La salsa no ha sido el centro pero siempre ha estado acuñando mi vida desde aquel primer casete de Héctor Lavoe, Reventó. La carátula: el dibujo de un hombre, el hombre, vestido con traje blanco y corbata amarilla, gafas de sol. Ha salido de un huevo y en la cara, una mueca o una sonrisa, no se sabe bien cuál de las dos. Y yo sentado en la camioneta azul de mi padre, en una pequeña finca que teníamos a dos horas de Bogotá, al lado de una piscina. Suena De qué tamaño es tu amor, “cuánto vale para mí, si tuviera que comprarlo…”. Me gusta la música a pesar de que la relaciono con fiestas de fin de año y gente caída de la borrachera, con los ojos como los de un pez martillo. Pero no logro comprender del todo por qué ese hombre pregunta por el precio de un amor. Yo debía tener doce o trece años.
Más tarde, a los dieciséis, flaco como una vara de hierro y con acné, llegó a mis manos una compilación de canciones de la Fania gracias a un amigo que no tenía nada de salsero pero que me dijo que en esa música también cabíamos nosotros. Recuerdo mi encuentro con Sofrito de Mongo Santamaría. Un intro largo, seis minutos en total y tres palabras como letra, un canción de una potencia arrasadora y al mismo tiempo sutil.
Para los dieciocho, cuando prestaba el servicio militar y mi cabeza estaba llena de punk, oí en una tienda Mujer divina. Eran las ocho de la mañana y los tenues golpes de marimba y el “shabadabadabadaooo” con el que arranca me dieron ganas de pedir una cerveza.
En la universidad mi vida se cruzó con la de un excantante de un grupo de ska y una caleña arquitecta que había saltado a nuestra carrera, Literatura. Con ellos pasé muchos viernes, después de un seminario de Walter Benjamin, oyendo Magdalena, de Frankie Ramírez, en un apartamento de Chapinero, y antes de salir a pedirle más a la noche. El mismo amigo de la universidad me mandó un casete a Nueva Jersey, cuando me fui a vivir allá a los veintiún años, desesperado al no entender qué estaba haciendo con mi vida, si acaso tenía sentido enlodarme con clases de lingüística. El casete sonó muchas veces en una grabadora grasienta mientras lavaba platos en un restaurante de Hoboken, el pueblo donde nació Frank Sinatra. “Satélite llamando a control, no responde”, cantaba conmigo una de las cocineras mexicanas. Claro está que cuando aparecía la mesera húngara que me gustaba, con su cara pálida y su maquillaje gótico, de inmediato ponía en la grabadora Joy Division, su grupo favorito.
Finalmente, cuando me hice periodista de tiempo completo y tuve un apartamento en el barrio La Macarena y más tarde otro en La Soledad, en Bogotá, aparecieron un montón de elepés de salsa en mi casa. Los veo regados después de alguna fiesta desbocada y yo frente a un tornamesa buscando En el balcón aquel de los Hermanos Lebron. O Escarcha de Héctor Lavoe. O Marejada feliz de Roberto Roena. O Diablo de Ray Barreto. Acababa de sonar Don’t you want me de Human League pero eso no importaba para nada.
No sé bailar salsa, nunca aprendí. Ni madre, ni hermanas, ni primas me intentaron enseñar. Aun así, una o dos veces al año, envalentonado y amnésico, me lanzo al vacío de la pista con la esperanza de conseguirlo, de llegar a esa cosa tan básica e impostergable para unos que es bailar. Mi última pareja fue paciencia y sonrisa hasta que desbrozamos el camino y luego nos deslizamos como si estuviéramos sobre una tabla de surf. Al final de esa noche salí airoso, aunque sé que por culpa de los tragos di más vueltas de lo necesario. Pasó en Bucaramanga, en Calison, un sitio con dos largas barras y patio con el santoral de la salsa pintado en una de sus paredes, un lugar al que sé que volveré a riesgo de no tener el valor de moverme de la silla. Aun así una de mis canciones preferidas, junto a varias de The Clash, The Cure y The Kinks, está firmada por Ruben Blades: El pasado no perdona. Lo sé, Blades puede ser en extremo literario para algunos pero sucede que soy mejor con las palabras que con los pies, por eso canto apretando los dientes “Ay, ya tú ves / como el que nada sabe / conoce más / que aquel que cree que sabe. / Y aunque pagué/ por mis viejos errores / aún guardo en mí / amargos sinsabores”.
Mi promiscuidad entre el rock y la música del Caribe y los barrios latinos de Nueva York fue declarada desde aquellos tiempos universitarios. Sin embargo, entre marzo y agosto de 2007 me levanté y acosté oyendo salsa, nada más que salsa. Por entonces descubrí Incomprendido de Ismael Rivera: “Pero yo solo estaré / y juraré que cuando muera / aun así con mi presagio / tendré tu nombre a flor de labios / y moriré”. Estaba por el Parque de San Antonio, en Medellín. La oí en un radio pequeñito de pilas que llevaba a todos lados como talismán. Tenía treinta años recién cumplidos. Ese año trabajé seis meses en una fábrica y arrendé una habitación en el barrio Santa Inés con la intención de contar en una crónica periodística cómo es vivir con el salario mínimo por una temporada. Fueron días tan luminosos como raros, pero siempre tuve a mano la estación de radio donde oí aquella canción de Maelo que me acompañará hasta que muera.