El mago salió de la cantina vestido de mago. Estaba dispuesto a desaparecer la sirena de piedra de la fuente del parque. Del hombro derecho le colgaba un maletín negro de cuerina pelada. Con la mano izquierda sostenía una varita dorada como las que llevan las niñas disfrazadas de hada madrina el día de Halloween.
El cantinero fue el primer sorprendido. Minutos antes, cuando ese extraño forastero de barba larga y pelo lambido de vaca le pidió prestado el baño, cuando lo vio entrar con su maleta gigante tipo empaque de televisor barrigón, cuando lo vio salir sin ella y en su lugar con un bolso pequeño, un sombrero de pana y una varita de mago, cuando lo vio así, con ese traje de circo y con cara de soy el dueño del mundo, se dijo en silencio: “Aquí hay gato encerrado, ¡o conejo!”. Y se rio del mal chiste que gracias a Dios solo oyeron sus tripas.
El cantinero, hombre parco, lunarejo, cejijunto, cantinero de toda una vida, sobrio siempre, buen emborrachador, había visto desde la barra de su negocio todo tipo de eventos absurdos: una partida de ajedrez que duró tres días, una mujer enloquecida de celos que se arrancó tres uñas a la vista de todos, un vendedor de cachivaches que se tomó media botella de aguardiente de un solo trago y después regaló sus mercancías, un niño que vomitó un gusano encima de la mesa. Pero en toda su vida nada lo había sorprendido tanto como llegar a ese cuartucho mohoso en el que apenas cabían un hombre y un orinal y darse cuenta de lo increíble: ¡no estaban el orinal ni la maleta!
Entonces salió gritando: “¡Un mago!, ¡un mago!, ¡ese señor es un mago!”.
Los cinco desocupados que ese medio día tasaban un tinto en la cafetería del lado salieron al galope a detallar al sujeto. Concentrados en su figura mitad fantástica mitad descolorida, atentos a cada paso y movimiento, lo vieron acercarse a la fuente de agua y colgar el bolso desteñido en la rejilla que bordeaba el monumento más antiguo del pueblo. “Vine a desaparecer esta sirena”, dijo con una voz gutural de abuelo fumador, y reparó en cada uno de los que en él reparaban. “Y si quieren ver que no miento, traigan más gente para que no queden dudas”.
Los hombres se miraron entre sí y juntaron las cejas en imitación de las del cantinero. Alelados, envueltos ya por la presencia del mago, los ahora cinco ocupados fueron alejándose del centro del parque y llevaron la noticia a todas las casas y tiendas del pueblo: “¡Van a desaparecer la sirena –decían–, vino un mago y va a desaparecer la sirena!”. La gente, acostumbrada al aquí nunca pasa nada, abría los ojos por inercia como si lo que oyera fuera: asómense que una vaca parió un gallinazo.
El mago, entre tanto, miraba a la sirena de cabeza a cola. Y la sirena, muchacha linda, ay, tan linda, permanecía inamovible, botando por la boca un chorro de agua que salía en arco, salpicaba el bolso del mago y humedecía su provocador cuerpo de piedra: maldita sea, pensaban los jovencitos, por qué la tallaron con las manos tapándose el pecho desnudo, por qué no le dejaron libre aunque fuera un pezón.
El cantinero, más sobrio que nunca, no solo fue el primer sorprendido sino el primero en obedecer. Cerró la cantina y se acercó a la fuente. Pasó de vender tragos a anunciar la función. “¡Gratis! ¡Gratis! ¿Cuándo se ha visto en el pueblo a un mago gratis?”. A todos los que llegaban a ver qué era la cosa, les decía lo mismo en voz baja: “Entró al baño de la cantina a cambiarse. Tenía una maleta gigante, yo la vi. Cuando salió, no la tenía, y cuando fui al baño a fijarme si la había dejado, pues no, la había desaparecido ¡con todo y orinal!”.
A las doce y media salieron los estudiantes del colegio. No se fueron a sus casas a almorzar sino al parque a aumentar el corrillo de la fuente. Allá encontraron a sus mamás, que habían dejado la sopa a medio cocinar, a los profesores, al personero, a los concejales y, en primer plano, claro, al jardinero, un anciano rechoncho encargado de mantener siempre limpia a la mujer de piedra. A “su” mujer.
Para ese momento había crecido, junto con el corrillo y el suspenso, el brillo del sol del mediodía. Los estudiantes se tapaban la cara con los cuadernos, las señoras con los trapos de la cocina, los hombres con hojas de periódicos y el mago con su sombrero.
—¿En serio desapareció el orinal?
—le preguntó el jardinero a uno de los cinco vagos.
—¡Claro!, entró al baño y lo desapareció. Pregúntele a él y verá. El cantinero, que ya había repetido la historia setenta y cuatro veces, asintió arrugando la boca como una página desperdiciada y frunciendo el ceño de modo que las cejas le tapaban la mitad de los ojos.
—Usté me va a perdonar, hombre, pero yo no le creo —repuso el jardinero.
—¿No? Pues problema suyo… Yo de aquí no me muevo a mostrarle. Nos vamos y este tipo desaparece la sirena. Yo no me muevo.
—¡Qué la va a desaparecer! Estos tipos son unos farsantes. Ahora cuando empiece a pedir plata verá de lo que están hechos.
—Piense lo que quiera, viejo, pero lo que soy yo de aquí no me muevo.
—¿Y en serio desapareció el orinal? —volvía el jardinero sobre lo mismo.
—Que sí, viejo, yo lo vi con mis propios ojos. Antes de que él entrara al baño ahí estaba el orinal, usted lo conoce, el mismo orinal de siempre, ahí pegado en la pared, ¿cómo se lo iba a robar si yo lo vi salir? Apenas fui al baño a ver dónde había puesto la maleta gigante con la que entró, no encontré ni maleta ni orinal. El baño estaba solo. Hizo magia, viejo, magia, ¡magia!
—Pues muy raro. Yo le creo lo del orinal pero si voy y lo veo yo mismo.
—Apenas desaparezca la sirena vamos y verá que no es bobiando.
Y mientras llegaba más gente a presenciar la hazaña, el mago, tranquilo, daba pasitos alrededor de la fuente, iba y venía en silencio, inquietante, como un tigre al que van a soltar ya mismo, ya mismo, aquí en la plaza, y que no mira a nadie pero atemoriza a todos. De repente volvió por un milisegundo la mirada a los presentes y repitió: “Vine a desaparecer esta sirena, y si quieren ver que no miento traigan más gente para que no queden dudas”.
No había quien se moviera. Casi todo el pueblo estaba ahí, esperando. Solo faltaban el alcalde, el cura y el sacristán. Al primero le habían quitado las cuatro cordales y, a la hora de la intriga, dormía anestesiado sin tener idea de lo que pasaba afuera. El cura y el sacristán habían salido temprano a repartir hostias en fincas vecinas, y cuando hacían esas correrías llegaban al caer la noche, repletos de tanto comer gratis y cansados de caminar. De lo que se iban a perder.
Aún así, al mago parecía faltarle gente. Luego de darle dos vueltas más a la rejilla, siempre caminando a paso de babosa, dijo por tercera vez: “Vine a desaparecer esta sirena, y si quieren ver que no miento traigan más gente para que no queden dudas”.
—¡Ya no falta nadie!
—gritó uno de los vagos del principio.
—¡Desaparézcala ya, hombre!
— gritó el cantinero.
—¡Sí, mago! ¡Ya! ¡Dale, mago, dale!
—gritaron niños, señoras, estudiantes.