Número 68, agosto 2015

Mascotas
Lizeth León. Ilustraciones: Elizabeth Builes

 
Ilustraciones: Elizabeth Builes
 

Cuando yo nací, Bogotá era ya una ciudad y La Candelaria el propio centro en lugar de un confín. Los adultos no podían andar más de una cuadra sin alegar que “esto era un potrero” o “aquí quedaba una laguna” y que la ciudad estaba jodida, muy jodida. Las mamás cocinaban, los papás trabajaban, los niños se gastaban la plata en maquinitas, las niñas jugaban Champusí. Las familias tenían perros, las abuelas gatos vagabundos, las tías pájaros, y los vecinos educaban loros. Los perros eran casi siempre callejeros, de nombres como Trotsky, Princesa o Motas, los gatos arañaban y daban miedo, los pájaros canturreaban en las mañanas y los loros sabían decir “hijueputa”. Pero yo no tuve perros ni gatos ni pájaros ni loros. Cuando el campo ya quedaba lejos, tuve cuarenta gallinas.

Cuarenta gallinas en una casa de La Candelaria, entre el brevo y el cerezo y la hierbabuena y el romero y la enredadera y el saúco y las uchuvas y el llantén. Cuarenta gallinas y cuatro patos en el solar, después del patio y junto a la casa de los gnomos, porque mi casa es una matrioska de ladrillo con una casa más pequeña en su interior. En la casita, que es una habitación, vivía Doña Angelita: una vieja de ojos verdes, dulce y pequeña, que tomaba changua en las mañanas en un pocillo de flores que giraba y batía antes de cada sorbo.

Cuarenta gallinas rojas, cafés, blancas, rebosantes de plumas, gordas y bulliciosas a las que yo enseñaba a leer mientras empollaban huevos. Aquí la a, aquí la c, diga kokorokó, usted por qué no hizo la tarea. Cada una tenía cuaderno, nombre, expediente. Cuarenta gallinas y cuatro patos que entraban peinados y en fila a clase y que a la hora de leer se desordenaban y revolvían la comida sin control. Entonces me transformaba en una maestra estricta, regla en mano golpeaba el tablero: a ver Josefina, qué dice acá. Vocalice, mijita, que no se le entiende nada. Reglazo. Cuac cuac cuac cuac. Reglazo. Los patos andaban en fila como bebés con piernas de alicate. Reglazo. Las gallinas miraban el tablero, miraban arriba, miraban abajo, miraban la regla, miraban los patos, miraban el brevo, miraban la casa de Doña Angelita, miraban el patio, miraban los cuadernos, miraban las letras, miraban los árboles, miraban la enredadera, miraban el tapete de llantodebebé, se miraban entre ellas, miraban a la profe. Dispersas, dispersas, dispersas, dispersas. Reglazo. Tensas, tensas, tensas, tensas. Reglazo. Cuac, cuac, cuac, cuac. Reglazo. Me subía la ira del profesorado. Reglazo. Los patos hacían charcos de agua. Reglazo.

Después de las clases algunas lograban dejar el corral para correr con esa calma zen de las gallinas que siempre parecen a punto de volar. Y volaban, digamos. Volaban como los aviones de papel que hacíamos con mi hermano: bajito, poquito y mediocre. No era un vuelo sino el aleteo torpe de la caída. ¿Y qué hacían cuarenta gallinas y cuatro patos en el solar de los León Borja, tan lejos del campo y tan cerca del Palacio de Nariño? Producir. Las gallinas ponían huevos doble yema, gigantes, deliciosos. ¿Y los patos? Comer, comer para engordar y algún día producir. Comer para algún día ser comidos. Todo un emporio avícola cuya virtud fue producir más en la cabeza de mi padre y en los anhelos de mi madre que en la realidad del solar. Ese era el rebusque planificado de un andariego capitalino –papá periodista, dos viajes a Europa– y una campesina tolimense hija de campesinos que una vez vio al Diablo y a la Virgen de Chiquinquirá.

Pero los huevos se vendían, sí. En la tienda de Doña Lucía que entonces era de Doña Rosa, en el mercadito de Don Álvaro, en la carnicería de la loma. Otros se quedaban para la casa: los huevos fritos de mis desayunos, los huevos con arroz y atún de mi hermano, los huevos de la changua de Doña Angelita, los huevos para la torta de espinacas de mamá, los huevos tibios –más bien crudos– que hacía papá. Un idilio de yemas cremosas, amarillentas, almíbares salados, y claras tostaditas, batidas, espumosas. Comimos huevos hasta que dejamos de tener gallinas, y tuvimos gallinas hasta que dejaron de comprarnos huevos. Lógicas de mercado.

El día que dejamos de vender huevos mi papá vendió los patos. Porque olvidé decir que mientras las gallinas ponían huevos para medio barrio, los patos comieron y crecieron como nadie pensaba que un pato para la venta, en la ciudad, podía crecer. Fuimos incapaces de sacrificarlos, algo los queríamos; pero el amor no es más fuerte, es el hambre. En Paloquemao comenzó el tanteo, y allí se quedaron. ¿A cómo los patos? A tanto. ¿Los va a llevar? No, tengo cuatro para vender. ¿Y a cómo los vende? A tanto con tanto porque son más grandes que los que usté me vende a tanto.

 

Mi papá encapuchó a dos, los vendió, y plata en mano se encargó de cerrar el negocio llevándose a los dos restantes. No más patos en esta historia ni en el solar ni en las clases de lectura. Cuatro patos que sabían leer, la mejor educación que un pato haya podido recibir; ni siquiera el patito feo que se convirtió en cisne era capaz de leer el cuento sobre el patito feo que se convirtió en cisne. Los míos sí. Cuatro patos lectores en la plaza de Paloquemao.

Basta de lágrimas. Dejamos de extrañar a los patos con la siguiente tanda de huevos; aunque un día los huevos mismos fueron insuficientes. ¿Y ahora? ¿Vender las gallinas? Imposible. Matemos una. ¿Pero cómo? Yo le digo cómo. En la esquina de la casa se plantaba Mercedes, Merceditas, la viejita de los aguacates y los mamoncillos y las frutas malas que botaban en Paloquemao –donde algunos patos sabían leer. Mercedes, Merceditas, campesina morena y recia, de trenzas blancas, negras, blancas con negro, saco azul y delantal. Mercedes, Merceditas, mamá de Inés, abuela de dos muchachitos. Mercedes, Merceditas, la que quería a papá por comprarle aguacates sin pedir rebaja y a mamá porque, cuando se enloquecía, le regalaba a Inés y a los niños toda nuestra ropa. Mercedes, Merceditas, la que me llamaba niña carlitas, porque la hija de Don Carlos es muy hija de su papá. Mercedes, Merceditas, no me diga niña carlitas. Como sumercé diga, niña carlitas.

Mercedes, Merceditas, sabía matar gallinas. Deje mija que yo voy el jueves y le enseño cómo es que siace. Y así fue. Mercedes, Merceditas, llegó a las cinco de la tarde, cuando el sol escaseaba en el patio y las gallinas se adormilaban. Pasó derecho por la cocina, salió al patio, entró al solar. El cuento, mija, es muy sencillo. Vusté elige gallina y la deja tomar confianza; la corretea por todo el patio y la agarra endespués con fuerza. Dígale al chino que aliste cuerda pa amarrale muy bien las patas, y con el animal dominado sumercé le tuerce el pescuezo. No me le vaya a dar pena ni se ponga vusté con cuentos, eso dele con enjundia que así le sabe más güeno. Deja la gallina muerta, le reza tres padres nuestros, alista el platón con agua, uno grande y que esté hirviendo. Vusté le suelta las patas, agarra el animalejo, lo dentra en agua caliente y deja que afloje el cuero. Le va quitando las plumas, con maña y sin tanto agüero, y toitico pelaíto lo abre y saca los huevos. ¡Límpiele bien la sangre! ¡Desprésela poai derecho! ¿Sí ve que no tiene ciencia? ¿Vusté no se crio con eso?

Parecía echando un conjuro, una bruja en un aquelarre. Mercedes Merceditas con gorro de bruja y nariz de bruja y cucharón de bruja. Mercedes Merceditas con una escoba Mercedes Benz. Ese día mataron una, y cada tanto mataban otra. Mercedes no volvió pero mamá siguió el ritual. Otras cinco, otras diez, otras quince, otras veinte. Otras y otras hasta que fueron treinta y nueve. Sancochos, ajiacos, sudados, gallinas criollas. Suculentos platos con gallinas letradas y estudiosas, que habrían podido leer de corrido Las mil y un recetas colombianas con gallina. Y comimos –¡vaya si comimos!– con gusto y pésame todo ese desfile de carne colegial.

Llegó el día en que solo quedaba otra para el último ritual. Siempre jueves, a las cinco, mamá correteó la gallina y la agarró como una experta. Mi hermano la ató de las patas, ambos la aseguraron bien. Mamá le torció el pescuezo y la soltó un poco después. Entre los tres la desplumamos, la limpiamos, la rajamos. Sin más, sin dolor, por costumbre. Una parte de nosotros fue su infierno y fue su cielo. ¿Adónde van las gallinas cuando mueren? Al estómago de los comensales. Entre todos devoramos las letras, los sonidos, mi mamá me mima mucho yo amo a mi mamá. Tragarse las palabras –¿pudo ser más literal?.

Para cuando matamos la gallina cuarenta, algo en nosotros había cambiado. Yo no daba más clases, jugaba sola al correo, y mamá no cocinaba tanto porque se enloquecía más seguido. Mercedes Merceditas dejó de vender a diario y mi papá compraba aguacates pidiendo alguna rebaja. Los corrales se los comió el óxido y la mugre hasta que un día la inercia no dio más y los quitamos. Volvimos a comer huevos, de una yema, cada dos días. No hubo más sancochos ni sudados. Si las gallinas vivieran aquí leerían FIN.UC

 
blog comments powered by Disqus
Ingresar