Cuando yo nací, Bogotá era ya una ciudad y La Candelaria el propio centro en lugar de un confín. Los adultos no podían andar más de una cuadra sin alegar que “esto era un potrero” o “aquí quedaba una laguna” y que la ciudad estaba jodida, muy jodida. Las mamás cocinaban, los papás trabajaban, los niños se gastaban la plata en maquinitas, las niñas jugaban Champusí. Las familias tenían perros, las abuelas gatos vagabundos, las tías pájaros, y los vecinos educaban loros. Los perros eran casi siempre callejeros, de nombres como Trotsky, Princesa o Motas, los gatos arañaban y daban miedo, los pájaros canturreaban en las mañanas y los loros sabían decir “hijueputa”. Pero yo no tuve perros ni gatos ni pájaros ni loros. Cuando el campo ya quedaba lejos, tuve cuarenta gallinas.
Cuarenta gallinas en una casa de La Candelaria, entre el brevo y el cerezo y la hierbabuena y el romero y la enredadera y el saúco y las uchuvas y el llantén. Cuarenta gallinas y cuatro patos en el solar, después del patio y junto a la casa de los gnomos, porque mi casa es una matrioska de ladrillo con una casa más pequeña en su interior. En la casita, que es una habitación, vivía Doña Angelita: una vieja de ojos verdes, dulce y pequeña, que tomaba changua en las mañanas en un pocillo de flores que giraba y batía antes de cada sorbo.
Cuarenta gallinas rojas, cafés, blancas, rebosantes de plumas, gordas y bulliciosas a las que yo enseñaba a leer mientras empollaban huevos. Aquí la a, aquí la c, diga kokorokó, usted por qué no hizo la tarea. Cada una tenía cuaderno, nombre, expediente. Cuarenta gallinas y cuatro patos que entraban peinados y en fila a clase y que a la hora de leer se desordenaban y revolvían la comida sin control. Entonces me transformaba en una maestra estricta, regla en mano golpeaba el tablero: a ver Josefina, qué dice acá. Vocalice, mijita, que no se le entiende nada. Reglazo. Cuac cuac cuac cuac. Reglazo. Los patos andaban en fila como bebés con piernas de alicate. Reglazo. Las gallinas miraban el tablero, miraban arriba, miraban abajo, miraban la regla, miraban los patos, miraban el brevo, miraban la casa de Doña Angelita, miraban el patio, miraban los cuadernos, miraban las letras, miraban los árboles, miraban la enredadera, miraban el tapete de llantodebebé, se miraban entre ellas, miraban a la profe. Dispersas, dispersas, dispersas, dispersas. Reglazo. Tensas, tensas, tensas, tensas. Reglazo. Cuac, cuac, cuac, cuac. Reglazo. Me subía la ira del profesorado. Reglazo. Los patos hacían charcos de agua. Reglazo.
Después de las clases algunas lograban dejar el corral para correr con esa calma zen de las gallinas que siempre parecen a punto de volar. Y volaban, digamos. Volaban como los aviones de papel que hacíamos con mi hermano: bajito, poquito y mediocre. No era un vuelo sino el aleteo torpe de la caída. ¿Y qué hacían cuarenta gallinas y cuatro patos en el solar de los León Borja, tan lejos del campo y tan cerca del Palacio de Nariño? Producir. Las gallinas ponían huevos doble yema, gigantes, deliciosos. ¿Y los patos? Comer, comer para engordar y algún día producir. Comer para algún día ser comidos. Todo un emporio avícola cuya virtud fue producir más en la cabeza de mi padre y en los anhelos de mi madre que en la realidad del solar. Ese era el rebusque planificado de un andariego capitalino –papá periodista, dos viajes a Europa– y una campesina tolimense hija de campesinos que una vez vio al Diablo y a la Virgen de Chiquinquirá.
Pero los huevos se vendían, sí. En la tienda de Doña Lucía que entonces era de Doña Rosa, en el mercadito de Don Álvaro, en la carnicería de la loma. Otros se quedaban para la casa: los huevos fritos de mis desayunos, los huevos con arroz y atún de mi hermano, los huevos de la changua de Doña Angelita, los huevos para la torta de espinacas de mamá, los huevos tibios –más bien crudos– que hacía papá. Un idilio de yemas cremosas, amarillentas, almíbares salados, y claras tostaditas, batidas, espumosas. Comimos huevos hasta que dejamos de tener gallinas, y tuvimos gallinas hasta que dejaron de comprarnos huevos. Lógicas de mercado.
El día que dejamos de vender huevos mi papá vendió los patos. Porque olvidé decir que mientras las gallinas ponían huevos para medio barrio, los patos comieron y crecieron como nadie pensaba que un pato para la venta, en la ciudad, podía crecer. Fuimos incapaces de sacrificarlos, algo los queríamos; pero el amor no es más fuerte, es el hambre. En Paloquemao comenzó el tanteo, y allí se quedaron. ¿A cómo los patos? A tanto. ¿Los va a llevar? No, tengo cuatro para vender. ¿Y a cómo los vende? A tanto con tanto porque son más grandes que los que usté me vende a tanto.