Número 67, julio 2015

Las misas no son
para los perros

J. Arturo Sánchez Trujillo. Ilustración: Alejandra Congote

 

El sol parecía enfermo porque no calentó ni mañana ni tarde, aunque se dejaba ver a lo lejos, pálido y cabizbajo. Los estudiantes del liceo —casi todos obligados y renegando— marchaban por las calles del barrio para ir a comulgar en la misa de los llamados primeros viernes de mes, a celebrar la aparición de Cristo a Margarita María Alacoque; una francesa santificada que según los católicos sufriría todos los primeros viernes de mes, hasta su muerte, una experiencia mística: cargar en su cuerpo la llaga del costado de Jesús.

Dicha aparición, que resultó ser una sangrienta visita, se habría dado en 1675, durante la Octava del Corpus Christi. Los adictos a la santa sostienen que Jesús se le manifestó con el corazón abierto, rodeado de llamas, coronado de espinas, con una herida de la cual brotaba sangre y de cuyo interior emergía una cruz… Y que, señalando con la mano su corazón, exclamó: “He aquí el corazón que no se ha ahorrado nada…y en reconocimiento no recibo de la mayoría sino ingratitud.” Luego ordenó el día de cada mes en que se le debería rendir el tributo de una misa y comunión, prometiendo no dejar morir en desgracia a quien le cumpliera puntual. En el fondo no era una mala la oferta.

En ese entonces, aquello de sacar malas calificaciones en religión era de lo más temido en esos colegios de santones, dedicados con alma, vida, sotana y vino, al corazón de Jesús. Reprobar la asignatura santa convertía al alumno en algo menos que una cosa sin alma, el ser más execrable y pérfido de la parroquia. Y cargando ese fardo era difícil acercarse a las muchachas.

A mí y a un pequeño grupo de pilluelos que me espejaban en la desobediencia escolar no nos importaba mucho el ritual, pero ese acto “significativo” del desfile con misa a la fuerza, daba un puntaje en la nota definitiva, nuestro juicio final. Y aunque yo aún no había leído El hombre que calculaba, sabía que asistir me convenía para ajustar las cuentas.

Cargando una docena de años, este servidor salía apenas de una tumultuosa y malaventurada infancia. Lo que me gustaba de verdad no eran los sermones sino los trabalenguas y trovas que le oía al abuelo Bernardo cuando desenjalmaba, en la casa de abajo del barrio Belencito, trayendo sus alforjas llenas de cigarrillos Lucky cinco letras y tabacos. Ahora sé que esas oídas y esos tabacos que me jalé, me abrieron las complicadas puertas de la literatura y de otros humos mayores.

Ese día me levanté temprano. A las siete menos veinte salí de mi casa. Llevaba el flaco maletín que contenía lo básico: una revista de aventuras para leer discretamente en caso de una clase aburrida, un grueso cuaderno de tareas varias, dónde anotar de todo sin formalismos, algún mecato, bien recortes de panadería o mango biche con sal, o salchichón. Y bolas de cristal por si había jugarreta después de clases.

Fue seguramente en mayo que ocurrió ese incidente que rememoro, pues durante cuatro semanas le tuvimos que rezar todos los días, a eso de las diez de la mañana, el rosario a la Virgen María en el salón de clases. Y fue en el año 1966 porque en esos días, estando en formación en el gran patio que servía para los descansos, el profesor de religión, un cura malencarado, aprovechado y de mente retorcida que abusaba de su autoridad y de aquellos muchachos que inocentemente le contaban pecados mortales en el confesionario, nos dijo alzando la voz y las manos: “Ese bandolero que murió en el monte no tiene perdón de Dios, es una vergüenza para la iglesia, siquiera se murió”.

Se refería al sacerdote Camilo Torres quien recién ingresado a las guerrillas del Eln había sido dado de baja al tratar, según la retórica zurda, de “recuperarle en combate su fusil al enemigo”. Acción intrépida, heroica y poco recomendable que hizo curso en los códigos de las primeras guerrillas comunistas, hasta que Bateman Cayón, el estratega “loco” del M19, enseñó que era mejor, más barato y más fácil aterrizar en algún río aviones cargados de fusiles, conseguidos en el mercado negro; o hacer huecos bajo tierra que llevaran directo a las armerías de batallones oficiales.

Lo que viví aquel viernes de 1966 en la mañana al ir a recibir clases fue extraño pero al fin y al cabo normal, por estar acostumbrado a rodearme de lo inaudito. Abrí la puerta de mi casa y vi dos grandes perros asediando a un tercero; una chanda de pelambre negra con manchas blancas y amarillas, que tenía mocha la oreja derecha y la cola visiblemente desnutrida. Era un callejero.

Un atacante le mordía la pata delantera izquierda de donde salía sangre, y otro trataba de agarrarle el cuello. En medio de la perrada se escuchaban súplicas a la vez cargadas de la furia y la angustia del vencido. Si se tradujeran estos conmovedores sonidos al lenguaje humano, quizás se escucharía algo como esto: Ayyy, ¡ayuda! ¡Auxilio! ¡Socorro! Suéltenme faltones, de a uno, de a uno, lagañas, garufas, ¡hijueputas!

Acudí en su ayuda, porque aún sin creer en el cielo o esperarlo, siempre he sido un metido obligado cuando las cosas cojean, se inclinan de forma injusta y desmedida. Zapateé la acera y cogí dos piedras que lancé contra una caneca de basura al lado de la gazapera, esperando amedrentar con el estruendo a los pandilleros, y lo logré.

La alegría y agradecimiento del orejimocho fue grande. Se me abalanzó y de un zarpazo trepó a mi camisa blanca donde quedaron sus huellas. Luego de derrumbarme saltó sobre mi rostro y sobraron lambetazos. Para liberarme, tuve que despedirlo y correrlo a punta de maletín.

Me retiré apurado porque en esa cárcel escolar cerraban la puerta de entrada a la hora en punto. Y a veces antes. Era la tercera institución que pisaba en tres años y esperaba que no me dieran nuevamente boleta de expulsión. Algunos coordinadores de disciplina nunca estuvieron a la altura del libre desarrollo de mi personalidad.

El animal empezó a seguirme; supe que me había nombrado su amo, sin consultar. Cuando llegaba a la gallera del barrio, a una cuadra de mi destino, un sitio oscuro donde los precursores de los primeros mafiosos tenían crías de pelea para matar el tiempo, pensé que el can debía despegarla por el bien de los dos. Nuestra sociedad había terminado hacía rato. Y era obvio que ya no podíamos estar juntos, ser camaradas: las misas no son para perros.

Especulé acerca de todo lo ridículo y problemático que sería que el terco compañero se me arrimara en la formación o en la misa, y me le paré enfrente: ¡huich!, resoplé y lo hice alejar unos metros. Varias veces repetí la acción sin resultados. Él retrocedía y luego bailando en la cola me alcanzaba otra vez. Salí corriendo, di vueltas a varias manzanas e ingresé tarde al patio de donde ya se disponían a salir. El profesor cura que se cuenteaba con el rector en un promontorio de cemento “delante de la tropas”, me miró manicruzado mientras me incorporaba tarde a la filas. En el aire juvenil de aquel recinto se escapó un jocoso murmullo.

 
Ilustración: Alejandra Congote

Estábamos a punto de abandonar el patio y observé preocupado cómo, saltando una grieta que daba a los solares aledaños del edificio, entraba de nuevo el de las cuatro patas, husmeando y mirando fijamente los rostros. No será difícil imaginar que buscaba a su ahora desgraciado protector. Dieron la orden de partir y salimos al fin, pero solo después de que cerraron la puerta de entrada y ya tomando la calle cercana a la iglesia, pude confirmar que mi pesadilla había quedado atrás. Descansé…
 
No he sido creyente, ni ovejita en el corral de nadie. Me descreí precisamente cuando, después de leer buenos libros, renuncié a soportar dócilmente el peso infame de los latigazos benditos que me dieran por ser considerado con razones un pequeño demonio. Y fui mucho más descreído al conocer a ese cura insoportable, con sus manías que contradecían la moralina que balbuceaba en clase, con su fino y grueso cristo de madera negra terciado en el cinto, que le servía de cachiporra.

Sin embargo, y a pesar de mi temprana sospecha anticlerical, ese día le pedí a algún dios por última vez, al dios de los perros si existía, que en compensación por mi acto de solidaridad tan de mañana, me librara de aquella bien agradecida compañía, pues haría peligrar mis calificaciones con catastróficas consecuencias. Alguien me había soplado que en la familia solo esperaban un nuevo resbalón para recluirme en el preventorio.

Ignoramos hasta dónde llega la gran lealtad de esos sujetos con cola y olvidamos que no están envenenados con astucias políticas. Sabemos sí, con alegría o con creces, que una criatura de estas encuentra a cualquiera solo siguiendo el olor que quedó grabado en un grano de azúcar, una miga de pan, o un miserable pelo caído del bigote.

Estando en la sagrada elevación, ya dada por terminada la fábula, apareció de nuevo “perrito”, olfateando desesperado en una puerta lateral a tres o cuatro metros del tablón donde me encontraba sentado. Aproveché para arrodillarme antes de que me pillara, y cuando empezó a revisar detenidamente las hileras, me arrastré hacia el corredor central, llamando la atención de un auditorio que quedó sorprendido e incrédulo ante mi huida. El propio oficiante se desconcentró, la solemnidad del sacramento fue desbaratada.

Agachado con mi ruina, salí de un brinco del templo. Los gestos grotescos del cura, que apretaba los puños, me anunciaron la tormenta. Hui, eché a correr hasta la esquina y tomé un bus para el centro, pero me bajé a un tercio del camino, en los billares de la placita de la América con el fin de relajarme. A pesar de mi corta edad podía entrar al lugar por cortesía de algunos camajanes que me conocían “con la buena”. En esa guarida encomendé mi alma al juego de cartas. A las dos de la tarde campanearon que la policía andaba de batida en los alrededores y me tocó salir.

Supe luego que mi incondicional amigo canino, terminada la eucaristía de aquella mañana amarga, fue sacado a escobazos, con mucha dificultad, por el sacristán y varios devotos. Y después escuché algo en una tienda del Segundo Danubio, que me dio pistas sobre la posible causa de la bronca canina en la que estuve metido. Mi protegido, que no se sabe de dónde apareció, aventurero o desplazado, gustaba tener como novias a todas las hembras de su especie en esos territorios y había preñado unas cuantas en un descuido de sus amos, mientras las tiraban a ensuciar jardines. No solo lo querían fuera de allí o linchado los viejos alfa, también algunos paisanos amenazaban con matarlo y hacer salchichas.

Quise ver de nuevo ese perro que al final me caía bien. Lo busqué muchas veces en las calles y solares de ese barrio que apenas empezaba a construirse en una orilla de la comuna 13 de Medellín. Me sobraba ya tiempo para atender su amistad, y quería que subiéramos juntos a las frutecidas mangas del convento de la hoy santísima Madre Laura. Ahí se podían conseguir gratis, aunque a la carrera y saltando cercas, jugosos y grandes mangos que generosamente daba la naturaleza.

Sí. Tenía tiempo de sobra porque tres días después de ver ese sol enfermo; el lunes a las siete y media de la mañana, apenas llegado al Liceo San Javier, fui llamado a la rectoría. Defraudado entendí que los actos piadosos con animales no valían en esta iglesia, ni en ninguna.

Mientras yo abría los ojos callado, prevenido y berraco, el cura me gritó una cosa muy parecida a la que dijo de Camilo Torres, y el rector me escupió la noticia: Tenía nada en religión por sabotear las celebraciones y quedaba expulsado, por ser el único alumno en la historia de la institución que se había cagado en la misa. Amén.UC

 
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