Para muchos la guerra era solo un hecho distante, un murmullo lejano y temible entrevisto en la mugre de la prensa y el ruido de la radio y la televisión. Habíamos padecido la violencia de los narcos, pero eso de enfrentamientos con helicópteros artillados que disparaban indiscriminadamente sobre las casas, francotiradores en las colinas de los barrios, bloqueos de calles para contener el avance del enemigo, retenes de policía a la entrada de la comuna, requisas para entrar o salir, detenidos, muertos y desaparecidos, era nuevo.
Era el tiempo del miedo: dormir bajo las camas para esquivar las balas de los tiroteos de toda la noche, asomarse al balcón para a ver a la gente indefensa blandiendo trapos blancos, implorando que el Black Hawk no se inclinara sobre sus cabezas.
Pero todo eso se veía venir, había indicios, historias, presencias.
Los barrios populares de Medellín supieron de la guerrilla en la década del ochenta, durante las negociaciones con el gobierno de Belisario Betancur. El espacio abierto fue aprovechado por el M-19, el EPL, las Farc y el ELN para crecer y afianzarse en diversos sectores de la ciudad. Con el fracaso de los acercamientos de paz y el avance del narcotráfico, esos espacios se perdieron, se transformaron. Pero las semillas del espejismo revolucionario estaban plantadas. Y abundaba el más peligroso de los abonos.
Entre 1996 y 1997, la escasa presencia del gobierno en las zonas más pobres de la ciudad tuvo como respuesta el surgimiento de grupos armados como las Milicias Populares de Occidente, las Milicias América Libre y los Comandos Armados del Pueblo (CAP), que asumieron funciones de control social en un corredor estratégico para la guerra donde no se conocía ni se reconocía al Estado.
Los CAP lograron reconocimiento y poder empleando estrategias de integración con la comunidad, lo que les permitió contar con respaldo para moverse y conseguir que muchos jóvenes se sumaran a sus filas. Su origen aún no es claro. Para algunos eran una disidencia del ELN y para otros una facción de una milicia desmovilizada; lo cierto es que consiguieron afincarse en los barrios, controlar aspectos de la vida comunitaria y figurar en los medios por algunas de sus acciones.
En la madrugada del 5 de septiembre de 2000, entre las 3:00 y las 3:30 de la mañana, los CAP activaron cargas explosivas en seis sedes de empresas de juegos de azar en Medellín, Itagüí, Copacabana, Bello y Girardota, según las autoridades, para presionar por el pago de extorsiones.
Acciones como estas, sumadas a los asesinatos y secuestros que se les atribuían, fueron la excusa ideal para que, con la bendición de algunos sectores del poder económico y político de la ciudad, irrumpieran los paramilitares. Su primer objetivo era sacar del territorio a las milicias “independientes” y a las Farc y el ELN; estas dos últimas organizaciones se habían instalado en la Comuna 13 a finales de los noventa, aprovechando el camino abierto por los milicianos.
El territorio estaba dividido. Las milicias populares controlaban Las Independencias, Nuevos Conquistadores, Belencito y Villa Laura, el ELN patrullaba el 20 de Julio y El Corazón, y las FARC el sector de Zonitas.
Luego de las primeras “bendiciones”, comenzó el ataque frontal contra los CAP por parte de los organismos de seguridad del Estado. Los “paras” venían detrás.
El 24 de febrero de 2002 se realizó la Operación Otoño. Efectivos del ejército, el CTI y el desaparecido DAS irrumpieron en la supuesta celebración de los seis años de fundación de los CAP; capturaron a 42 presuntos milicianos, y decomisaron armas de fuego, municiones y prendas privativas de las fuerzas militares.
Solo tres días después se llevó a cabo la Operación Contrafuego en el barrio Blanquizal. Por primera vez se utilizaron helicópteros artillados para apoyar a cerca de 600 policías, 400 soldados y 63 fiscales, que realizaron 63 allanamientos y 31 capturas, decomisaron armas, explosivos y equipos de comunicaciones. En medio del fuego indiscriminado murieron cinco hombres señalados de milicianos.
Ocho días después de la Operación Contrafuego, atendiendo un llamado de los CAP, subí al barrio La Divisa y me entrevisté con ellos y con algunos miembros de la comunidad. Las pruebas que me entregaron mostraban que no todos los detenidos eran milicianos y que uno de los “muertos en combate” era un menor con retraso mental muy conocido en el barrio. Esas denuncias nunca fueron escuchadas.
Estas dos operaciones fueron apenas ejercicios de entrenamiento para lo que sucedería el 21 de mayo de 2002. Ese día, a las 3:00 de la mañana, tanques blindados del ejército destruyeron un transformador de energía y dejaron a oscuras la parte alta de los barrios 20 de Julio, El Salado, Las Independencias y Nuevos Conquistadores, dando inicio a la Operación Mariscal. Durante doce horas hubo un despliegue de casi mil efectivos de la policía, el ejército, la fuerza aérea, la fiscalía y el CTI.
Gracias a las denuncias de organizaciones defensoras de derechos humanos el operativo no pudo desarrollarse totalmente. Sin embargo, en esas doce horas murieron nueve civiles –entre ellos varios menores de edad–, hubo 37 heridos y 55 personas fueron detenidas sin importar si eran culpables o inocentes; simplemente se asumía que quienes vivían en la 13 eran milicianos.
La ofensiva continuó, y el 15 de junio de 2002 se adelantó la Operación Potestad, en la que murió un presunto miliciano y dos más fueron capturados.
El 20 de agosto en la madrugada inició la Operación Antorcha en Las Independencias, El Salado, 20 de Julio y El Corazón, con el pretexto de evitar atentados durante la Feria de las Flores que iniciaba. En el asalto murió un cabo de la policía y dos más resultaron heridos, al igual que dos menores y 37 civiles. El principio de distinción entre combatientes y civiles ya no importaba, la guerra en los barrios altos del occidente ya no era una noticia distante.
El avance paramilitar, de la mano de las fuerzas militares, denunciado desde finales de 2000 y comienzos de 2001 por organizaciones defensoras de derechos humanos y por los propios Comandos Armados del Pueblo, era una realidad visible.
Al sentir que sus denuncias eran ignoradas, los CAP diseñaron acciones para que la ciudad se enterara de cómo, en nombre del anticomunismo, morían –y seguirían muriendo– muchos inocentes. Primero pensaron en secuestrar al director de un noticiero radial de Medellín para entregarle un comunicado, pero desecharon la idea y optaron por dejar un falso carro bomba en la calle San Juan, cerca de la 76, con un comunicado en el que detallaban el avance de los paramilitares, denunciaban la llegada de gente del campo que se instalaba en sitios estratégicos de los barrios y describían el reclutamiento de jóvenes por parte de los ‘paracos’. Pero Medellín fue sorda.
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Nos conocimos cuando éramos niños. Mi familia acababa de llegar a Medellín desplazada de Urabá por la pobreza y la violencia partidista, y vivíamos en una de las casas de propiedad de su abuela. Pasados muchos años nos volvimos a encontrar. Acudía con cierta regularidad a las oficinas de un noticiero, subía hasta el segundo piso, saludaba a la gente y permanecía durante mucho tiempo conversando con alguien en la redacción. Acuerpado, alto, blanco, de nariz aguileña y porte militar, se llamaba Carlos Mauricio García Fernández, alias ‘Doble Cero’, y era el jefe de seguridad de Vicente Castaño, el fundador del Bloque Metro.
En su desespero ante la arremetida paramilitar, y enfurecidas por las visitas a la emisora de uno de sus enemigos acérrimos, las milicias decidieron poner una bomba en las instalaciones. El 24 de agosto de 2001, hacia las 9:30 de la noche, un carro de paletas cargado con treinta kilos de explosivos fue detonado en la parte posterior del edificio. Hubo cerca de 35 heridos, y graves daños materiales en la emisora y en varias edificaciones vecinas. La policía habló de carro bomba y el gobierno de un atentado contra el derecho a la información, pero nunca se dijo la verdad sobre el porqué de la bomba.
De nada valieron las denuncias y acciones propagandísticas. Para agosto de 2002 los paramilitares ya habían comenzado a instalarse en los sectores de La Loma, San Cristóbal y La Gabriela, así como en los barrios Juan XXIII, Blanquizal y La Divisa, de donde las milicias habían tenido que replegarse hacia donde aún eran fuertes: Las Independencias, Nuevos Conquistadores, El Corazón, Belencito y Villa Laura.
El 16 de octubre llegó el puntillazo final. Helicópteros Black Hawk, tanquetas y tropas con ametralladoras M60 y fusiles acordonaron la zona para impedir el ingreso de organismos defensores de derechos humanos y medios de comunicación. Así comenzó la Operación Orión, en la que participaron más de tres mil hombres del ejército y la policía, respaldados por paramilitares encapuchados y uniformados.