Número 68, agosto 2015

 
Pasala Ricardo, no seás personalista

Luis Miguel Rivas. Ilustraciones: SroK

 
Ilustraciones: SroK
 

Vine a enterarme de la importancia mundial del fútbol envigadeño recién llegué a Buenos Aires, cuando noté que los equipos del campeonato profesional argentino habían copiado sus nombres de los equipos de mi pueblo: San Lorenzo, River, Boca. Con esos equipos (los originales, los que jugaban en la cancha de arenilla del barrio El Dorado) nació el fútbol, el primer fútbol de verdad que vi en persona: partidos con jugadores uniformados, guayos y árbitro vestido de negro con silbato, libretica y tarjetas, en cancha grande con las líneas marcadas, como se jugaba en la televisión, y no como lo jugábamos nosotros todos los días (hasta cinco y seis cotejos diarios) en una calle inclinada, con piedras como arquería y tenis rotos o botas desjarretadas, y hasta zapatos de la primera comunión para estupor de las madres, y con equipos claramente diferenciados por uniformes inconfundibles: uno sin camiseta y otro con ella.

En la carrera 37 entre calles 37 y 38 del barrio Mesa viví mi época gloriosa como futbolista, antes de que mi talento fuera descubierto por Jairo Tabares, el técnico de uno de esos equipos de cancha grande, que me fichó después de verme jugar un desafío contra los de El Guaimaro y me introdujo en el fútbol verdadero, abriendo la senda que me habría llevado directo al profesionalismo si no se hubiera desviado, bajo el influjo de mis terrores ancestrales, por el camino del infortunio.

Ahora es que pienso: para qué me metí en eso del fútbol grande sabiendo que antes de la aparición de Jairo ya éramos verdaderos futbolistas profesionales, si tener profesión es dedicar días y noches enteras (porque en las noches soñaba con partidos) a una sola actividad. Como si antes de Jairo el destino no me hubiera enviado una advertencia clara con la aparición de Hernando, el técnico fantasma.

En esos días yo salía de mi casa a las nueve de la mañana y al voltear la esquina los encontraba a todos ya listos: ‘La Chinga’, un moreno bajito igualito a Pelezinho y tan calidoso como él, parado sobre el balón; Juanfer, una mole torpe e impasable de piernas blanquísimas y dientes de conejo, que redujo su vida futbolística a esa época porque después nunca a nadie en ningún lugar del universo se le ocurrió ponerlo a jugar en un equipo; Fernando, mono, de ojos verdes, con un carácter mucho más notable que su habilidad física que le bastaba para generar respeto y capitanear un equipo con entereza; y ‘Manolete’, un chico tímido (que años más tarde se volvió temible), sin mucha fuerza, pero voluntarioso e incansable buscando el balón. Y luego iban llegando los demás: Ricardo, Luis, José, ‘Chepe’, Diego, y algunos ocasionales como ‘Beto’ y su hermano Juan Carlos, que aparecían cuando venían a pasar unos días donde la abuela que vivía en mitad de la cuadra.

Entonces se armaban las arquerías con piedras y Fernando y Ricardo hacían el pico-monto-pico-monto, y se formaban los equipos: yo me voy con La Chinga, entonces yo me quedo con Miguel, yo me voy con Juanfer, y yo me llevo a Manolo, yo voy con Chepe, venga pa acá Diego. Arrancaba el partido y jugábamos y jugábamos y sudábamos y alegábamos y nos desgañitábamos: pasala Ricardo, caele Beto, duro Juanfer, ponémela Chinga, dejá de ser personalista Ricardo, chutá Diego, golazooo, eso no fue gol, cómo que no si pasó entre las piedras, sí pero muy arriba, cómo que muy arriba si pasó debajo del travesaño, cuál travesaño ome, listo mijo sigamos que goles es lo que les vamos a meter. Y luego de un partido de tres horas a doce goles, con cambio de arquería a los seis, conversábamos un rato sentados en la acera mientras chupábamos bolis, y después se armaba otro partido con los jugadores intercalados y juegue y juegue, y otra vez correla Juan Carlos, meliátelo Chinga, quitásela Juanfer, Diego Alejandro que venga a almorzar es la última vez que le digo, ya voy mamá, caele Manolo, cruzala Beto, pasala Ricardo no seas personalista, ¡fául, fául!, dejá de ser cochino Juanfer, cómo que cochino si solo fue un taco.

Obvio que todos teníamos el sueño de jugar en un equipo de cancha grande, con uniforme, director técnico y árbitro y jueces de línea y todo. Pero de eso casi no se hablaba, tan absortos estábamos realizando el sueño de jugar el día entero todos los días. O tal vez no nos atrevíamos a soñar en voz alta y pensábamos que eso era para otros, una cosa muy distinta a lo que nosotros hacíamos todos los días: jugar.

Por eso cuando apareció Hernando, el técnico fantasma, todos nos entusiasmamos. Nadie supo de dónde salió pero cada uno creía que era conocido de alguno de los otros por la familiaridad con que nos trataba. Después de un partido muy reñido yo había ido a mi casa a llenar con agua una botella de gaseosa, y cuando volví encontré a Fernando y a La Chinga al lado de un señor blanco y alto, de pelo cortico y bien peinado, con la camisa por dentro y los zapatos embetunados; lo escuchaban atentamente y los otros se iban acercando a hacerle corrillo. Hernando hablaba moviendo las manos, emocionado, como si hubiera encontrado algo muy importante que se le hubiera perdido: “Vamos a formar un equipo de fútbol, aquí hay mucho talento, ustedes tienen mucha madera y sé que podemos pelear el campeonato infantil de la liga de Envigado”, decía, y nosotros escuchábamos hipnotizados. Contó que había jugado en Los Naranjos y en San Mateo (insignes equipos envigadeños cuyos nombres fueron de los pocos que se salvaron de ser copiados por el fútbol argentino) y que había dirigido la infantil del San Lorenzo, pero que se había tenido que ir de la ciudad y ahora había vuelto con la intención de formar un equipo nuevo, independiente; que nos había visto jugar varias veces y que con nosotros sabía que iba a ganar el campeonato municipal. El equipo ya tenía nombre: Creaciones Mimí, como se llamaba la empresa de un amigo de él que nos iba a regalar los uniformes, o sea la pantaloneta y la camiseta, porque las medias las ponía cada jugador y los guayos los podíamos comprar entre todos, ahorrando, porque él tenía quien nos los vendiera más baratos al por mayor. Remató diciendo que si entrenábamos juiciosos, en seis meses estaríamos listos para empezar a jugar fútbol de verdad.

Empezamos a entrenar lunes y miércoles, de siete a nueve de la noche, en distintos lugares. A veces en la cancha de La Paloma, otras en un tierrero del barrio San José, de vez en cuando en la cancha de baloncesto de La Merced, e incluso en la mismísima cancha de El Dorado, a un ladito porque ese día había partido. Trotábamos, hacíamos flexiones, pateábamos balones llenos de arena, hacíamos tiros desde lejos y jugábamos pequeños cotejos con arquería grande, en la que los arqueros se podían tirar voladoras. Y a cada entrenamiento todos llevábamos la cuota del ahorro para los guayos, producto de las raciones diarias que nos daban en la casa y que no nos gastábamos en la escuela. Hernando recibía la plata y anotaba la cifra en un cuaderno frente al nombre de cada uno. Entrenábamos soñando con el partido inaugural: nos veíamos caminando con esa prestancia que da la altura de los primeros guayos, como las mujeres cuando estrenan tacones; saliendo del camerino, tocando la arena con la mano y echándonos la bendición antes de entrar sacando pecho, mirando a la tribuna con un ojo y con el otro a los demás compañeros en sus posiciones, con el uniforme limpiecito de Creaciones Mimí. Un mes antes del comienzo del campeonato Hernando llevó las planillas de inscripción y nos pidió foto, y a la semana apareció con una muestra del uniforme: camiseta roja con cuello azul y dos bandas azules horizontales, pantaloneta azul con ribetes rojos: era hermoso. No tenía todavía el letrero de Creaciones Mimí porque solo era una muestra.

Al último entrenamiento llegamos felices porque ya todos habíamos terminado de pagar los guayos y ese día Hernando llevaría los uniformes. Pero pasó media hora y no llegaba; pasó otra media hora y una hora más hasta que nos cansamos de esperar. ¿Qué le pasaría?, nos preguntábamos al otro día. Y nunca lo supimos porque nunca volvimos a saber de él. Desapareció como había llegado, como un fantasma.

Pasamos una semana de luto y nadie volvió a la calle. Hasta que las ganas de jugar fueron más grandes que cualquier decepción y sin llamarnos ni decirnos nada nos encontramos otra vez y volvimos a armar el partido con arquerías de piedras, olvidados de la vana ilusión de los arcos grandes. Jugamos con más ahínco que nunca y más partidos que siempre, sin hablar mucho, poniendo toda la energía en el pavimento para enterrar el mal recuerdo con la pasión de una gambeta, con la emoción de un pase preciso, y ponémela Chinga, metele taco Juanfer, perseguilo Manolo, pasala Ricardo no seás personalista, chutá Diego chutá y golazoooooo. Y a veces, cuando el balón se iba lejos y nos quedábamos parados esperando que alguien fuera por él y en ese momento aparecía en la esquina la figura de un hombre mayor, mirábamos atentos, silenciosos, sin decirnos nada, esperando que, después de solucionar sus inconvenientes, Hernando hubiera regresado con una caja llena de guayos y uniformes.

 

Habían pasado varios meses y ya casi nadie mencionaba a Hernando cuando apareció Jairo Tabares. Le acabábamos de ganar a los de El Guaimaro doce a ocho y yo había metido siete goles. Mientras escurría una bolsa de agua, sentado en la acera, Jairo se me acercó y me dijo que había visto el partido, que él era el técnico de Depósitos La Glorieta y estaba buscando un 10 urgente porque al que tenía lo habían operado de apendicitis: “Pasado mañana tenemos partido y necesitamos solucionar ese problema. Si usted quiere ya está en el equipo, dígame de una vez y lo planillo”.

Aunque Depósitos La Glorieta era un equipo de verdad y aunque Jairo era conocido en el ambiente del fútbol y aunque no me había pedido plata, no pude dejar de sentir desconfianza. Pero fui al partido.

Jairo me recibió en el camerino (una caseta con tres baños y dos bancas largas de cemento) como a una estrella y me presentó a los otros muchachos que se estaban cambiando. Me miraron serios, concentrados, con una certeza sólida de ser futbolistas que me amedrentó; usaban doble media y espinilleras y todos tenían guayos. “Él es el nuevo 10, un calidoso”, dijo Jairo, y me entregó una bolsa plástica: “Este es su uniforme. Cámbiese para que empecemos la charla”.

Me hice a un lado y abrí el paquete. Tomé la camiseta con las puntas de los dedos y la saqué para contemplarla: blanca, con una franja amarilla que le cruzaba el pecho, y arriba, en letras negras: Depósitos La Glorieta. Le di vuelta y me impresioné cuando vi, ocupando toda la espalda, casi más grande que la camiseta, el número 10. Miré a los otros chicos, que escuchaban a Jairo como soldados antes de entrar en combate. Sentí un escalofrío repentino, acompañado de una vocecita que salía de ninguna parte: te metiste en la grande. Me cambié rápido y me acerqué cuando Jairo trazaba con tiza, sobre una tabla, varias líneas que definían cómo nos íbamos a mover y qué jugadas íbamos a hacer. Entonces caí en cuenta de que nunca había jugado un partido con planes ni esas cosas, ni con más de cinco compañeros de equipo, y en cancha grande.

No recuerdo lo que dijo Jairo en esa charla porque no puse atención. Yo ya estaba en otro mundo. Terminó de explicar la estrategia, miró su reloj, nos dio un grito de ánimo y nos mandó a la guerra. Al entrar en la cancha toqué el suelo de arena con la mano derecha y me eché la bendición, pero el gesto no fue tan glorioso como me lo había imaginado y lo sentí más bien como el rito previo a la ceremonia de mi sacrificio. Troté sobre el campo inconmensurable, al fondo del cual se alcanzaba a ver la arquería del equipo contrario como un barco asomándose en el lejano horizonte. Casi empujado por un compañero llegué al punto central donde esperaba el árbitro.

Sonó el silbato y patié el balón, más con el deseo de deshacerme de él que con la idea de hacer un pase; pero el compañero me devolvió el servicio y volví a quedar con la pelota. En ese momento supe que había empezado el partido. Alcé la mirada buscando a La Chinga o a Fernando o a Diego o a Juanfer o incluso a Ricardo, aunque fuera tan personalista, pero solo hallé rostros serios de niños adultecidos, vestidos igualitos, con la actitud ansiosa y pesada de la gente responsable. Chuté en dirección a cualquiera que tuviera una camiseta igual a la mía y el disparo me salió como un chorrito sin fuerza que fue a parar a los pies de un contrario. Oí los gritos de reproche y un desánimo paralizador me cayó de sopetón mientras la vocecita de ninguna parte repetía: ¿Qué estás haciendo acá? Me dije que solo se trataba de un mal momento, que ninguno de esos chicos era mejor que yo. Pero cuando había inventado un poco de ánimo el balón volvió a caer en mis pies y al mirarlo quedé aterido, como un animalito obnubilado por un reflector, y chuté como fuera y a donde fuera. De ahí en adelante me dediqué a correr por toda la cancha buscando los lugares por donde no estuviera la pelota, mientras oía como en un eco lejano voces extrañas: “¡Rivas, despertá!”, “¡Atembao, ayudá!”, “¡Rivas! ¡¿Qué estás haciendo?!”. Y luego corrí evitando no solo el balón sino también a mis compañeros de equipo, buscando la cercanía de los contrincantes, gente que no esperaba nada de mí, con la que me sentía un poco más seguro, menos incomprendido.

En el momento más agudo del aturdimiento un defensa de Depósitos La Glorieta hizo un potente rechazo que cayó cinco metros adelante de mí (el único del equipo en campo contrario), y escuché la voz desgañitada de Tabares: “Es tuyo, Rivas, está hecho”. El grito me punzó como un chuzo y corrí como un autómata, alcancé el balón sin pensarlo y avancé con él kilómetros y kilómetros hasta que vislumbré, como entre brumas, el inmenso rectángulo bajo el cual se guarecía una pequeña criatura, y patié con todas las fuerzas de mi vida para deshacerme de una vez por todas de ese maldito balón, y seguí corriendo sin importarme adónde había ido a parar el tiro y crucé la línea final sin discernir qué decían los confusos gritos a mis espaldas, y pasé la pista de atletismo y subí los primeros escalones de la tribuna y seguí corriendo sin parar por las calles del barrio El Dorado y por las del barrio Mesa y llegué a mi casa y me encerré en la pieza a llorar avasallado por un sentimiento en el que se mezclaban el peso de la derrota y la liviandad de la libertad.

No salí de la casa durante tres días y me demoré meses para volver a pasar por los alrededores de la cancha de El Dorado. A mitad de semana tocaron la puerta.
—Doña, ¿Miguel está?
Y yo le hacía señas a mi mamá desde debajo de la cama, moviendo el dedo índice a lado y lado.
—No, como para qué sería.
—Es que es a ver si nos devuelve el uniforme porque ya tenemos el reemplazo pero necesitamos el uniforme.
—Él no está, pero apenas llegue le digo.

El niño regresó a los dos días y después mandaron a otro y a la semana siguiente otro más hasta que se cansaron, y yo nunca devolví el uniforme. No era que quisiera quedarme con él sino que no era capaz de devolverlo. Y cuando por fin me decidí a hacerlo ya el campeonato se había acabado. Nunca lo volví a tocar y estuvo muchos años guardado en el fondo del cajón de la ropa.

Cuando volví a la calle y los amigos me preguntaron cómo me había ido, les dije que muy bien pero que me había aburrido y no iba a volver, que no había como el fútbol de nosotros. Pero algo se había roto dentro de mí porque nunca volví a jugar como antes, del todo, con la plena inconsciencia de no saber qué era eso que hacíamos ni cómo se llamaba, o si servía para algo más que para lo que lo hacíamos. Y luego todos crecimos.

Solo treinta años después volví a jugar con una pasión parecida, en los partidos que organizaban los compañeros de la empresa para la que trabajaba. No eran en la calle sino en una cancha sintética por la que había que pagar (¡pagar por jugar!) y en la que solo se jugaba dos horas porque el tiempo era contratado (¡el tiempo era contratado!) y nuestros físicos atrofiados tampoco habrían dado para más. Jugaba a muerte, como cuando tenía nueve años, transportado a una dimensión sin tiempo ni espacio, sin clientes ni proveedores, sin amores contrariados, sin fin de mes ni sobregiros ni arriendos, cruzala César, correla Carlos, marcalo Manuel, pasala Roberto no seás personalista. Y en cada encuentro semanal dejaba la vida, la única vida realmente mía, porque la que me esperaba al salir de la cancha le pertenecía a una serie de amos implacables. Pero sumido en esa pasión mística olvidaba los límites de mi cuerpo y le exigía esfuerzos ajenos a su naturaleza y a las leyes físicas, hasta que un día me rompí los meniscos con un solo traquido y no pude volver a jugar.

Hoy, a kilómetros y años de esos partidos de empresa, y más lejos aún de los cotejos de la calle, escribo esto para jugar a pesar de los meniscos y como una manera de restituir el uniforme de Depósitos La Glorieta.UC

El libro de los 85 años de la Liga Antioqueña de Fútbol, editado por Universo Centro, circulará desde el 5 de noviembre.

 
Ilustraciones: SroK
 
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