Número 68, agosto 2015

Magia con orinal
Koleia Bungard. Ilustración: Verónica Velásquez

Ilustración: Verónica Velásquez

 

El mago salió de la cantina vestido de mago. Estaba dispuesto a desaparecer la sirena de piedra de la fuente del parque. Del hombro derecho le colgaba un maletín negro de cuerina pelada. Con la mano izquierda sostenía una varita dorada como las que llevan las niñas disfrazadas de hada madrina el día de Halloween.

El cantinero fue el primer sorprendido. Minutos antes, cuando ese extraño forastero de barba larga y pelo lambido de vaca le pidió prestado el baño, cuando lo vio entrar con su maleta gigante tipo empaque de televisor barrigón, cuando lo vio salir sin ella y en su lugar con un bolso pequeño, un sombrero de pana y una varita de mago, cuando lo vio así, con ese traje de circo y con cara de soy el dueño del mundo, se dijo en silencio: “Aquí hay gato encerrado, ¡o conejo!”. Y se rio del mal chiste que gracias a Dios solo oyeron sus tripas.

El cantinero, hombre parco, lunarejo, cejijunto, cantinero de toda una vida, sobrio siempre, buen emborrachador, había visto desde la barra de su negocio todo tipo de eventos absurdos: una partida de ajedrez que duró tres días, una mujer enloquecida de celos que se arrancó tres uñas a la vista de todos, un vendedor de cachivaches que se tomó media botella de aguardiente de un solo trago y después regaló sus mercancías, un niño que vomitó un gusano encima de la mesa. Pero en toda su vida nada lo había sorprendido tanto como llegar a ese cuartucho mohoso en el que apenas cabían un hombre y un orinal y darse cuenta de lo increíble: ¡no estaban el orinal ni la maleta!
Entonces salió gritando: “¡Un mago!, ¡un mago!, ¡ese señor es un mago!”.

Los cinco desocupados que ese medio día tasaban un tinto en la cafetería del lado salieron al galope a detallar al sujeto. Concentrados en su figura mitad fantástica mitad descolorida, atentos a cada paso y movimiento, lo vieron acercarse a la fuente de agua y colgar el bolso desteñido en la rejilla que bordeaba el monumento más antiguo del pueblo. “Vine a desaparecer esta sirena”, dijo con una voz gutural de abuelo fumador, y reparó en cada uno de los que en él reparaban. “Y si quieren ver que no miento, traigan más gente para que no queden dudas”.

Los hombres se miraron entre sí y juntaron las cejas en imitación de las del cantinero. Alelados, envueltos ya por la presencia del mago, los ahora cinco ocupados fueron alejándose del centro del parque y llevaron la noticia a todas las casas y tiendas del pueblo: “¡Van a desaparecer la sirena –decían–, vino un mago y va a desaparecer la sirena!”. La gente, acostumbrada al aquí nunca pasa nada, abría los ojos por inercia como si lo que oyera fuera: asómense que una vaca parió un gallinazo.

El mago, entre tanto, miraba a la sirena de cabeza a cola. Y la sirena, muchacha linda, ay, tan linda, permanecía inamovible, botando por la boca un chorro de agua que salía en arco, salpicaba el bolso del mago y humedecía su provocador cuerpo de piedra: maldita sea, pensaban los jovencitos, por qué la tallaron con las manos tapándose el pecho desnudo, por qué no le dejaron libre aunque fuera un pezón.

El cantinero, más sobrio que nunca, no solo fue el primer sorprendido sino el primero en obedecer. Cerró la cantina y se acercó a la fuente. Pasó de vender tragos a anunciar la función. “¡Gratis! ¡Gratis! ¿Cuándo se ha visto en el pueblo a un mago gratis?”. A todos los que llegaban a ver qué era la cosa, les decía lo mismo en voz baja: “Entró al baño de la cantina a cambiarse. Tenía una maleta gigante, yo la vi. Cuando salió, no la tenía, y cuando fui al baño a fijarme si la había dejado, pues no, la había desaparecido ¡con todo y orinal!”.

A las doce y media salieron los estudiantes del colegio. No se fueron a sus casas a almorzar sino al parque a aumentar el corrillo de la fuente. Allá encontraron a sus mamás, que habían dejado la sopa a medio cocinar, a los profesores, al personero, a los concejales y, en primer plano, claro, al jardinero, un anciano rechoncho encargado de mantener siempre limpia a la mujer de piedra. A “su” mujer.

Para ese momento había crecido, junto con el corrillo y el suspenso, el brillo del sol del mediodía. Los estudiantes se tapaban la cara con los cuadernos, las señoras con los trapos de la cocina, los hombres con hojas de periódicos y el mago con su sombrero.

—¿En serio desapareció el orinal?
—le preguntó el jardinero a uno de los cinco vagos.
—¡Claro!, entró al baño y lo desapareció. Pregúntele a él y verá. El cantinero, que ya había repetido la historia setenta y cuatro veces, asintió arrugando la boca como una página desperdiciada y frunciendo el ceño de modo que las cejas le tapaban la mitad de los ojos.
—Usté me va a perdonar, hombre, pero yo no le creo —repuso el jardinero.
—¿No? Pues problema suyo… Yo de aquí no me muevo a mostrarle. Nos vamos y este tipo desaparece la sirena. Yo no me muevo.
—¡Qué la va a desaparecer! Estos tipos son unos farsantes. Ahora cuando empiece a pedir plata verá de lo que están hechos.
—Piense lo que quiera, viejo, pero lo que soy yo de aquí no me muevo.
—¿Y en serio desapareció el orinal? —volvía el jardinero sobre lo mismo.
—Que sí, viejo, yo lo vi con mis propios ojos. Antes de que él entrara al baño ahí estaba el orinal, usted lo conoce, el mismo orinal de siempre, ahí pegado en la pared, ¿cómo se lo iba a robar si yo lo vi salir? Apenas fui al baño a ver dónde había puesto la maleta gigante con la que entró, no encontré ni maleta ni orinal. El baño estaba solo. Hizo magia, viejo, magia, ¡magia!
—Pues muy raro. Yo le creo lo del orinal pero si voy y lo veo yo mismo.
—Apenas desaparezca la sirena vamos y verá que no es bobiando.

Y mientras llegaba más gente a presenciar la hazaña, el mago, tranquilo, daba pasitos alrededor de la fuente, iba y venía en silencio, inquietante, como un tigre al que van a soltar ya mismo, ya mismo, aquí en la plaza, y que no mira a nadie pero atemoriza a todos. De repente volvió por un milisegundo la mirada a los presentes y repitió: “Vine a desaparecer esta sirena, y si quieren ver que no miento traigan más gente para que no queden dudas”.

No había quien se moviera. Casi todo el pueblo estaba ahí, esperando. Solo faltaban el alcalde, el cura y el sacristán. Al primero le habían quitado las cuatro cordales y, a la hora de la intriga, dormía anestesiado sin tener idea de lo que pasaba afuera. El cura y el sacristán habían salido temprano a repartir hostias en fincas vecinas, y cuando hacían esas correrías llegaban al caer la noche, repletos de tanto comer gratis y cansados de caminar. De lo que se iban a perder.

Aún así, al mago parecía faltarle gente. Luego de darle dos vueltas más a la rejilla, siempre caminando a paso de babosa, dijo por tercera vez: “Vine a desaparecer esta sirena, y si quieren ver que no miento traigan más gente para que no queden dudas”.

—¡Ya no falta nadie!
—gritó uno de los vagos del principio.
—¡Desaparézcala ya, hombre!
— gritó el cantinero.
—¡Sí, mago! ¡Ya! ¡Dale, mago, dale!
—gritaron niños, señoras, estudiantes.

 

El mago, al parecer ya decidido, se quitó el sombrero y le hizo venias al público y a la sirena, sostuvo la varita con la boca, abrió el bolso sin descolgarlo de la rejilla, sacó un tarrito de aceite, goteó sobre una mano, lo guardó, cerró el bolso, tomó la varita con la mano limpia y deslizó el aceite sobre ella. ¡Oooh, la dejó como nueva!

—¡Ahora sí! —dijo alguien excitado. Y hasta los niños en brazos dejaron de parpadear.

—¡Cuál que ahora sí! —gritó el jardinero interponiéndose entre el pueblo y el mago— ¡Cuál que ahora sí, mentiroso! Y ustedes, bobos, no se dejen engañar. ¡Aquí no va a desaparecer nada! Este cree que somos atembaos o qué. Y, bueno, poniendo que la desaparezca, ¿qué pasa si la sirena no vuelve a aparecer? O, a ver, ¿ya apareció el orinal de la cantina?

El cantinero, como si hubiera recibido un aguijón de avispa en las nalgas, salió en carrera de cien metros hacia el negocio. Abrió la puerta, saltó entre las mesas y llegó hasta el baño vacío. Ahí estaba la misma pared lisa que tanto lo había sorprendido cuando salió el mago vestido de mago. Ahí seguía el baño sin orinal.

Los cinco vagos también se acercaron a constatar la magia. Detrás de ellos alzaron la vista el jardinero, el personero y seis concejales. El resto de la gente esperaba viendo al mago brillar su varita, como si no pasara nada. Todavía no pasa nada, todo a su momento, el suspenso es amigo de la magia, disfruta la tensión corrillo hambriento, acalorado y silencioso.

—¿Sí ven?, ¿sí ven? —dijo el jardinero adentro de la cantina— ¡Ahora va y desaparece la sirena y nos quedamos con media fuente! Puede ser muy buen mago, puede ser un genio, ¡pero con mi sirena no se mete!
—Fácil, díganle que aparezca el orinal y desaparezca después la sirena y la vuelva a aparecer y listo, así los deja a todos contentos —propuso el personero.

Los trece hombres salieron de la cantina y se miraron entre sí antes de decidir quién hablaría. Qué manera de extrañar al alcalde, cuándo había sido más necesario el cura, cuándo el sacristán. Azuzado por varios codazos, al fin levantó la voz el cantinero: —Oiga, mago, es que el orinal no ha aparecido.
—¿Está en el planeta de los orinales o qué? —ajustó el jardinero.
—En serio, en serio, mago, el orinal no aparece. ¿Por qué no lo pone otra vez y después desaparece la sirena?
Al cantinero le temblaba la voz y las palabras le salían entrecortadas, como si en vez de los cien metros entre la fuente y la cantina hubiera corrido media maratón.

Pero el mago no respondía, seguía concentrado en el brillo de la varita y en los pechos cubiertos de la sirena. Ay, pobre muchacha, cómo tendrá de ganas de descruzar las manos para dejarse ver siquiera un pezón.

El jardinero, indignado ya por el absurdo, traspasó la rejilla, se metió en la fuente y mojado hasta los muslos abrazó con fuerza a la mujer con cola. Luego gritó para estupefacción de todos:
—¡Si la desaparecen a ella, que me desaparezcan a mí!
—No, abuelito, no, a usted no
—imploró un niño cargado y empezó a llorar con dolor de duelo.
—Quítese de ahí, viejo, deje que el mago haga magia, no sea inmaduro
—gritó uno de los vagos con evidente bravura.
—Pues no y no, no suelto la sirena. Viene este loco a desaparecer lo que yo tanto quiero, ¡así como si nada!, pues no y no. Esta sirena la mandó poner mi abuelo cuando era alcalde, después de soñar que este pueblo tenía mar y playa y sirenas y palmeras y todo eso. Es un tesoro más tesoro que el San José de mármol de la capilla de abajo. ¡Es lo único que con este calor de mierda me hace pensar que somos el Caribe!

Viendo la escena tan revuelta, el mago descolgó el maletín de cuerina y se lo llevó al hombro. Luego se abrió paso entre los vagos y demás mirones sin reparar en nadie. Este tigre salió manso. Le abrieron la jaula y no quiso comer. En vez de contradecir al abuelo comenzó a alejarse despacio, con el mismo paso de babosa con el que rodeó trece veces a la sirena, ay, otra cosa habría sido verle un pezón.

—No se puede trabajar con un público así —habló fuerte con voz de tabaco—. Me les voy, con todo respeto. Y es mejor que no me sigan porque también desaparezco gente. Tosió y se encaminó hacia la esquina.
—¡Mago, no se vaya!
—suplicaron los niños de la escuela.
—Aparézcame el orinal —suplicó el dueño de la cantina.
—Desaparézcame a mí —suplicó el abuelo.

Pero nada, el mago ya no oía a nadie. Todos estaban allá en el centro del parque petrificados como la sirena, temerosos de ir a parar, por qué no, en el mismo quién sabe dónde del orinal. Y entre desesperanzados cuchicheos lo vieron perderse en la calle del hospital.
—¡Abuelo, ¿si vio?!
—se enojaron los niños de la escuela.
—¿Y mi orinal? —clamó el pobre cantinero.
—¡De la que nos salvamos! —dijo el abuelo orgulloso todavía abrazando su sirena.

En esos minutos de indignación para todos, perseguido solo por el sol encandilador de la una de la tarde, el mago afinó el paso y se fue rápido, rápido, tan rápido que no les dio tiempo de pensar qué hacer. Miró aquí, allí, allá, más allá y juró que nadie lo vio montarse al carro donde lo esperaba su gran compañero de acto: el enano más enano del mundo, al que tampoco vieron entrar al pueblo y desaparecer

Y mientras el jardinero sigue aferrado a su sirena de piedra, los estómagos de todos se retuercen de “quiero sopa” y el cantinero reza para que de vuelta a la cantina su orinal esté ahí. Mientras la vida vuelve a ser aburrida para estos pueblerinos sofocados, ahí van los dos, mago y enano, saliendo mágicamente del poblado elegido. El muy bien planeado acto ha llegado a su fin.

Al volante está el mago sin sombrero aún vestido de mago. A su lado el enano cuenta billetes: “¡Nos hicimos el millón!”, grita. Pesa anillos, aretes y cadenas de plata y oro recién desaparecidos de las casas y negocios cuyas puertas, a razón de la prisa, quedaron a medio cerrar. ¿Querían una prueba de magia?

En cuanto al orinal, no lo sabrá el cantinero que ahora bebe su pérdida, pero como por arte de magia, cuando sus ojos medio tapados por las cejas seguían al mago, un grandioso enanito picarón lo sacó de la cantina en una maleta más grande que él. ¿Pensaba que ni las ratas cabían en el sótano? Pues por ahí se lo llevó: abrió un hueco en la tapia, salió por la calle de atrás, lo cargó hasta el carro en la esquina, lo tiró en el maletero y magia magia, junto con mago y enano, ¡desapareció!UC

 
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