que cultivan huertos de hongos entre arrumes de seda barata.