Las misas no son
para los perros
J. Arturo Sánchez Trujillo. Ilustración: Alejandra Congote
El sol parecía enfermo porque no calentó ni mañana ni tarde, aunque se dejaba ver a lo lejos, pálido y cabizbajo. Los estudiantes del liceo —casi todos obligados y renegando— marchaban por las calles del barrio para ir a comulgar en la misa de los llamados primeros viernes de mes, a celebrar la aparición de Cristo a Margarita María Alacoque; una francesa santificada que según los católicos sufriría todos los primeros viernes de mes, hasta su muerte, una experiencia mística: cargar en su cuerpo la llaga del costado de Jesús.
Dicha aparición, que resultó ser una sangrienta visita, se habría dado en 1675, durante la Octava del Corpus Christi. Los adictos a la santa sostienen que Jesús se le manifestó con el corazón abierto, rodeado de llamas, coronado de espinas, con una herida de la cual brotaba sangre y de cuyo interior emergía una cruz… Y que, señalando con la mano su corazón, exclamó: “He aquí el corazón que no se ha ahorrado nada…y en reconocimiento no recibo de la mayoría sino ingratitud.” Luego ordenó el día de cada mes en que se le debería rendir el tributo de una misa y comunión, prometiendo no dejar morir en desgracia a quien le cumpliera puntual. En el fondo no era una mala la oferta.
En ese entonces, aquello de sacar malas calificaciones en religión era de lo más temido en esos colegios de santones, dedicados con alma, vida, sotana y vino, al corazón de Jesús. Reprobar la asignatura santa convertía al alumno en algo menos que una cosa sin alma, el ser más execrable y pérfido de la parroquia. Y cargando ese fardo era difícil acercarse a las muchachas.
A mí y a un pequeño grupo de pilluelos que me espejaban en la desobediencia escolar no nos importaba mucho el ritual, pero ese acto “significativo” del desfile con misa a la fuerza, daba un puntaje en la nota definitiva, nuestro juicio final. Y aunque yo aún no había leído El hombre que calculaba, sabía que asistir me convenía para ajustar las cuentas.
Cargando una docena de años, este servidor salía apenas de una tumultuosa y malaventurada infancia. Lo que me gustaba de verdad no eran los sermones sino los trabalenguas y trovas que le oía al abuelo Bernardo cuando desenjalmaba, en la casa de abajo del barrio Belencito, trayendo sus alforjas llenas de cigarrillos Lucky cinco letras y tabacos. Ahora sé que esas oídas y esos tabacos que me jalé, me abrieron las complicadas puertas de la literatura y de otros humos mayores.
Ese día me levanté temprano. A las siete menos veinte salí de mi casa. Llevaba el flaco maletín que contenía lo básico: una revista de aventuras para leer discretamente en caso de una clase aburrida, un grueso cuaderno de tareas varias, dónde anotar de todo sin formalismos, algún mecato, bien recortes de panadería o mango biche con sal, o salchichón. Y bolas de cristal por si había jugarreta después de clases.
Fue seguramente en mayo que ocurrió ese incidente que rememoro, pues durante cuatro semanas le tuvimos que rezar todos los días, a eso de las diez de la mañana, el rosario a la Virgen María en el salón de clases. Y fue en el año 1966 porque en esos días, estando en formación en el gran patio que servía para los descansos, el profesor de religión, un cura malencarado, aprovechado y de mente retorcida que abusaba de su autoridad y de aquellos muchachos que inocentemente le contaban pecados mortales en el confesionario, nos dijo alzando la voz y las manos: “Ese bandolero que murió en el monte no tiene perdón de Dios, es una vergüenza para la iglesia, siquiera se murió”.
Se refería al sacerdote Camilo Torres quien recién ingresado a las guerrillas del Eln había sido dado de baja al tratar, según la retórica zurda, de “recuperarle en combate su fusil al enemigo”. Acción intrépida, heroica y poco recomendable que hizo curso en los códigos de las primeras guerrillas comunistas, hasta que Bateman Cayón, el estratega “loco” del M19, enseñó que era mejor, más barato y más fácil aterrizar en algún río aviones cargados de fusiles, conseguidos en el mercado negro; o hacer huecos bajo tierra que llevaran directo a las armerías de batallones oficiales.
Lo que viví aquel viernes de 1966 en la mañana al ir a recibir clases fue extraño pero al fin y al cabo normal, por estar acostumbrado a rodearme de lo inaudito. Abrí la puerta de mi casa y vi dos grandes perros asediando a un tercero; una chanda de pelambre negra con manchas blancas y amarillas, que tenía mocha la oreja derecha y la cola visiblemente desnutrida. Era un callejero.
Un atacante le mordía la pata delantera izquierda de donde salía sangre, y otro trataba de agarrarle el cuello. En medio de la perrada se escuchaban súplicas a la vez cargadas de la furia y la angustia del vencido. Si se tradujeran estos conmovedores sonidos al lenguaje humano, quizás se escucharía algo como esto: Ayyy, ¡ayuda! ¡Auxilio! ¡Socorro! Suéltenme faltones, de a uno, de a uno, lagañas, garufas, ¡hijueputas!
Acudí en su ayuda, porque aún sin creer en el cielo o esperarlo, siempre he sido un metido obligado cuando las cosas cojean, se inclinan de forma injusta y desmedida. Zapateé la acera y cogí dos piedras que lancé contra una caneca de basura al lado de la gazapera, esperando amedrentar con el estruendo a los pandilleros, y lo logré.
La alegría y agradecimiento del orejimocho fue grande. Se me abalanzó y de un zarpazo trepó a mi camisa blanca donde quedaron sus huellas. Luego de derrumbarme saltó sobre mi rostro y sobraron lambetazos. Para liberarme, tuve que despedirlo y correrlo a punta de maletín.
Me retiré apurado porque en esa cárcel escolar cerraban la puerta de entrada a la hora en punto. Y a veces antes. Era la tercera institución que pisaba en tres años y esperaba que no me dieran nuevamente boleta de expulsión. Algunos coordinadores de disciplina nunca estuvieron a la altura del libre desarrollo de mi personalidad.
El animal empezó a seguirme; supe que me había nombrado su amo, sin consultar. Cuando llegaba a la gallera del barrio, a una cuadra de mi destino, un sitio oscuro donde los precursores de los primeros mafiosos tenían crías de pelea para matar el tiempo, pensé que el can debía despegarla por el bien de los dos. Nuestra sociedad había terminado hacía rato. Y era obvio que ya no podíamos estar juntos, ser camaradas: las misas no son para perros.
Especulé acerca de todo lo ridículo y problemático que sería que el terco compañero se me arrimara en la formación o en la misa, y me le paré enfrente: ¡huich!, resoplé y lo hice alejar unos metros. Varias veces repetí la acción sin resultados. Él retrocedía y luego bailando en la cola me alcanzaba otra vez. Salí corriendo, di vueltas a varias manzanas e ingresé tarde al patio de donde ya se disponían a salir. El profesor cura que se cuenteaba con el rector en un promontorio de cemento “delante de la tropas”, me miró manicruzado mientras me incorporaba tarde a la filas. En el aire juvenil de aquel recinto se escapó un jocoso murmullo.