Bambi, Bunny y Baby, las Barbecue Ketshup Girls, estrellas contemporáneas del mundo de la música pop, me visitaron en mi casa, a cuatro horas de Medellín. Arrebatadas y violentas como nadie, me atacaron a preguntas. Estaban deseosas de mejorar su imagen. Las ventas iban de mal en peor. Sus últimos discos, Tu bragueta abierta señala claramente tus intenciones, Sexo de carnaval y Un trampolín hacia tu sexo habían sido un absoluto fracaso comercial.
Luego de varios años de aparecer por todos lados en prensa, internet y televisión, de hacerse cirugías plásticas que prácticamente reinventaron sus cuerpos, convirtiéndolas en masmelos humanos de tetas hinchadas, muslos gruesos y traseros regordetes; luego de contratos millonarios para películas pornográficas, y de trabajar al lado de actores del cine de acción como Mike Steve Bronson y Hugh Lazzarus, las chicas se enfrentaban al peor momento de sus carreras.
Llamadas “las nuevas Beatles femeninas del mundo del pop” por la prensa sensacionalista, eran famosas por sus escándalos y excesos con las drogas y el alcohol.
A los diecinueve años, Bambi era una incorregible neoyorquina a la que le encantaba andar descalza por todos lados. Había vivido su infancia en un pueblo pequeño, y se caracterizaba por ser sumamente agresiva y rebelde. A los quince años se había ido a probar suerte a Nueva York con su novio Bobby Mc- Queen, un harlista de tiempo completo, amante de los deportes extremos. Bambi se enamoró de su cuerpo fornido y sus bruscos tatuajes de cráneos y ensaladas en llamas. Al llegar a Nueva York montaron un sex shop, donde vendían desde ropa de cuero y látigos para quienes gustan de la dominación, hasta condones y vibradores con forma de gatos, alacranes y arañas para celebrar la noche de Halloween como se debe.
En sus fiestas y correrías, la feroz Bambi, que no soportaba que le alzaran la voz, conoció en un bar latino a Bunny Rodríguez, puertorriqueña de veintidós años que había sido conejita de Playboy y ahora trabajaba en McDonald’s como una “sofisticada mesera”, según sus propias palabras.
Mientras compartían goma de mascar y las infaltables dosis de ácido y éxtasis, Bunny le propuso a Bambi hacer algo verdaderamente radical con sus vidas. Bunny tenía en su casa un altar a la “Diosa Madonna”, como ella la llamaba, y cargaba en su billetera fotos de Britney Spears, Kylie Minogue, Jennifer López y Kate Perry. Bunny decía que le hablaban en sueños y se le aparecían vestidas de colegialas y con ligueros, provocándola para que hiciera algo con su vida. “No puedo ser una tontarrona y exhibir mi cuerpo toda la vida a una partida de imbéciles que gustan de manosearte mientras tragan hamburguesas –decía–. La vida tiene que ser algo más que esto”.
Robaron algo de dinero para comenzar su aventura, y decidieron conformar un grupo de rock, acelerado y sinuoso, llamado Las Monta-varones. Aunque empezó como un clásico grupo de garaje, se hizo muy popular en la movida underground. Las Monta-varones arrojaban al público platos untados de mantequilla, envoltorios de papas fritas y hasta sus propios almuerzos, en protesta contra un mundo laboral tóxico y depredador que no dejaba respiro para la libre expresión del alma humana.
En uno de sus toques, Las Monta-varones conocieron a la chica que les hacía falta para alcanzar el estrellato: la coqueta Baby, de dieciocho años, lindas pecas y un escote que incitaba todo el tiempo a arrebatos carnales. Baby era la típica chica de papá, sobreprotegida de un mundo cruel y devorador. Ansiosa y aburrida de la burbuja que sus padres habían creado para ella, Baby se había tatuado una cruz gamada en la nalga derecha y otra en la izquierda, para formar el que, decía ella, era el rostro del anticristo: Barack Obama.